Mi amigo Gonzalo es policía, y ayer me contó lo impactado que se quedó con la confesión de un ladrón.

El caco, por cierto, se entregó de forma voluntaria. Esto fue lo que pasó.

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El miércoles, Gonzalo estaba en la comisaría cuando, a eso de las once de la noche, apareció un hombre. Vestía un chándal de marca con manchas de sangre.

En la cara, varios moratones, una nariz rota y un corte en la ceja.
Se sentó tranquilamente ante Gonzalo y le dijo que venía a entregarse.

-¿Por qué? -preguntó el policía.
-Por ladrón y por gilipollas.
-Si ser gilipollas fuera delito, estaríamos todos en prisión. Cuénteme sobre lo otro.
El ladrón, de unos cuarenta años, empezó a contar su estrategia para robar en casas.

Aunque va cambiando de zona para que no lo pillen, se sitúa en sitios cercanos a centros comerciales.

Cuando alguien aparca el coche y se va, este se acerca y mira por la ventanilla.
Si ve llaves dentro, rompe el cristal, las coge junto a los papeles del coche y se aleja en su moto. Cuando está seguro de que nadie lo sigue, mira la dirección que hay en los papeles y va hasta allí.

Al llegar llama al timbre. Si nadie contesta, abre con las llaves.

Y a robar.
-Se sorprendería de la cantidad de gente que deja las llaves de casa en el coche -le dijo el ladrón.
-No me sorprende, luego pasan por aquí tarde o temprano. ¿Por qué ha decidido entregarse?
-Por el robo de hoy. O intento de robo, más bien.
Al parecer, este ladrón siguió la misma estrategia el miércoles. Robó llaves y papeles de un joven que entró en una peluquería y, tras asegurarse libre de miradas, fue directo a la dirección.

Una casa de dos plantas, promesa de botín importante.
Llamó al timbre varias veces y, cuando nadie contestó, abrió con la llave. Sus objetivos eran joyas, dinero en efectivo y relojes, es decir, objetos de valor fáciles de ocultar.

Pero algo fallaba.
La casa parecía estar abandonada. Tenía muy pocos muebles, todos eran viejos y estaban cubiertos de polvo. Había telarañas en las esquinas y las persianas estaban casi todas rotas.
Aunque no lo suele hacer, la oscuridad de la casa hizo que buscara algún interruptor, pero no había luz. Antes de decidir irse, le llamó la atención una de las habitaciones al final de un pasillo.

Desde ella salía una luz débil.
Avanzó por el pasillo, despacio, con la cabeza ligeramente girada para orientar su oído hacia esa habitación.

El silencio era total.

Al llegar, vio una vela encendida. Su luz proyectaba sombras tanto en el suelo como en las paredes. Junto a ella, vio lo que estaba buscando.
Al lado de la vela había varios relojes y dinero. Se acercó hasta allí y los revisó.

Los relojes eran de marca, pero parecían falsos.
Los billetes no parecían falsos, pero lo eran.

A su espalda, oyó un ruido.
Antes de poder girarse, una mano le agarró por el cuello, fuerte, poderosa, acostumbrada a la violencia.

No se resistió. No podía.

La mano le obligó a ponerse de rodillas y, sólo entonces, le soltó.

Él se quedó quieto, mirando hacia la llama de la vela. Con miedo.
Una voz ronca le habló. Primero a su espalda, luego por su derecha y, finalmente, frente a él.

-Aguanta una hora -le dijo-, luego podrás irte y dejar de robar a la gente equivocada.

El hombre puso un reloj delante de él y le dio un puñetazo en la cara.
Luego otro.
Y otro más.
-Era como si me hiciera aquello por obligación. Con eficacia profesional. No me juzgaba, tan solo hacía lo que debía hacer -dijo el ladrón a mi amigo Gonzalo.
-¿Cómo era?
-Mayor, entre cincuenta y sesenta años. Con gabardina y sombrero. Su cara daba miedo entre las sombras.
Aquel hombre alternó los puñetazos en cara y torso con cigarrillos que iba fumando.

-De vez en cuando, paraba y me daba uno para que me lo fumara. A pesar de todo, parecía tenerme cierto respeto.
-¿Y qué pasó luego?
-Exactamente una hora después, dejó de pegarme y me trajo aquí.
El ladrón hizo una pausa. Luego continuó.

-Ha venido apuntándome con una pistola hasta la puerta. Me ha dicho que si no confieso todos mis robos, la próxima vez que me vea será hundiéndome en el Guadalquivir.
Mi amigo Gonzalo salió de la comisaría y echó un vistazo a la calle. Estaba vacía.

En el suelo aún salía humo de un cigarrillo a medio fumar.
Cuando volvió dentro, el ladrón ya no estaba. Había escapado.

No quise decirle nada a mi amigo Gonzalo, pero por la descripción, creo que el hombre misterioso era el @DetectiveCosta

Hoy, viendo la tele, he comprendido que ese ladrón no va a robar nunca más.
Si te ha gustado este relato de ficción basado en hechos reales (no dejéis las llaves de casa en el coche), te invito a leer mi primera novela, #COSTA🔪, donde podrás conocer algo mejor al Detective Ángel Costa 🕵🏻‍♂️

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Y si quieres leer más relatos de ficción, aquí te dejo unos cuantos más 😊

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