En un esquina de Roma hay una iglesia muy pequeña que solo se ve en escorzo, que parece de piedra pero está construida con Tiempo.
Y la construyó un perdedor que no la vio terminada.
En #LaBrasaTorrijos de hoy, San Carlo alle Quattro Fontane y la matemática de Dios.
HILO 👇
El 30 de julio de 1667, Francesco Borromini quemó todos sus dibujos y sus textos.
Tres días después se arrojó contra su propia espada para quitarse la vida.
Fue el final.
Borromini nacido Francesco Castelli, procedía de una familia no especialmente acomodada del cantón de Ticino. Su padre, aunque interesado en las artes, solo era un cantero más o menos humilde.
Por eso, quiso enseguida que el niño Francesco fuese más que él.
El niño Francesco llegó a Milán en 1614, con 15 años, y allí estudió arquitectura y escultura. E incluso trabajó en el Duomo; en la Catedral de Milán.
Quizá allí entendió lo que significaban las líneas de fuerza, las curvas de carga. La geometría del espacio.
Pero los coste de esas clases de arquitectura y escultura no eran pequeños y, al cabo de unos años, la deuda que había contraído, y recaía en su padre, era tan enorme que el joven Francesco, irascible y con tendencia a la culpa, decidió huir de Milán sin decírselo a su familia.
Con 20 años llegó a Roma, cambió su nombre por Borromini, y comenzó a trabajar con su pariente, Carlo Maderno, en lo que se convertiría en el primer encuentro que cambiaría la vida del joven arquitecto.
Porque Borromini se consideraba arquitecto.
Maderno puso a trabajar a Borromini en la Basílica de San Pedro, y enseguida le vio repasar sus dibujos y sus cálculos. Enseguida vio la capacidad de su pupilo para entender la geometría.
Para discernir la matemática que sostenía la arquitectura.
Con la basílica cerca de terminar, restaba la construcción de un elemento esencial en el centro de la cristiandad: el Baldaquino.
Era 1624 y entonces apareció en la vida de Borromini la segunda persona que la cambiaría para siempre.
Gian Lorenzo Bernini.
Porque esta es una historia de buenos y malos. Y como Mozart y Salieri, Bette Davis y Joan Crawford o Mark Lenders y Oliver Aton, la enemistad entre Borromini y Bernini definiría su tiempo y, en realidad, el Barroco y toda la historia de la arquitectura.
Ah. Y en esta historia de buenos y malos, el bueno era Bernini.
Bernini era afable y simpático y tenía el favor del Papa.
Pero, además, Bernini convertía el mármol en carne.
Y, en la Plaza de San Pedro, arreglaba con un gesto el despropósito que había hecho Maderno en la fachada de la basílica.
Y, con el Baldaquino, convertía el centro de la cristiandad en la ars summa del Barroco.
(Salvo que, en realidad, no fue así).
Bernini era un escultor formidable pero, como arquitecto, en fin, no era el mejor.
Le podía la expresividad y la grandiosidad. Por eso, es bastante probable que los cálculos del Baldaquino fuesen de Borromini, aunque Bernini se llevase todo el mérito.
Algo similar pasó en el Palazzo Barberini, que supuestamente hicieron a medias pero cuya firma se llevó Bernini.
Eso sí, aquí Borromini, ya un poco hasta las narices del asunto, decidió que pasaba de ayudar al escultor napolitano.
Y eso se vio en las escaleras.
La de Bernini casi iba a tiro fijo.
Borromini, en cambio, confiaba mucho más en su capacidad de calcular la geometría y es un prodigio de voluptuosidad.
Supuestamente trabajaban juntos pero Bernini cobraba mucho más y, después de que le estafase con una empresa de mármol, Borromini decidió irse por su cuenta.
Tras casi cargarse la fachada de San Pedro por culpa de, ejem, ir tanto con los huevos fuera, Bernini cayó en desgracia. Aunque la recuperó pronto porque, bueno, porque era afable y simpático. Además del mejor escultor de su época (y quizá de la historia).
Bernini haría el Éxtasis de Santa Teresa, la fuente de la Plaza Navona, la Scala Regia y hasta le invitaron a Paris para ampliar el Louvre.
Scala Regia que, por cierto, era poco menos que una copia a gran escala del FORMIDABLE trampantojo que Borromini había hecho en el Palacio Spada.
Pero es que Borromini, de relaciones públicas iba regular.
Siempre fue huraño, hosco y difícil. Siempre fue ascético e irascible. Casi como si los hombres le molestasen.
Casi como si solo le interesase la máquina numérica con la que veía la arquitectura.
Porque mientras el napolitano se convertía en el héroe del barroco, Borromini hacía...edificios menores.
Magnificos, sí, pero de importancia menor.
Sant' Ivo alla Sapienza (que le llegaría por gracia de Bernini), Santa Inés en la Agonía o el Oratorio de los Filipinos.
Y en esas obras "menores", Borromini, hosco y huraño, seguía confiando en la matemática.
Como si se despegase de los hombres. Como si fuese su única manera de trascender.
Por eso, su obra más menor y más pequeña es también la mejor.
La primera obra que hizo en solitario. La obra que, sin contactos en Roma, le encargaron unos frailes españoles, los Trinitarios.
San Carlo alle Quattro Fontane.
San Carlino.
San Carlino es pequeña. Pequeñísima. De apenas 20 metros de largo por 11 de ancho. Casi del tamaño del Baldaquino.
Pero es un prodigio de articulaciones de espacio, de comprensión del terreno, de hacer todo lo posible con lo que se tiene.
Porque, sobre todo, San Carlo alle Quattro Fontane es un prodigio del tiempo.
Del Tiempo.
Y el Tiempo es la única manera de entender la arquitectura Barroca.
Y, en realidad, la única manera de entender la arquitectura.
Borromini comenzó las obras en 1633, empezando por el claustro. También pequeño.
Pero que también debe ser recorrido para, al final, girar la cabeza y en ese movimiento, en ese tiempo, entenderlo.
Entender a donde miraba Borromini.
También realizó la cripta y la biblioteca.
Y, por muy pequeña que sea (y lo es), también debe recorrerse y mirar arriba para entenderla.
Y la escalera a la cripta, minúscula, también participa en ese viaje que los seres humanos tomamos, de ese tiempo en recorrido que necesitamos, para comprenderla.
(Hasta que se acabó el tiempo)
El 30 de julio de 1667, Francesco Borromini, después de cien desaires y mil peleas, después de sufrir resquemores e inspirar otros, harto de enfermedades y harto de los hombres, quemó todos sus dibujos y sus textos.
El 2 de agosto se arrojó contra su propia espada.
Hosco y huraño, siempre había sido un perdedor. Y fue tan perdedor que ni siquiera logró quitarse la vida con la espada y murió por gracia (o sea eutanasia) al día siguiente. El 3 de agosto.
Por suerte, las cosas le salieron tan mal que no todo lo que quemó se quemó.
La iglesia de San Carlo alle Quattro Fontane, aunque ya había sido consagrada en 1646, aún no estaba terminada.
Por suerte, los planos se conservaron.
Por suerte, porque esa fachada es tan bella que solo se entiende en escorzo.
Otra vez, solo se entiende en el tiempo.
Solo se entiende girando la cabeza y avanzando un poco hacia ella.
Aquí pongo fotografías, pero los menadros y las curvas y las contracurvas solo se entienden cuando avanza ante nuestros ojos.
Cuando se acerca.
Y entonces entramos.
Y aunque recibimos el golpe.
Y el espacio, tan pequeño y a la vez inmarcesible.
Y miramos arriba. Y allí está lo que no éramos capaces de abarcar al entrar.
Las curvas y los óvalos y las secciones de esfera.
Todo eso que, en realidad, no pertenece al hombre.
Y arriba. Más arriba. Si esperamos el momento justo (si esperamos el tiempo justo), quizá podamos ver como el sol que se cuela por la linterna ilumina al santo fantasma.
Al espíritu.
Y entonces, solo entonces, tal vez entendamos que a Francesco Borromini, irascible, hosco y huraño, consiguió colocarnos delante de la matemática de Dios.
Y con estas tres imágenes que resumen muy bien el hilo de hoy, vamos a despedirnos de Bernini, de Borromini, de Mark Lenders, de lo festivo y lo huraño, de Roma y de #LaBrasaTorrijos de esta semana.
Si os ha gustado, hacedme RT al hilo, FAVs, follows o compradme un smoking e compradme una espada (de plástico, por favor!)
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#LaBrasaTorrijos se escribe en directo todos los jueves desde el soleado barrio de Villaverde.
(Fin del HILO ⚔️⏰⛪️🇮🇹 )
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(Y en el episodio de la semana que viene vamos a conocer la máscara de la muerte verde).
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El Cementerio de los Ingleses es un pequeño recinto tapiado frente a los acantilados de Camariñas, en A Coruña.
Pero ¿y si allí estuviese enterrado Jack el Destripador? (Y no, no es descabellado).
Esta es una historia de naufragios y patrimonio, en #LaBrasaTorrijos
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Plymouth, 8 de noviembre de 1890. Un hombre sube al "HMS Serpent" como quien acepta una sentencia cuyo contenido desconoce pero cuyo peso reconoce al instante.
@DACTurismo El nombre que dio —Arthur, James, William, el que fuese— quedó casi disuelto en la humedad del muelle porque lo pronunció demasiado bajo, evitando el cruce de miradas con el oficial que anotaba en un registro ya curvado por la lluvia.
Lo de que las estaciones del metro de Estocolmo son preciosas es algo digno de comprobarse in situ.
Pero también esconden una historia. Una historia de amor por los servicios públicos, por las infraestructuras públicas, por la gente que las construye y por la gente que las usa cada día:
La historia empieza, como empiezan casi todas las historias buenas de ciudades nórdicas, en la roca. Ni en el hormigón ni en el hormigón revestido de hormigón —que es la tentación internacional—, sino en la roca viva, la roca madre, el granito glacial que hace de Estocolmo una ciudad con vértebras de hielo fósil.
Cuando a mediados del siglo XX decidieron construir su red de metro, optaron por la solución más directa, casi geológica: excavar, dinamitar, abrir la montaña e insertar trenes. Y en algún momento de esa operación de ingeniería a mano armada surgió una pregunta casi infantil, tan evidente y, a la vez, tan peculiar que era muy raro que alguien se la preguntase: ¿y si dejamos la roca vista?
La respuesta tiene que ver con estética, sí, pero también con política y con época. Tras la Segunda Guerra Mundial, Suecia —como buena parte del norte de Europa— estaba articulando un nuevo pacto social: bienestar público, accesibilidad, democracia cotidiana.
Uno de los engranajes de ese pacto era la convicción tranquila, pero tenaz, de que el arte no debía ser un lujo sino un derecho. Así que, si el metro iba a convertirse en el gran espacio público donde cientos de miles de personas bajarían cada día, ¿por qué no convertirlo también en un lugar donde el arte descendiese con ellas? Un soporte para democratizar la belleza, para hacer país desde el subsuelo.
Esa respuesta convirtió al metro de Estocolmo en la frase con la que lo definen: la galería de arte más larga del mundo. Algo que va más allá del eslogan turístico; es una decisión conceptual. Si vas a perforar la ciudad, abraza sus entrañas. Si vas a mover a tanta gente bajo la tierra, ofréceles algo más que azulejos blancos y tubos fluorescentes.
Haz país. Haz estética. Haz política blanda —que es la mejor política—.
La línea azul es el ejemplo más evidente. Basta bajar desde T-Centralen para entenderlo: la bóveda, pintada de azul profundo, conserva la piel rugosa de la roca. Tiene algo de caverna prehistórica, pero intervenida con brochazos gigantes. Parece la obra de un pintor expresionista que hubiera vivido aquí encerrado con un cubo de acrílico y demasiadas horas de invierno.
Además, en esa bóveda aparecen siluetas de obreros: un homenaje directo a los trabajadores que construyeron la red hace 75 años y que la mantienen cada día.
Tres cuartos de siglo de ciudad subterránea.
Sigue uno bajando por la línea y llegas a Solna Centrum, la estación más fotografiada de Suecia (y probablemente una de las más fotografiadas del mundo). Un túnel rojo, intensamente rojo, un rojo que no te abraza sino que te engulle.
Parece una bajada al infierno, sí, pero es un infierno con una intención: el mural, pintado en 1975, denuncia la deforestación sueca. El rojo del cielo frente al verde de los bosques como un aviso urgente en un país que hoy presume de sostenibilidad, pero que lleva décadas pensando en estas cosas.
Estando allí me pregunté si hoy ese mural se lee de otra manera. Si ya no habla solo de árboles sino del planeta entero.
Estoy en Estocolmo, moviendo las manos porque hace tres grados bajo cero, y esto que tengo detrás es el ayuntamiento, el Stadshuset.
Visto así, con su ladrillo rojo, su torre alta y esta logia abierta al agua, parece un edificio medieval, casi un híbrido entre castillo nórdico y palacio veneciano. Podría colar como gótico italiano, o como algo que te encontrarías entrando en la plaza de San Marcos por la puerta equivocada.
Pero la gracia es precisamente que no es medieval en absoluto.
Es un edificio del siglo XX: se construye entre 1911 y 1923, lo diseña el arquitecto Ragnar Östberg y es uno de los grandes ejemplos del Romanticismo Nacional sueco, una arquitectura que mezcla referencias históricas con una idea muy moderna de lo que debe ser un edificio público.
Por eso está aquí, pegado al agua. Si esto fuera de verdad un ayuntamiento medieval, lo lógico es que estuviese bien adentro del casco antiguo, protegido por murallas, alejado de cualquier ataque por mar. Pero, en los años veinte, Suecia ya no está pensando en cañones y asedios: está pensando en democracia, administración y ciudad abierta.
El Stadshuset se coloca en la punta de Kungsholmen, justo donde el lago Mälaren se abre hacia el archipiélago que conecta con el Báltico. Es un gesto urbano clarísimo: el poder municipal se asoma al agua porque el agua es lo que organiza Estocolmo.
El patio donde estoy tiene ese aire muy veneciano: arcos de medio punto abajo y esa sensación de plaza porticada que se abre directamente al embarcadero. Te giras y podrías estar esperando que aparezca una góndola, pero lo que llega son ferris y hielo.
La torre, además, está claramente emparentada con el campanile de San Marcos, solo que coronada por las Tres Coronas doradas de Suecia, para que no haya dudas de quién firma el skyline.
Y luego está la obsesión material. El ayuntamiento está construido con unos ocho millones de ladrillos rojos, de los cuales cerca de un millón se hicieron a mano, precisamente para conseguir esta textura vibrante, nada uniforme, que ves en fachada: el típico ladrillo de monasterio nórdico, colocado alternando testas y tizones para que el muro nunca sea del todo plano ni del todo predecible.
Ragnar Östberg era bastante maniático con la textura: quería que el edificio, visto de cerca, tuviera una piel casi viva, con pequeñas variaciones en cada pieza.
Estoy en Stortorget, la plaza central de Gamla Stan, el casco medieval de Estocolmo.
Hoy hay mercadillo navideño, con luces y turistas, pero bajo toda esta postal hubo, hace siglos, bastante menos encanto.
En esta plaza tuvo lugar la Boda Roja original:
Como sabréis por las novelas de George R. R. Martin y la serie Juego de Tronos, la Boda Roja es uno de los episodios más traumáticos de la historia. Martin lo escribió inspirándose en varios hechos históricos, uno de ellos fue el "Baño de Sangre de Estocolmo" de 1520.
Ese año, el rey Cristián II de Dinamarca conquistó Suecia y, para celebrarlo, organizó una gran coronación en el casco antiguo de Estocolmo. Tres días de fiesta, banquetes, vino caliente, diplomacia y buen rollo oficial. Hasta que, al tercer día, Cristián ordenó cerrar todas las puertas de la ciudad vieja.
Entonces empezó la matanza.
Entre ochenta y noventa personas —nobles, clérigos y ciudadanos influyentes de Estocolmo— fueron ejecutadas. Muchos fueron decapitados y sus cabezas expuestas en picas aquí mismo, en la plaza, durante semanas.
En este lugar tan bonito, tan instagrameable, con chocolates calientes y guirnaldas, a principios del siglo XVI se montó una escabechina monumental.
(Sí, ya sé que en el video digo 1580, es que me bailan las fechas más que Gene Kelly en El Pirata)
Hoy, Stortorget tiene otra cara.
Además del mercado de Navidad, uno de los edificios que dan a la plaza alberga la Academia Sueca, la institución que concede cada año el Premio Nobel de Literatura: el lugar soñado de Murakami, para entendernos.
Y, claro, aquí se levantan también las famosas Casa Roja y Casa Verde, dos fachadas del siglo XVII que, además de fotogénicas, son bastante tramposas.
La casa verde, por ejemplo: esas líneas blancas alrededor de las ventanas parecen molduras de piedra, pero en realidad son pintura. Querían simular nobleza, apariencia de sillería cara, pero no había presupuesto, así que resolvieron el asunto con pigmento.
En el fondo eran casas normales, con bodega abajo y almacén arriba. De hecho, la famosa ventana redonda superior no es un capricho barroco, es simplemente una forma eficaz de iluminar ese almacén.
El Sexto Panteón del cementerio bonaerense de la Chacarita es, sencillamente, uno de los lugares más bellos y más estremecedores del mundo.
Un espacio casi desconocido que esconde un viaje de luz, emoción y la historia de una mujer.
Os la cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
A mediados del siglo XX, cuando Buenos Aires miraba a la modernidad como una hacia el futuro, una arquitecta recibió un encargo que, para cualquiera de su generación, ya habría sido enorme, pero que para una mujer en los años 50 era casi un desafío a la gravedad social.
Se llamaba Ítala Fulvia Villa y entraba en las reuniones de las oficinas municipales —llenas de ingenieros varones— con un cuaderno, algunos planos y esa paciencia feroz que sólo pueden tener las personas que saben que su talento será discutido antes incluso de ser visto.
El edificio Kavanagh, en Buenos Aires, fue el primer rascacielos de Sudamérica.
Parece neoyorquino, pero tiene algo que los rascacielos de Nueva York no tienen: una leyenda. Porque el Kavanagh se construyó por un despecho amoroso.
Esta es la historia:
🧵⤵️
A principios de los años treinta, Corina Kavanagh, una rica heredera, compró una parcela frente al Parque de San Martín, junto a Puerto Madero, y mandó construir un rascacielos.
Inaugurado en 1936 con proyecto de Sánchez, Lagos y de la Torre, el Kavanagh, con su estilo Art Decó, recuerda ciertamente a los rascacielos de Nueva York, como el Chrysler o el Empire State.
Aunque este “solo” llega a 120 metros y 31 plantas.