Hace 50 años, Ricardo Bofill construyó un laberinto amable, con escaleras como burbujas al cielo y espacios que parecen trozos de mar. Bellísimo y fotogénico como una estrella de cine.
El octubre pasado aparecieron en la red y en los medios un montón de titulares que decían algo así como "El edificio que ha inspirado El Juego del Calamar".
Ilustraban esos titulares con fotografías que parecían inequívocas. A un lado, imágenes de la serie coreana; al otro, fotografías de un edificio que, sinceramente, no parecía real.
Parecía fruto de la mente de un ilustrador o un diseñador de producción.
(Y si hablamos de un ilustrador, concretamente sería fruto de la mente de M.C. Escher).
También se hicieron videos y todo tipo de supuestas relaciones entre la serie de Netflix y el edificio.
La cosa era realmente parecida y no sería raro que la gente de "El Juego del Calamar" se hubiese inspirado en el edificio porque es, sencillamente, uno de los edificios más fotogénicos y, por tanto, más fotografiados del mundo.
Un edificio único.
Salvo que, en realidad, no era único.
El edificio es La Muralla Roja, en el municipio alicantino de Calpe y formaba parte de todo un proceso materializado en varios edificios, como el Castillo Kafka o el Walden 7.
Un proceso ambiciosísimo, porque no buscaba *hacer* un edificio. Buscaba cambiar la forma de vivir.
Ricardo Bofill Leví fue expulsado de la Escuela de Arquitectura de Barcelona en 1957. Tenía 19 años y, además de estudiante, era un bullicioso activista político antifranquista.
Fue ese activismo el que le expulsó de la carrera oficial. Pero no le expulsó de ser arquitecto.
Nacido en el seno de una familia acomodada de la burguesía catalana, Bofill continuó sus estudios en Suiza y a su regreso a principios de los 60 (gracias precisamente a ser de la familia de la que era) comenzó a construir.
Su obra de esos primeros 60 es muy interesante, pero aún era más o menos convencional.
Sin embargo, él ya estaba investigando una aproximación radical al fenómeno más importante al que se enfrenta un arquitecto: cómo vivir.
Esta investigación cristalizó a partir de 1968, específicamente en tres proyectos. En tres edificios.
El Castillo Kafka en Sant Pere de Ribes...
El Walden 7 en Sant Just Desvern...
Y La Muralla Roja en Calpe. Un laberinto multicolor frente al cielo y frente al Mediterráneo.
En sus propias palabras: una kasbah contemporánea.
Los tres edificios suponían un prodigio casi contradictorio: construir la utopía. Porque Bofill no quería (solo) hacer un edificio bonito, confiaba plenamente en la capacidad de la arquitectura para construir una vida mejor.
Por eso, esas tres obras utópicas de Bofill no son construcciones con una fachada y un interior.
Todo es todo. Los espacios de conexión no son espacios de conexión; son espacios para vivir.
Pero para vivir en comunidad.
Diseñado a base de módulos replicables que se entrelazan unos con otros, los espacios comunes de La Muralla Roja entran y salen y se cuelan y miran al cielo y quienes viven allí entran y salen y se cruzan y hablan.
Están hecho para vivir, no para ser atravesados y olvidados.
Los espacios comunes, las escaleras, los pasos, incluso la piscina. Todas esas cosas que, en un edificio convencional se entienden como secundarias, son la esencia arquitectónica de La Muralla Roja.
Todos esos espacios comunes SON La Muralla Roja.
(Pero las utopías se acabaron).
A partir de finales de los 70 y sobre todo en los 80, Bofill, que había trasladado su estudio a París, comenzó a trabajar en Francia.
Y en lo que construyó en Francia (que fue muchísimo), pareció abandonar todo lo que había investigado antes.
Atrás quedaban las experiencias de vivienda y habitabilidad en común en favor de un monumentalismo grandilocuente y, a mí entender, bastante discutible.
Lo que en los 60 era acercamiento e interacciones cercanas entre los propios habitantes y entre los habitantes y el edificio, se convirtieron en imposición y separación.
Los edificios franceses de Bofill (y casi todo lo que hizo después) parecían hieráticos e intocables.
Pero siempre nos quedaba La Muralla Roja.
Porque La Muralla Roja, quizá por levantarse tan cerca del azul del Mediterráneo, no solo solidificaba las ideas utópicas de espacio y habitabilidad del mejor Bofill. Las solidificaba con un belleza, esta vez sí, única.
Durante bastantes años (todos los que yo estudié la carrera) Bofill era casi un apestado para el mundillo de la arquitectura. Tal era así, que ni siquiera sabíamos que también era el responsable de uno de los edificios más bellos que existen.
De hecho, muchos lo descubrimos bastante tarde.
El problema es que no fuimos los únicos en descubrir que esos espacios entrelazados y entremezclados, hechos para vivir pero coloreados con una paleta como no habíamos visto nunca.
Porque, entonces, llegó Instagram.
La Muralla Roja se terminó en 1973. Más de 40 años después de pasar casi desapercibido (incluso para muchos que nos dedicábamos a la arquitectura), el edificio se llenó de hordas de visitantes que buscaban *la foto*.
Fotos de boda, fotos de preboda, fotos de lifestyle, fotos para enseñar y llevarse muchos likes.
En unos pocos años, el edificio se convirtió en una suerte de estudio de fotografía.
Se convirtió en un decorado.
Y sí, las fotos eran (y son) preciosas, porque el edificio es uno de los más fotogénicos del mundo.
La exposición masiva a esas fotos, a todas esas fotos que llenaban las redes sociales y los artículos de moda atraía cada vez a más gente.
El descubrimiento de la belleza había roto la utopía.
La había roto hasta el punto de que, quienes viven allí decidieron colocar una valla.
Un edificio pensado y concebido para que moverse libremente entre los espacios. Un edificio donde el exterior y el interior se mezclan con delicadeza virtuosa se colocaba detrás de una puerta.
Porque, en nuestro ciclo contemporáneo de la imagen, en nuestra constante ingestión y digestión de la belleza, quizá hemos olvidado que una casa no es un decorado.
Que un edificio, y más aun La Muralla Roja, está hecho para vivir.
Aunque sus fotos vacías sean preciosas.
Y con estas tres imágenes que resumen muy bien el hilo de hoy, vamos a despedirnos de Calpe, de La Muralla Roja, de Bofill, de las utopías y de #LaBrasaTorrijos de esta semana
Si os ha gustado, hacedme RTs, FAVs, follows o llevadme a la playa!
Si os gustan las historias como esta, me he guardado las mejores para TERRITORIOS IMPROBABLES, el libro de #LaBrasaTorrijos.
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Y también podéis pasaros por mi IG, donde estoy contando historias chulas en otro formato (y no hago nada de postureo 😬): instagram.com/p/CZt-b4CKSO_/
Las imágenes del capítulo de hoy son de:
erichology, Sofía Lens, Enrique Domingo, pixabay, Ricardo Bofill Taller de Arquitectura (RBTA), Netflix y un par de capturas de Instagram.
#LaBrasaTorrijos se escribe en directo todos los jueves desde el soleado barrio de Villaverde, pero el episodio de hoy se ha escrito, también en directo, desde la soleada ciudad de Alicante (aunque hoy estaba nublado).
(Fin del HILO 🌞🌅🌇🌊📷📷📷📷📷📷)
(Y en el episodio de la semana que viene, vamos a hacer un redux y vamos a viajar al país más pequeño del mundo).
📢 LAS CODAS, LAS CODAS!
1. Hay muchas, muchísimas más cosas que contar sobre Bofill y La Muralla Roja. Por ejemplo, al lado hay otro edificio suyo, el Xanadú, que también es interesante aunque no tan radical (ni tan fotogénico).
2. Esto es delicado y, a mi juicio, no tiene una respuesta sencilla: los vecinos de La Muralla Roja están en contra de que el edificio se declare Bien de Interés Cultural.
Algo que, a priori, parece contradictorio.
Y creo que no hay una respuesta sencilla porque sí, vivir en un edificio protegido puede molar mucho pero, por otro lado, obliga a asumir un régimen de visitas. Ya ya hemos visto que los vecinos están hasta las narices de instagramers.
Claro que ese régimen de visitas oficial quizá sirviese para regular precisamente todas las otras visitas no deseadas.
También está lo de que un edificio protegido no permite apenas reformas, pero, sinceramente, no creo que sea ese el problema concreto en este caso.
3. Como habéis señalado más de uno, además de con "El Juego del Calamar", también hay notables similitudes con el (precioso) juego "Monument Valley". De hecho, se han realizado algunas sesiones fotográficas en el edificio simulando los escenarios del juego.
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Voy a aprovechar el hilo de ayer para hablar muy brevemente sobre un edificio que la gente menos versada se extraña cuando les digo que es uno de los mejores edificios del mundo: la Biblioteca Beinecke de Yale.
Para entender por qué el edificio es TAN distinto de exterior a interior (y por qué es uno de los mejores edificios del mundo), hay que saber qué es exactamente la Beinecke.
Yo no califico a menudo un edificio como "feo" o "bonito"; suelo distinguirlos en edificios buenos y edificios malos.
¿Pero cómo saber la diferencia?
Veámoslo con estos dos ejemplos muy similares y, a la vez, muy distintos.
Os cuento en #LaBrasaTorrijos.
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Vale, lo primero es entender que para saber distinguir la buena de la mala arquitectura requiere de un proceso bastante largo que permita formar un criterio. E incluso los criterios puede diferir (aunque no demasiado).
Por eso, para esta explicación voy a usar dos casos que ejemplifican muy bien la diferencia: la torre del BBVA y las torres KIO.
Ambos son edificios de función y tipología similar, ambos se proyectaron por arquitectos e ingenieros de primer orden y ambos se levantan muy cerca.
En 2019, el FBI comenzó la búsqueda de dos niños.
Pero había un problema: habían desaparecido en la Zona de la Muerte de Yellowstone. Un lugar donde puedes cometer cualquier crimen (incluso asesinato) SIN QUE PUEDAN JUZGARTE.
¿Cómo es posible? Lo vemos en #LaBrasaTorrijos
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El 26 de noviembre de 2019, la policía de Rexburg, Idaho, hizo públicas las fotos de dos hermanastros desaparecidos: Tylee Ryan, de 17 años y JJ Vallow, de 7.
Llevaban desaparecidos desde el 8 de septiembre, pero las pesquisas no avanzaban.
Fue entonces cuando entró el FBI.
¿Por qué entró el FBI? Pues porque las últimas imágenes que aparecieron de Tylee las registró una de las cámaras del Parque Nacional de Yellowstone.
En 1928, Henry Ford construyó una ciudad entera en medio de la Amazonía.
Una nueva Detroit en la selva, y cuyos habitantes debían ser vegetarianos y abstemios, pero acabó destruida en una revuelta de nativos semialcohólicos.
En #LaBrasaTorrijos, Fordlandia.
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En 1876, el explorador británico Henry Wickam robó 500 kilos de semillas de árbol del caucho y las trasladó de contrabando desde Brasil hasta el sudeste asiático.
Allí, los árboles crecieron con rapidez, desbancando enseguida a los terrenos de látex brasileños.
Para el año 1920, Brasil ya había perdido el control del mercado del caucho en favor de un cártel de productores europeos que recolectaban en Asia. Y como dominaban el mercado, podían fijar los precios.
Algo que no gustó nada a un señor de Detroit llamado Henry Ford.
Hace diez generaciones, el odio y la xenofobia dejaron a una etnia sin tierra y les obligó a vivir en el agua.
200 años después, sus tataranietos construyeron el campo de fútbol más bonito del mundo (gracias a Maradona).
Os cuento la historia en #LaBrasaTorrijos
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Como nos enseñó Gerardo Olivares en su divertidísimo documental/no documental "La Gran Final", un Mundial de fútbol afecta a la vida hasta en los lugares más remotos: el Sahara, la Amazonía o el desierto de Gobi.
hay veces en las que un acontecimiento deportivo universal altera la vida y cambia el territorio del lugar más insospechado.
Especialmente cuando en ese acontecimiento se produce uno de los momentos más bellos y más decisivos de la historia del deporte.
El Museo Judío de Berlín es uno de los lugares más emocionantes que existen.
Quizá porque no es realmente un edificio, es una cicatriz de hormigón y tiniebla construida por un hijo del Holocausto.
Os lo cuento en #LaBrasaTorrijos.
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La primera vez que Daniel Libeskind pisó Nueva York llegó en avión.
Tenía 13 años y era un niño prodigio de la música. Un virtuoso del acordeón que venía a la Gran Manzana junto a otro niño prodigio: el violinista Itzhak Perlman.
Juntos llenarían el Carnegie Hall.
La segunda vez que llegó a Manhattan fue en 1960, el año siguiente.
Hizo el viaje en barco junto a toda su familia y todas sus pertenencias.
El joven Daniel sabía que llegaba a Estados Unidos para quedarse.