En Extremadura hay un pueblo que nació de la nada y deslumbró al mundo. Una cumbre de la arquitectura y el urbanismo que se regaló a las gentes que más lo necesitaban. A las más humildes.
"En las difíciles tierras de Cáceres ha nacido un pueblo. Brotó de la tierra con la misma naturalidad y sencillez que una planta; con la misma humildad y alegría que tienen las encinas y los tomillos entre los que Vegaviana está enclavado".
A principios de los 50, el arquitecto José Luis Fernández del Amo planteó un pueblo de colonización junto a la localidad toledana de Talavera de la Reina.
El proyecto contemplaba el respeto absoluto por la vegetación preexistente: jaras, arbustos y encinas.
Sin embargo, por alguna u otra razón, el Instituto Nacional de Colonización rechazó el proyecto de Fernández del Amo.
Quizá les parecía demasiado avanzado. Quizá no les parecía adecuado para la gente pobre del campo.
En cambio, a Fernández del Amo le parecía que ese tipo de arquitectura y, sobre todo, ese tipo de implantación en el territorio era perfectamente adecuada para la gente pobre del campo.
Porque era la mejor posible. Y esa gente la necesitaba más que ninguna otra.
Porque los pueblos de colonización no eran caprichos de vanguardia de ricos y artistas.
Los pueblos de colonización eran el lugar al que familias enteras habían viajado cientos de kilómetros dejando su casa y su pueblo y su vida.
Tenían que ser los mejores pueblos del mundo.
Y Vegaviana lo fue.
Aunque los planteamientos ya se habían contemplado en II República, cuando se comenzó a promover la transformación agraria del secano al regadío, la construcción de los pueblos de colonización no se llevó a cabo hasta los 50.
En el trazado urbano y la arquitectura de estos pueblos participaron algunos de los mejores arquitectos de la época.
José Luis Fernández del Amo fue uno de los más destacados y Vegaviana fue, quizá, su mejor obra.
Y fue tal vez su mejor obra porque allí, en 1954, pudo poner en práctica la idea que había tenido años antes: un pueblo que respetase la naturaleza, que brotase del propio terreno.
Un lugar donde las casas RODEABAN las encinas preexistentes.
Como los terrenos circundantes se habían allanado para convertirlos en campos de cultivo, la única vegetación natural que quedaba era, precisamente, la del propio pueblo.
Vegaviana sencillamente, la abrazaba.
Abrazaba las encinas y los olivos.
Abrazaba las jaras y los arbustos.
En Vegaviana se producía la mejor relación posible entre lo construido y lo natural que había habido nunca.
Y para conseguir esa relación, Fernández del Amo creó un urbanismo tan avanzado que sigue siendo vigente.
Un urbanismo basado nada menos que en "supermanzanas".
Un urbanismo descentralizado que no dependía de una plaza única, sino que apostaba por las relaciones vecinales a lo largo y ancho de todos los espacios libres.
Hasta el punto de que los tres hitos, Ayuntamiento, Iglesia y Escuelas, no estaban en la misma plaza.
Pero había algo más, claro.
Siempre hay algo más.
Las bondades de un pueblo, y más siendo un pueblo de nueva construcción, no están *solo* en el urbanismo.
Todos esos colonos. Todas esas personas que habían dejado su vida atrás tenían que vivir en casas.
Y esas casa tenían que ser las mejores del mundo.
José Luis Fernández del Amo era un arquitecto moderno que creía con total convicción en las bondades de la arquitectura contemporánea.
Pero también creía en las bondades de la construcción vernácula.
Por eso, las casas de Vegaviana son una conjunción formidable entre la imaginería moderna y la materialidad rural.
Unos artefactos de tal belleza plástica que casi nos abruman cuando entendemos que tienen 60 años y se levantan en una campiña de Cáceres.
La mampostería encalada, las líneas firmes y rectas, la composición delicadísima.
Cuando el fotógrafo Joaquín del Palacio "Kindel" visitó el pueblo recién terminado, se llevó de allí obras maestras de la realidad española de la época.
El proyecto de Vegaviana dio la vuelta al mundo. En 1958 fue presentado al V Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos, que se celebraba en Moscú (en Moscú!).
Allí ganó una mención por su "alta calidad arquitectónica y urbana".
En el 59, una exposición sobre el pueblo recibió el Premio de la Crítica de Artes Plásticas y, en 1961, recibió el Gran Premio de Urbanismo en la VI Bienal Internacional de Arte Contemporáneo de Sao Paulo.
Y en 1964 apareció en un sello conmemorativo de los 25 años de paz.
Un humildísimo pueblo de Cáceres era un símbolo de la mejor arquitectura y el mejor urbanismo.
Y, entre lavanderas, burros, encinas y edificios bellísimos, era un símbolo de una España que se desperezaba a la modernidad.
Y también era un símbolo del agua, de ese eje de regadío y fuentes, que vertebra los campos de la Sierra de Gata.
Quizá por eso, cuando el filósofo José Antonio Marina conoció Vegaviana, escribió ese precioso poema en prosa que empieza así: "En las difíciles tierras de Cáceres..."
Más de 60 años después de su construcción, Vegaviana sigue siendo un pequeño paraíso en Extremadura.
Un lugar que sigue respetando la relación con la naturaleza, la relación con el tiempo y la memoria, y la relación con el espacio y la arquitectura.
Pero no es el único. En Extremadura hay 63 pueblos de colonización que merecen ser visitados. 63 pueblos que acogieron a quienes lo habían dejado todo atrás. 63 pueblos que brillaron cuando casi nada brillaba.
Sesenta y tres pueblos de luz.
Y con estas cuatro fotos que resumen muy bien el episodio de hoy, vamos a irnos despidiendo de José Luis Fernández del Amo, de Vegaviana, de las encinas y de #LaBrasaTorrijos de hoy.
Si os ha gustado, hacedme RTs, FAVs, follows o llevadme de paseo por Extremadura!
Joaquín del Palacio "Kindel" cedidas amablemente por la Fundación Arquitectura COAM (@FundaCOAM), Víctor Gibello cedidas también amablemente por el Diario @HoyExtremadura y @MalotePableras a quien también agradezco muchísimo sus fotos.
El episodio de hoy de #LaBrasaTorrijos es una colaboración con @Extremadura_tur, a quienes quiero agradecer la confianza en el proyecto.
Y además me han permitido hablar de la tierra de mi madre.
Porque Extremadura es un sitio precioso que merece mucho la pena ser visitado.
Pero no solo por su arquitectura.
Extremadura es una de las regiones europeas con mayor importancia para las aves y un destino de referencia para aficionados a la ornitología y amantes de la naturaleza de todo el mundo, que pueden observar aves en preciosos hábitats naturales.
Oye, y si os aburrís de ver cosas bonitas, podéis tomaros un plato de prueba ibérica o unas migas extremeñas o unas perrunillas..., que también tenemos una gastronomía magnífica, colegas!
#LaBrasaTorrijos se escribe en directo todos los jueves desde el soleado barrio de Villaverde.
(Fin del HILO 🏡🌳🌳🏘️🌳🌳☀️)
(Y en el episodio del próximo jueves vamos a conocer a una pareja de arquitectos a los que solo les interesa una cosa: las personas).
Voy a empezar pronto con las codas:
1. Además de todos a quiénes he mencionado hoy, también quiero hacer un agradecimiento especial a @sete_alvarez, arquitecto y vecino de Vegaviana, que me ha echado una mano en los datos y con algunas imágenes del pueblo.
También a @arquitectamos por enseñarme el sello y a @fjparras por ponerme en la pista correcta de las fotos de Kindel.
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En Viena hay seis torres nazis de hormigón: colosales, indestructibles. Fueron fortalezas antiaéreas, pero hoy son acuarios o miradores.
Porque la ciudad ha entendido lo que hacer con su pasado: transformar la máquina de guerra en memoria.
Os lo cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
Si paseáis por Augarten, uno de los preciosoS parques al norte de Viena, enseguida os vais a encontrar, aunque no queráis, con una estructura que desafía la lógica: es la Flakturm G.
La Torre Flak G.
43 metros de diámetro, 55 de altura. Muros de hormigón de DOS METROS Y MEDIO DE ESPESOR Y UN TECHO DE TRES METROS Y MEDIO.
Una máquina de matar. Un símbolo nazi que aún sigue en pie.
Estos son los Gasómetros de Viena, uno de los conjuntos más fascinantes de la arquitectura europea reciente. ¿Por qué? Pues porque es arquitectura industrial —y de hace un siglo— transformada en viviendas.
Son cuatro cilindros gigantes de ladrillo —setenta metros de diámetro, ojo— que fueron en su día depósitos de gas, construidos a finales del siglo XIX para alimentar la red de alumbrado público de la ciudad. Estructuras industriales, apenas utilitarias, y pensadas para desaparecer cuando el gas dejara de arder.
Pero Viena decidió no demolerlos. A finales del siglo XX, la ciudad optó por algo más inteligente y más difícil: transformar el patrimonio industrial en patrimonio habitado. Entre 1995 y 2001, cuatro arquitectos —Jean Nouvel, Coop Himmelb(l)au, Manfred Wehdorn y Wilhelm Holzbauer— intervinieron cada gasómetro para convertirlos en viviendas, residencias de estudiantes y espacios públicos.
Y el resultado es brillante. Porque aquí no solo se conserva una fachada: se recupera una memoria de la ciudad. Se demuestra que los restos industriales, tan olvidados, pueden convertirse en lugares para vivir, para estudiar, para encontrarse. Que el pasado no tiene por qué ser siempre un museo, puede ser una estructura útil.
Las viviendas —en su mayoría de alquiler asequible— se agrupan en torno a enormes patios circulares abiertos al cielo, donde la luz entra con una precisión casi teatral. En el exterior se conserva la piel de ladrillo original; dentro, todo se reinventa. Rampas, galerías metálicas, pasarelas suspendidas.
Un corazón nuevo latiendo dentro de un cuerpo antiguo.
El Gasómetro B, de Coop Himmelb(l)au, es el más audaz: un edificio inclinado, de acero y vidrio, que se acerca al muro histórico sin tocarlo. Apenas lo roza, como si entendiera que el respeto no consiste en quedarse quieto, sino en moverse con cuidado.
Esto redondo que tengo detrás en el video no es una galería de arte ni una casa. Es, oficialmente, el país más pequeño del mundo. Se llama Kugelmugel, y está en medio del Prater de Viena. Su historia, aviso, parece una broma muy elaborada, pero es completamente real:
En los años setenta, en el otro extremo de Austria, un artista llamado Edwin Lipburger decidió construirse una casa esférica. Una bola de madera habitable, de unos veinticinco metros cuadrados, que iba a usar como estudio para sus cosas de artista (que, por lo visto, requerían mucha superficie curva).
Hasta que apareció la burocracia. Le dijeron que necesitaba licencias, permisos, sellos, tasas… y él, muy digno, contestó que no, que el arte no paga licencias. Que si Austria no lo entendía, se independizaba. Y se independizó.
Proclamó la República de Kugelmugel —que significa algo así como “la bola en la colina”—, y se declaró soberano. Diseñó una bandera (la austríaca, pero con los colores del revés), escudo propio, incluso sellos.
Austria, en un nada inesperado giro, no lo reconoció. Le cayeron diez meses de cárcel, aunque luego lo indultaron porque todo el asunto se había vuelto demasiado absurdo hasta para los austríacos.
Eso sí, Lipburger accedio al indulto (tócate las narices) con una condición: él cedía la bola, pero esta debía convertirse en galería de arte.
Y así, la Kugelmugel fue trasladada al Prater, con una última exigencia del artista: que su dirección oficial no fuera de Viena, sino de la Antifaschismusplatz, la Plaza del Antifascismo. El Ayuntamiento, probablemente ya un poco hasta las narices de todo, accedió.
Hoy sigue ahí, una esfera de madera rodeada de árboles y turistas, a pocos metros de la noria de "El Tercer Hombre".
Un país de un solo habitante que decidió que, si el mundo era cuadrado, lo más revolucionario era construirse una casa redonda.
En este video estoy en Viena, en la Michaelerplatz, y este edificio que tengo detrás es donde empezó todo. Aquí nació la arquitectura moderna.
Se terminó en 1909, hace más de un siglo, y es obra de Adolf Loos. Lo verdaderamente revolucionario no era su forma ni su función, sino su ausencia: fue el primer edificio del mundo sin decoración. Nada de molduras, guirnaldas, relieves o florituras. Solo piedra, proporción y ventanas.
Hoy se lo conoce como la Looshaus, la “Casa de Loos”, y tiene el más alto grado de protección patrimonial en Austria —y, siendo honestos, debería tenerlo en el planeta entero—. Pero en su momento fue detestado. Lo llamaron “un montón de estiércol”. El emperador Francisco José, que vivía justo enfrente, decía que era tan feo que prefería correr las cortinas para no tener que verlo desde el Hofburg.
Y algo de razón tenía si uno lo mira con ojos de su tiempo. En 1911, cuando se inauguró, las ventanas eran simples huecos rectangulares en una fachada completamente desnuda. Ni jardineras ni adornos. Nada. La ciudad de Viena obligó a Loos a añadir “algo”, lo que fuera, y él accedió con ironía: colocó unas jardineras con flores, que aún hoy sobreviven ahí arriba como una especie de concesión sarcástica al gusto burgués.
Abajo, en cambio, sí hay ornamento. La planta baja —entonces un banco, hoy una joyería— está revestida de mármol verde y tiene columnas dóricas. Loos lo hizo deliberadamente: quería marcar el contraste. La parte baja, ligada al espacio público, podía dialogar con la tradición; la superior, dedicada a la vida doméstica, debía ser limpia, racional, sin artificio.
De esa tensión —entre lo clásico y lo moderno, entre la plaza decorada y la vivienda desnuda— surgió uno de los textos fundacionales de la modernidad: “Ornamento y delito”, el ensayo en el que Loos proclama que el adorno es una forma de atraso moral. Desde aquí, desde este edificio que un emperador consideró insoportable, empezó el siglo XX arquitectónico.
En la costa chilena hay un lugar donde la gente no se cambia de casa. MUEVE LA CASA DE SITIO.
Y la mueve tirada por bueyes, por tractores y hasta por barcos.
Pero no es solo eso. Es la expresión del lazo de una comunidad.
En #LaBrasaTorrijos, la minga de Chiloé.
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En 1993, el cineasta colombiano Sergio Cabrera estrenó uno de los filmes más interesantes, más combativos y también más divertidos de la década: "La estrategia del caracol"
"La estrategia del caracol" es una dramedia que cuenta la historia de unos inquilinos que se rebelan contra su casero de una manera tan divertida como inverosimil: cambian de sitio el edificio donde viven y dejan apenas un trampantojo.