Houtouwan se fundó hace ya tres siglos, y hasta principios de los 90, era un pueblo como otros tantos en el archipiélago de Shengsi, al este de Shanghái.
Aquí se ve lo cerca que estaba (y está) de la gran ciudad.
Era una agrupación más o menos desordenada de casas sobre las colinas y las laderas que descendían hacia el Mar. Y como esos otros tantos pueblos, basaba su funcionamiento en una economía pesquera de baja intensidad; lo suficiente para 2000 personas.
Algo parecido a esto.
Pero, ¿cómo es posible que hubiese un pueblito tan pequeño y autoabastecido frente a una megalópolis como Shanghái?
Pues porque, en 1990, Shanghái no era esa urbe de rascacielos resplandecientes.
Era eso.
Para entender qué pasó con Houtouwan (y también qué pasó con Shanghái), hay que entender qué pasó con toda China.
Y para eso, hay que viajar un poco antes de 1990. Exactamente a 1978, cuando Deng Xiaoping ascendió al cargo de líder supremo del Partido Comunista Chino.
Deng Xiaoping ascendió al cargo dos años antes de la muerte de Mao, y lo que se encontró fue un país gigantesco pero aún eminentemente rural.
A sus ojos y los de su gabinete, el colosal potencial humano de la nación estaba siendo impúdicamente desperdiciado.
Así que su principal objetivo —y su legado— fue conducir al país a la vanguardia del poderío económico mundial.
Nacía lo que llamaron "economía socialista de mercado", una versión autóctona del capitalismo sin llamarlo capitalismo.
Sin caer en hagiografías de ningún tipo, porque las cosas fueron bastante ásperas, lo cierto es que Deng lo logró.
Cuando dejó el poder en 1989, las ciudades chinas comenzaban un proceso de crecimiento que se volvería imparable.
Para comprender el ecosistema socioeconómico, digamos que, en 1990, Shanghái, aunque parecía rural, ya era una ciudad de 5 millones, pero es que en 2019 era una megalópolis que superaba los 29 millones.
En esta acojonante foto se ve el cambio en solo 20 años: del 90 al 2010.
Y aquí el impresionante cambio en formato GIF.
Pero claro, esas megalópolis no creceron estrictamente de la nada; eran alimentadas por millones de personas que abandonaban el medio rural.
Los movimientos migratorios internos eran cada vez más acusados y, a partir de los años 90, se volvieron espectacularmente agresivos.
Fue precisamente a principios de esos años 90, y como consecuencia de esas migración rural, cuando Houtuwan se abandonó.
El problema de Houtuwan que, en realidad, era el problema de todo Shengsi, era que no se trata de un archipiélago más o menos convencional.
Shengsi está formado por más de cuatrocientas islas, la mayoría de las cuales apenas ocupan unos pocos kilómetros cuadrados de superficie.
En tales condiciones de aislamiento, Houtuwan solo podía sobrevivir en autoabastecimiento.
Y cuando el rumbo del país viró hacia una economía de producción masiva, ese aislamiento se volvió insostenible y los habitantes del pueblo sencillamente lo abandonaron.
De golpe.
Las habitaciones vacías.
Los salones, desiertos.
Las ventanas huecas mirando a una realidad que poco a poco se extendía como un virus.
Una máscara de la muerte verde.
Porque sí, todo muere. Morir forma parte inherente de la existencia.
Siendo perfectamente realistas, la muerte es la parte más importante del hecho de vivir porque, si fuésemos inmortales, nada de lo que hacemos tendría sentido.
La perspectiva del tiempo infinito provocaría un oleaje psicológico insostenible para cualquier mente humana.
No habría ilusión, no habría recompensa y, por tanto, al final ni siquiera habría viaje. Que se lo pregunten a Gilgamesh.
Y no solo mueren los seres vivos. También los inertes: las autopistas se resquebrajan, las autopistas colapsan y los edificios a menudo son derribados.
Y las ciudades se abandonan.
La mayor parte de las muertes de la arquitectura son acontecimientos lentísimos, pero algunas brillan como estrellas del rock.
Muertes luminosas.
Que es exactamente lo que pasó con Houtouwan.
Como si alguien hubiese malinterpretado a Edgar Allan Poe, a lo largo de los años ese conjunto de casas que se desperdigaba por la ladera ha ido siendo ingerido por la vegetación, transformando todo —viviendas, calles y colinas— en un manto uniforme de vegetación esmeralda.
Un paisaje fantasmagórico de niebla y civilización consumida por la naturaleza que parece anticipar el apocalipsis estético de un mundo siglos en el futuro aunque, en realidad, han pasado poco más de 30 años desde que la hierba comenzó a crecer sin control.
Y sin embargo, este espectáculo paisajístico imposible ha disparado la popularidad del pueblo.
A día de hoy, es un reclamo turístico de primer orden que recibe más de 400 visitantes diarios.
La gente va. Y se hace fotos. Y las fotos aparecen en cientos de reportajes.
Y así, en un fenomenal giro de guion post mortem, resulta que en apenas una semana de existencia muerta, ya han paseado por Houtuwan más personas que las que llegaron a habitarlo en el apogeo de su vida.
Y, al final, Houtouwan ya no es a un pueblo pesquero, sino a la máscara de un pueblo pesquero. Un pueblo potemkin, pero no, pero sí.
Que es de mentira pero en realidad es de verdad pero lo que nos gusta es la mentira.
Porque lo que nos gusta de Houtouwan no es lo que había antes —un pueblo aburridamente convencional— sino esa fachada que lo ha envuelto todo y lo ha absorbido todo.
Ese manto tan extraña que, siendo producto de la propia naturaleza, nos parece artificial.
Como Disneylandia.
Y con estas tres imágenes que resumen muy bien el hilo de hoy, vamos a despedirnos de Houtouwan, de Disneylandia, de Shanghái, de Deng Xiaoping y de Roma y de #LaBrasaTorrijos de esta semana.
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Johannes Eisele/AFP, Damir Sagolj/Reuters, Shutterstock, Yunnan Adventure Travel, LucasB92 y Google.
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(Fin del HILO 🇨🇳 🌱☘️🍀 🏠🌱☘️🌳 )
(Y hablando de Disneylandia, en el episodio del próximo jueves vamos a viajar al lugar más feliz de la Tierra)
UN PAR DE CODAS, HERMOSOS!
1. Desde que se redescubrió hace poco, la historia de Houtouwan se ha contado muchas veces. A veces en forma de fotorreportaje, como este de The Atlantic, de donde he sacado algunas de las preciosas fotos de Johannes Eisele.
2. El lugar abandonado como reclamo turístico es un fenómeno muy estudiado. Aunque no tiene un nombre oficial, a varias personas nos gusta llamarlo "efecto cáscara vacía", que es un término bastante autoexplicativo.
El caso de Houtouwan es un poco más sofisticado porque no es sólo la cáscara vacía, es la disneyficación natural de esa cáscara vacía.
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El Cementerio de los Ingleses es un pequeño recinto tapiado frente a los acantilados de Camariñas, en A Coruña.
Pero ¿y si allí estuviese enterrado Jack el Destripador? (Y no, no es descabellado).
Esta es una historia de naufragios y patrimonio, en #LaBrasaTorrijos
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Plymouth, 8 de noviembre de 1890. Un hombre sube al "HMS Serpent" como quien acepta una sentencia cuyo contenido desconoce pero cuyo peso reconoce al instante.
@DACTurismo El nombre que dio —Arthur, James, William, el que fuese— quedó casi disuelto en la humedad del muelle porque lo pronunció demasiado bajo, evitando el cruce de miradas con el oficial que anotaba en un registro ya curvado por la lluvia.
Lo de que las estaciones del metro de Estocolmo son preciosas es algo digno de comprobarse in situ.
Pero también esconden una historia. Una historia de amor por los servicios públicos, por las infraestructuras públicas, por la gente que las construye y por la gente que las usa cada día:
La historia empieza, como empiezan casi todas las historias buenas de ciudades nórdicas, en la roca. Ni en el hormigón ni en el hormigón revestido de hormigón —que es la tentación internacional—, sino en la roca viva, la roca madre, el granito glacial que hace de Estocolmo una ciudad con vértebras de hielo fósil.
Cuando a mediados del siglo XX decidieron construir su red de metro, optaron por la solución más directa, casi geológica: excavar, dinamitar, abrir la montaña e insertar trenes. Y en algún momento de esa operación de ingeniería a mano armada surgió una pregunta casi infantil, tan evidente y, a la vez, tan peculiar que era muy raro que alguien se la preguntase: ¿y si dejamos la roca vista?
La respuesta tiene que ver con estética, sí, pero también con política y con época. Tras la Segunda Guerra Mundial, Suecia —como buena parte del norte de Europa— estaba articulando un nuevo pacto social: bienestar público, accesibilidad, democracia cotidiana.
Uno de los engranajes de ese pacto era la convicción tranquila, pero tenaz, de que el arte no debía ser un lujo sino un derecho. Así que, si el metro iba a convertirse en el gran espacio público donde cientos de miles de personas bajarían cada día, ¿por qué no convertirlo también en un lugar donde el arte descendiese con ellas? Un soporte para democratizar la belleza, para hacer país desde el subsuelo.
Esa respuesta convirtió al metro de Estocolmo en la frase con la que lo definen: la galería de arte más larga del mundo. Algo que va más allá del eslogan turístico; es una decisión conceptual. Si vas a perforar la ciudad, abraza sus entrañas. Si vas a mover a tanta gente bajo la tierra, ofréceles algo más que azulejos blancos y tubos fluorescentes.
Haz país. Haz estética. Haz política blanda —que es la mejor política—.
La línea azul es el ejemplo más evidente. Basta bajar desde T-Centralen para entenderlo: la bóveda, pintada de azul profundo, conserva la piel rugosa de la roca. Tiene algo de caverna prehistórica, pero intervenida con brochazos gigantes. Parece la obra de un pintor expresionista que hubiera vivido aquí encerrado con un cubo de acrílico y demasiadas horas de invierno.
Además, en esa bóveda aparecen siluetas de obreros: un homenaje directo a los trabajadores que construyeron la red hace 75 años y que la mantienen cada día.
Tres cuartos de siglo de ciudad subterránea.
Sigue uno bajando por la línea y llegas a Solna Centrum, la estación más fotografiada de Suecia (y probablemente una de las más fotografiadas del mundo). Un túnel rojo, intensamente rojo, un rojo que no te abraza sino que te engulle.
Parece una bajada al infierno, sí, pero es un infierno con una intención: el mural, pintado en 1975, denuncia la deforestación sueca. El rojo del cielo frente al verde de los bosques como un aviso urgente en un país que hoy presume de sostenibilidad, pero que lleva décadas pensando en estas cosas.
Estando allí me pregunté si hoy ese mural se lee de otra manera. Si ya no habla solo de árboles sino del planeta entero.
Estoy en Estocolmo, moviendo las manos porque hace tres grados bajo cero, y esto que tengo detrás es el ayuntamiento, el Stadshuset.
Visto así, con su ladrillo rojo, su torre alta y esta logia abierta al agua, parece un edificio medieval, casi un híbrido entre castillo nórdico y palacio veneciano. Podría colar como gótico italiano, o como algo que te encontrarías entrando en la plaza de San Marcos por la puerta equivocada.
Pero la gracia es precisamente que no es medieval en absoluto.
Es un edificio del siglo XX: se construye entre 1911 y 1923, lo diseña el arquitecto Ragnar Östberg y es uno de los grandes ejemplos del Romanticismo Nacional sueco, una arquitectura que mezcla referencias históricas con una idea muy moderna de lo que debe ser un edificio público.
Por eso está aquí, pegado al agua. Si esto fuera de verdad un ayuntamiento medieval, lo lógico es que estuviese bien adentro del casco antiguo, protegido por murallas, alejado de cualquier ataque por mar. Pero, en los años veinte, Suecia ya no está pensando en cañones y asedios: está pensando en democracia, administración y ciudad abierta.
El Stadshuset se coloca en la punta de Kungsholmen, justo donde el lago Mälaren se abre hacia el archipiélago que conecta con el Báltico. Es un gesto urbano clarísimo: el poder municipal se asoma al agua porque el agua es lo que organiza Estocolmo.
El patio donde estoy tiene ese aire muy veneciano: arcos de medio punto abajo y esa sensación de plaza porticada que se abre directamente al embarcadero. Te giras y podrías estar esperando que aparezca una góndola, pero lo que llega son ferris y hielo.
La torre, además, está claramente emparentada con el campanile de San Marcos, solo que coronada por las Tres Coronas doradas de Suecia, para que no haya dudas de quién firma el skyline.
Y luego está la obsesión material. El ayuntamiento está construido con unos ocho millones de ladrillos rojos, de los cuales cerca de un millón se hicieron a mano, precisamente para conseguir esta textura vibrante, nada uniforme, que ves en fachada: el típico ladrillo de monasterio nórdico, colocado alternando testas y tizones para que el muro nunca sea del todo plano ni del todo predecible.
Ragnar Östberg era bastante maniático con la textura: quería que el edificio, visto de cerca, tuviera una piel casi viva, con pequeñas variaciones en cada pieza.
Estoy en Stortorget, la plaza central de Gamla Stan, el casco medieval de Estocolmo.
Hoy hay mercadillo navideño, con luces y turistas, pero bajo toda esta postal hubo, hace siglos, bastante menos encanto.
En esta plaza tuvo lugar la Boda Roja original:
Como sabréis por las novelas de George R. R. Martin y la serie Juego de Tronos, la Boda Roja es uno de los episodios más traumáticos de la historia. Martin lo escribió inspirándose en varios hechos históricos, uno de ellos fue el "Baño de Sangre de Estocolmo" de 1520.
Ese año, el rey Cristián II de Dinamarca conquistó Suecia y, para celebrarlo, organizó una gran coronación en el casco antiguo de Estocolmo. Tres días de fiesta, banquetes, vino caliente, diplomacia y buen rollo oficial. Hasta que, al tercer día, Cristián ordenó cerrar todas las puertas de la ciudad vieja.
Entonces empezó la matanza.
Entre ochenta y noventa personas —nobles, clérigos y ciudadanos influyentes de Estocolmo— fueron ejecutadas. Muchos fueron decapitados y sus cabezas expuestas en picas aquí mismo, en la plaza, durante semanas.
En este lugar tan bonito, tan instagrameable, con chocolates calientes y guirnaldas, a principios del siglo XVI se montó una escabechina monumental.
(Sí, ya sé que en el video digo 1580, es que me bailan las fechas más que Gene Kelly en El Pirata)
Hoy, Stortorget tiene otra cara.
Además del mercado de Navidad, uno de los edificios que dan a la plaza alberga la Academia Sueca, la institución que concede cada año el Premio Nobel de Literatura: el lugar soñado de Murakami, para entendernos.
Y, claro, aquí se levantan también las famosas Casa Roja y Casa Verde, dos fachadas del siglo XVII que, además de fotogénicas, son bastante tramposas.
La casa verde, por ejemplo: esas líneas blancas alrededor de las ventanas parecen molduras de piedra, pero en realidad son pintura. Querían simular nobleza, apariencia de sillería cara, pero no había presupuesto, así que resolvieron el asunto con pigmento.
En el fondo eran casas normales, con bodega abajo y almacén arriba. De hecho, la famosa ventana redonda superior no es un capricho barroco, es simplemente una forma eficaz de iluminar ese almacén.
El Sexto Panteón del cementerio bonaerense de la Chacarita es, sencillamente, uno de los lugares más bellos y más estremecedores del mundo.
Un espacio casi desconocido que esconde un viaje de luz, emoción y la historia de una mujer.
Os la cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
A mediados del siglo XX, cuando Buenos Aires miraba a la modernidad como una hacia el futuro, una arquitecta recibió un encargo que, para cualquiera de su generación, ya habría sido enorme, pero que para una mujer en los años 50 era casi un desafío a la gravedad social.
Se llamaba Ítala Fulvia Villa y entraba en las reuniones de las oficinas municipales —llenas de ingenieros varones— con un cuaderno, algunos planos y esa paciencia feroz que sólo pueden tener las personas que saben que su talento será discutido antes incluso de ser visto.
El edificio Kavanagh, en Buenos Aires, fue el primer rascacielos de Sudamérica.
Parece neoyorquino, pero tiene algo que los rascacielos de Nueva York no tienen: una leyenda. Porque el Kavanagh se construyó por un despecho amoroso.
Esta es la historia:
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A principios de los años treinta, Corina Kavanagh, una rica heredera, compró una parcela frente al Parque de San Martín, junto a Puerto Madero, y mandó construir un rascacielos.
Inaugurado en 1936 con proyecto de Sánchez, Lagos y de la Torre, el Kavanagh, con su estilo Art Decó, recuerda ciertamente a los rascacielos de Nueva York, como el Chrysler o el Empire State.
Aunque este “solo” llega a 120 metros y 31 plantas.