Esta es una historia que comienza con frío, un frenazo y un grito...
New York, Invierno de 1960
Hace frío, la gente al respirar crea fantasmas con su aliento.
Pocos pasean y las calles parecen vivir de los coches.
Llama la atención una pareja con un carrito.
Exploradores bajo el abrigo de la felicidad.
Su bebé.
Cruzan la calle.
Sonríen.
Escuchan el frenazo.
Después, el crujido.
Se llena la calle de fantasmas en el aire que son la huella que dejan sus gritos.
Todo es borroso salvo el sonido de la ambulancia.
Manos temblando se llevan al niño.
En el hospital también hace frío.
Los padres esperan.
Sala de espera vacía.
Azulejos en la pared.
Pegados y blancos.
Una fina línea entre ellos.
Como marfil roto.
Les hace pensar en fracturas y en el cráneo de su hijo.
El neurocirujano explica lo visto y lo hecho.
No morirá.
Los huesos soldarán.
Pero no morir y soldar son puntos suspensivos.
Poco se puede decir de lo que ocurrirá.
Hay que esperar.
Y esperar, esta vez, es pedir favores al destino.
El niño mejora.
Solo permanece un problema.
Es poco en mucho.
El líquido que envuelve su cerebro fluye con dificultad.
Se acumula.
Comprime el sistema nervioso central.
Es necesario utilizar una válvula que drene el fluido.
Hidrocefalia.
Sílabas que forman una palabra que se hace grande y se hincha.
Que les oprime y atrapa.
Cuando vuelven a casa los padres deciden regresar completamente.
Inglaterra.
Londres.
Humedad, verde y té.
En la mudanza el padre guarda con cuidado los libros de la estantería.
Acaricia el nombre del autor en algunos.
Su nombre.
Roald Dahl.
Invierno de 1961
En Great Missenden, cerca de Londres, llueve.
Y en una casa bajo esa lluvia se escucha un llanto.
Alguien corre, ruido de escaleras y un niño en brazos.
La puerta se abre y no se cierra.
Sin paraguas.
La lluvia no empapa, hay que llegar rápido al hospital.
Los Dahl miran a su bebé despertar de una nueva cirugía.
Han perdido la cuenta.
Malditas matemáticas porque en ellas su hijo es la suma y también la resta.
La válvula se ha vuelto a obstruir.
El cerebro se ahogaba.
El niño sonríe.
Ellos echan de menos su paraguas.
Después un médico londinense les explica en su despacho que no hay una opción mejor.
Obstrucción.
Cirugía.
Esperar.
Obstrucción.
Solo el crecimiento cambiará esa secuencia.
Los padres se marchan y el doctor mira su tarjeta de identificación.
Después la tira sobre la mesa.
Dr. Kenneth Till
Neurocirujano del Great Ormond Street Hospital de Londrés.
Primavera 1961
El señor Dahl observa cómo vuela su avión de juguete.
A su lado otro piloto en tierra, un amigo.
Los dos giran y elevan en el aire sus pequeños pájaros metálicos.
Ven como se alejan y regresan en picado.
Sonríen y olvidan, piruetas de amnesia.
Al terminar la mañana se sientan en la hierba.
El sol les hace un hueco mientras toman cerveza.
Dahl mira a su colega, este arregla su nave con cuidado.
Toma un diminuto tubo de goma.
Acciona una válvula.
La gasolina fluye.
Dahl tiene una idea.
El señor Stanley Wade, juguetero, no entiende al escritor.
Le escucha perplejo.
Tubos pequeños.
Obstruidos.
Como los de su avión.
Pero en lugar de alimentar un motor le planteaba liberar algo más vivo.
Liberar un cerebro.
El de su hijo.
Más tarde, en el hospital, el neurocirujano, el escritor y el ingeniero observan unos planos.
El escritor, nervioso, mueve las manos.
El juguetero, más tranquilo, explica cómo funcionaría el sistema.
El neurocirujano, perdido, decide sujetarse a la mesa.
Entre los tres diseñan una válvula para el líquido cefalorraquídeo.
Un artilugio que no solo drenará el fluido, también en caso de obstrucción se liberará sin cirugía.
Algo inerte y diminuto.
Perfecto para un niño.
Los tres hombres castigan sus párpados durante noches en vela.
Dibujan, unen y pegan.
Sufren.
Hasta alcanzar el diseño perfecto.
Gritan Eureka.
Y bautizan el artilugio rodeados de aviones de juguete que observan.
Crean la Válvula de Wade-Dahl-Till.
Verano 1962
El pequeño Theo observa a su padre desde el carrito.
Sonríe.
Lleva varios meses sin problemas.
Se toca la nariz y toma uno de sus juguetes.
Grita y golpea.
La válvula diseñada por su padre no ha estado nunca en su cabeza.
Crecer ha hecho desaparecer el problema.
Pero el señor Dahl, tras darle un beso a su hijo, sale de casa rápido.
Como si lloviera y hubiera que correr al hospital.
Pero hoy le baña el sol y no extrañará el paraguas.
En la puerta del hospital le espera el señor Wade.
Nervioso.
Los dos suben a neurocirugía.
Allí el doctor Till les acompaña a una habitación.
Un hombre y una mujer se levantan.
En la cuna descansa un niño.
Y en ese niño descansa su válvula.
Ha funcionado.
Se escuchan carcajadas, se dan las gracias y se crean y disfrutan abrazos.
En los años siguientes más de tres mil niños serán tratados con aquella idea.
Tres hombres y una idea para tres mil niños.
Otoño de 1962
Un escritor.
Un neurocirujano.
Un juguetero.
Vuelan tres aviones de juguete.
Los tres hombres disfrutan, felices, mientras un niño les observa y se toca la cabeza.
Después el crío comienza a correr y el aire se llena de piruetas...
El doctor Finlay espera un barco en la Habana.
Acuna su tesis mientras lee el libro que fue su semilla.
En él François Bally narra la catástrofe que sesenta años atrás asoló Barcelona.
Aquella que empezó con el chapoteo de un cuerpo tirado por la borda...
29 de junio de 1821
... el capitán del "Gran Turco" mira el cuerpo caer.
Son muchos los marineros muertos desde la Habana. Incontables los lanzados al agua.
Siente la fiebre y camina hacia su camarote.
Hombre grande, piel morena.
Cuando se tumba escucha un grito.
- ¡Barcelona!
30 de junio
El "Gran Turco" descansa en el puerto de la Barceloneta.
Imponente junto a los pesqueros.
Los marinos regresan a sus familias en tierra.
El capitán, amarillo y cansado, dormirá la fiebre en casa Paca.
Ha pedido a los calafateros que revisen y limpien el barco.
El 7 de abril de 1912, en Luisiana, un párroco y un chamán observaban un cuerpo dormido bajo la luna.
Se miraron y asintieron.
Después clavaron una estaca en su pecho.
El hombre abrió los ojos, pidiendo clemencia.
El párroco y el chamán no se detuvieron hasta romper su corazón.
En Nueva Orleans la primavera de 1912 fue pegajosa.
La gente sudaba sal.
Humanos con sed entre moscas.
Y así, envueltos por el calor que todo lo pudre, surgió la primera víctima.
Una mujer joven.
La encontraron tras la puerta de una habitación en una pensión sucia y mugrienta.
Buscaba un mejor futuro.
Encontró la muerte.
Desnuda y desmembrada.
Sin sangre en su cuerpo.
Tres hombres para cambiar la vida de 3000 niños.
Padre.
Médico.
Amigo.
Esta es un #HiloYTalRevisitado que comienza con frío, un frenazo y un grito...
New York, Invierno de 1960
Hace frío, la gente al respirar crea fantasmas con su aliento.
Pocos pasean y las calles parecen vivir de los coches.
Llama la atención una pareja con un carrito.
Exploradores bajo el abrigo de la felicidad.
Su bebé.
Cruzan la calle.
Sonríen.
El viernes 5 de noviembre de 1976 Geoffrey Platt manipulaba muestras de laboratorio procedentes de individuos africanos.
Estos habían sufrido una mortal enfermedad hemorrágica.
En un descuido se pinchó.
Se quedó quieto.
Sabía que algo terrible le acababa de ocurrir.
Su mente dio un salto en el tiempo.
Él, inmóvil, y todo vibrando alrededor.
Retrocedió apenas 10 años, momento en el que se había iniciado una cuenta atrás inexorable y, por supuesto, absolutamente imperceptible para la mayoría de la población.
En 1967, fallecieron 7 personas producto de una rara enfermedad.
Se aisló el ARN de un virus desconocido. Unos monos procedentes de Uganda fueron el origen del brote.
Los casos ocurrieron mayoritariamente en Marburg, Alemania.
Se describe así la enfermedad de Marburg.