Cuando pensamos en estafas relacionadas con el mundo de la arquitectura y la construcción siempre se nos ocurren cosas...ejem, grandes: el hotel Algarrobico, Los Ángeles de San Rafael, Santiago Calatr*LE LLAMA SU ABOGADO.
Por eso, esta historia es TAN especial.
Que, a ver, Wichita Falls, en Texas, no es una ciudad pequeña; viven más de 100.000 personas.
Pero si miramos su trazado urbano, lo cierto es que es una cosa bastante destartalada. Unas cuantas casas y cuatro edificios de 8-10 plantas.
Pero si hacemos zoom hacia su downtown (sí, a eso lo llaman downtown)...
...pues sigue siendo un poco cutre, la verdad.
Aunque hay un edificio al fondo que...vamos a hacer más zoom.
Pues no. A pie de calle la ciudad sigue siendo la típica ciudad de urbanismo disgregado propio del interior de los Estados Unidos de América.
Lo que pasa es que nuestra historia no se desarrolla hoy en día, sino a principios del siglo XX.
Y a principios del siglo XX, Wichita Falls era...
...pues incluso más destartalada, la verdad. Cuatro casas, pero literal.
Pero ah, amigos, los Estados Unidos de principios del XX eran la tierra de las oportunidades, y resulta que, en 1912, aparecieron unos cuantos yacimientos de petróleo en los alrededores. Y eso significaba mucha pasta.
Tanta pasta que, en apenas unos años, Wichita Falls pasó de tener unos 1500 habitantes a más de 20.000.
Se había convertido en una urbe sudorosa cuyos vecinos, de repente, disponían de mucho dinero fresco.
Y, claro, era la tierra de las oportunidades para TODO EL MUNDO. No solo para quienes llegaban buscando el oro negro; también para quienes llegaron buscando el dinero que habían ganado quienes encontraron dicho oro negro.
Ya me entendéis.
El caso es que, a principios de 1919, llegó a Wichita Falls un tipo de Philadelphia llamado J.D. McMahon, quien se presentó a la gente de allí como negociador petrolífero, ingeniero estructural y constructor, aunque muy probablemente se pareciese más a este tipo de la foto.
La gente Wichita Falls tenía mucha pasta y realmente no sabía muy bien qué hacer con ella, así que McMahon les dijo a unos cuantos propietarios de empresas que cómo es que sus oficinas estaban en unos edificios tan cutres, hombre, eso hay que arreglarlo, vosotros os merecéis más.
No podéis seguir en estos edificiuchos enanos de ladrillo. Os merecéis una sede como los mandamases de Nueva York y Chicago, tíos.
Vosotros os merecéis *tatachán* un rascacielos.
Y les propuso construir un rascacielos anexo al edificio Newby, una pequeña construcción de una planta donde, por cierto, el propio McMahon estaba de alquiler.
Este edificio tan, ejem, poco significativo.
Yo soy ingeniero estructural y constructor y os voy a hacer un rascacielos de 480 de alto con todas las comodidades: ascensor, oficinas de alto standing, fachada representativa. Tope de gama.
Pero necesito que me deis vuestro dinero para construirlo, que esto es caro, amigos.
Los tipos de allí le dijeron: "Hombre, tendrás que enseñarnos unos planos, no?"
A lo que McMahon les dibujó unos planos parecidos a estos y les dijo venga, que me los quitan de las manos, señora.
No tengo claro que unos semipaletos de Texas, adinerados de la noche a la mañana, supieran leer planos pero, sea como fuere, en un par de semanas, McMahon recaudó 200.000 dólares de parte de seis empresas que querían instalar su sede en el futuro rascacielos Newby-McMahon.
(Ojo, que con el ajuste de la inflación, 200.000 dólares de 1919 son más de 3 millones de dólares de hoy).
McMahon cumplió lo prometido, se trajo a su propia constructora y en junio de 1919, el edificio Newby-McMahon estaba ya a medio construir.
Lo cual era perfectamente plausible porque eso no era un rascacielos ni de coña.
Oiga, señor McMahon, que esto que está usted construyendo aquí no es un rascacielos ni de coña, que por mucho que lo miremos así desde abajo hacia arriba, esto solo tiene cuatro plantas.
¿Qué es esto? ¿Un rascacielos para hormigas?
(*bonus points para mí por la referencia a esa obra maestra del cine que es Zoolander).
—Usted nos prometió un rascacielos de 480 pies de alto y esto es enanísimo. Explíquese, caballerete.
—No, no, señores. Yo les prometí un rascacielos de "480 de alto", en ningún momento les dije que fuesen pies.
—Es más, yo les enseñé estos planos y ustedes los firmaron sin poner ni un pero.
Y aquí lo dice bien clarito.
En realidad, lo que ponía dentro del círculo rojo era bastante pequeño, pero se entendía perfectamente: 480''. O sea, 480 pulgadas.
O sea, 12 metros de altura.
O sea, un edificio de cuatro preciosas plantas como cuatro preciosos soles de Texas.
*Pausa valorativa para imaginar la cara de los pobres mendas cuando miraron detenidamente el plano y comprobaron que ahí no ponía 480' (pies) sino 480'' (pulgadas)*
Por supuesto, las seis compañías llevaron a juicio a McMahon, pero el juez dijo que miren, ahí pone que el edificio iba a tener 480 pulgadas y 480 pulgadas tiene. Caso sobreseído.
La altura no era el único problema, porque TODAS LAS MEDIDAS ESTABAN EN PULGADAS, así que los 1.300 m2 de superficie en planta se convirtieron en una crujía de 3 metros por un fondo de 4.
12 metrazos cuadrados de planta, chachos.
Teniendo en cuenta que la planta baja era el acceso, la sede de cada compañía ocuparía un total de 6 metros cuadrados.
Literalmente les cabían cuatro sillas sin mesas de reuniones ni despachos ni baños ni nada.
Por no caber, no cabía ni el ascensor que les habían prometido. La compañía de ascensores dijo que ahí no cabía el cacharro y que qué hacían con los 3.000 dólares que costaba la instalación.
En realidad, lo del ascensor fue un alivio para los estafados porque, como McMahon había salido por patas de Wichita Falls y de Texas y no había dónde encontrarle, los instaladores les devolvieron la pasta a las seis compañías inversoras.
No fue tanto alivio para quienes quisieran visitar el edificio porque no se había construido ninguna escalera y, hasta el año 2000, si querías ir a los pisos superiores, había que trepar por la fachada trasera del edificio, POR UNA ESCALERA DE BARCO.
En serio.
Al final, el edificio Newby-McMahon costó 15.000 dólares, los promotores recuperaron 3.000 del ascensor y los restantes 182.000 (unos 2 millones y medio) se los llevó McMahon calentitos.
Y allí quedó, ejem, desafiante, el rascacielos más pequeño del mundo.
De hecho, el nombre de "El Rascacielos más Pequeño del Mundo" es su nombre oficial porque, en 1920, Robert Ripley lo bautizó con ese nombre en su famosa columna "Believe it or not", y con ese nombre se quedó.
Durante muchos años, el rascacielos de McMahon significó una afrenta para Wichita Falls, cuyas autoridades los llamaban algo así como "El pulgar de la verguenza", un poco por su pinta junto al antiguo edificio Newby.
De hecho, el armatoste de ladrillo estuvo abandonado y vandalizado durante 80 años, hasta que, en 1999, Marvin Groves, dueño de una empresa local de instalaciones eléctricas, compró el edificio fascinado con su historia.
Por cierto, el edificio le costó a Groves apenas 4.000 dólares (unos 300 dólares de 1920). Pero Groves le tenía verdadero cariño, así que lo restauró, le cambió todas las instalaciones y, sí, colocó una escalera interior.
En estos cien años de historia, el edificio Newb-McMahon ha resistido inundaciones, impactos de rayos y varios tornados, algunos de los cuales con vientos de más de 160 km/h.
Hoy es básicamente un museo de sí mismo. O, bueno, de su delirante historia.
Porque, aunque como arquitectura no tenga valor, su historia es historia de Texas y, en realidad, historia de los Estados Unidos.
Hasta el punto de que está incluido en el Registro Nacional de Lugares Históricos, una de las figuras de protección patrimonial más altas del país.
A fecha de hoy, restaurado y protegido, El Rascacielos más Pequeño del Mundo sigue ahí, en el 701 de La Salle st., en el destartalado downtown de la destartalada Wichita Falls, Texas, para recordarnos la importancia de las unidades y que SIEMPRE HAY QUE MIRAR LA LETRA PEQUEÑA.
Y con estas tres imágenes que resumen muy bien el hilo de hoy, vamos a irnos despidiendo de Wichita Falls, del petróleo, de J.D. McMahon, de las pulgadas y de #LaBrasaTorrijos de esta semana.
Si os ha gustado, hacedme RT al hilo, FAVs, follows o compradme un escalímetro, pero que vengan todas las unidades de medida, que nos conocemos!
Joseph, smichaelwilson, Dan, Nicolas Henderson, NotoriusFig, Michael Barrera, Discover Wichita Falls, Google, bcarrusella, Epopan, Solomon Chaim, BYSP Architects y PhotoLanda.
#LaBrasaTorrijos se escribe en directo todos los jueves desde el soleado barrio de Villaverde.
(Fin del HILO 🇺🇸 🛢️🏗️🤑🥴)
(Y en el episodio de la próxima semana vamos a conocer la historia de un pueblo donde "no había nada que ver". Hasta que lo hubo).
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El Cementerio de los Ingleses es un pequeño recinto tapiado frente a los acantilados de Camariñas, en A Coruña.
Pero ¿y si allí estuviese enterrado Jack el Destripador? (Y no, no es descabellado).
Esta es una historia de naufragios y patrimonio, en #LaBrasaTorrijos
🧵⤵️
Plymouth, 8 de noviembre de 1890. Un hombre sube al "HMS Serpent" como quien acepta una sentencia cuyo contenido desconoce pero cuyo peso reconoce al instante.
@DACTurismo El nombre que dio —Arthur, James, William, el que fuese— quedó casi disuelto en la humedad del muelle porque lo pronunció demasiado bajo, evitando el cruce de miradas con el oficial que anotaba en un registro ya curvado por la lluvia.
Lo de que las estaciones del metro de Estocolmo son preciosas es algo digno de comprobarse in situ.
Pero también esconden una historia. Una historia de amor por los servicios públicos, por las infraestructuras públicas, por la gente que las construye y por la gente que las usa cada día:
La historia empieza, como empiezan casi todas las historias buenas de ciudades nórdicas, en la roca. Ni en el hormigón ni en el hormigón revestido de hormigón —que es la tentación internacional—, sino en la roca viva, la roca madre, el granito glacial que hace de Estocolmo una ciudad con vértebras de hielo fósil.
Cuando a mediados del siglo XX decidieron construir su red de metro, optaron por la solución más directa, casi geológica: excavar, dinamitar, abrir la montaña e insertar trenes. Y en algún momento de esa operación de ingeniería a mano armada surgió una pregunta casi infantil, tan evidente y, a la vez, tan peculiar que era muy raro que alguien se la preguntase: ¿y si dejamos la roca vista?
La respuesta tiene que ver con estética, sí, pero también con política y con época. Tras la Segunda Guerra Mundial, Suecia —como buena parte del norte de Europa— estaba articulando un nuevo pacto social: bienestar público, accesibilidad, democracia cotidiana.
Uno de los engranajes de ese pacto era la convicción tranquila, pero tenaz, de que el arte no debía ser un lujo sino un derecho. Así que, si el metro iba a convertirse en el gran espacio público donde cientos de miles de personas bajarían cada día, ¿por qué no convertirlo también en un lugar donde el arte descendiese con ellas? Un soporte para democratizar la belleza, para hacer país desde el subsuelo.
Esa respuesta convirtió al metro de Estocolmo en la frase con la que lo definen: la galería de arte más larga del mundo. Algo que va más allá del eslogan turístico; es una decisión conceptual. Si vas a perforar la ciudad, abraza sus entrañas. Si vas a mover a tanta gente bajo la tierra, ofréceles algo más que azulejos blancos y tubos fluorescentes.
Haz país. Haz estética. Haz política blanda —que es la mejor política—.
La línea azul es el ejemplo más evidente. Basta bajar desde T-Centralen para entenderlo: la bóveda, pintada de azul profundo, conserva la piel rugosa de la roca. Tiene algo de caverna prehistórica, pero intervenida con brochazos gigantes. Parece la obra de un pintor expresionista que hubiera vivido aquí encerrado con un cubo de acrílico y demasiadas horas de invierno.
Además, en esa bóveda aparecen siluetas de obreros: un homenaje directo a los trabajadores que construyeron la red hace 75 años y que la mantienen cada día.
Tres cuartos de siglo de ciudad subterránea.
Sigue uno bajando por la línea y llegas a Solna Centrum, la estación más fotografiada de Suecia (y probablemente una de las más fotografiadas del mundo). Un túnel rojo, intensamente rojo, un rojo que no te abraza sino que te engulle.
Parece una bajada al infierno, sí, pero es un infierno con una intención: el mural, pintado en 1975, denuncia la deforestación sueca. El rojo del cielo frente al verde de los bosques como un aviso urgente en un país que hoy presume de sostenibilidad, pero que lleva décadas pensando en estas cosas.
Estando allí me pregunté si hoy ese mural se lee de otra manera. Si ya no habla solo de árboles sino del planeta entero.
Estoy en Estocolmo, moviendo las manos porque hace tres grados bajo cero, y esto que tengo detrás es el ayuntamiento, el Stadshuset.
Visto así, con su ladrillo rojo, su torre alta y esta logia abierta al agua, parece un edificio medieval, casi un híbrido entre castillo nórdico y palacio veneciano. Podría colar como gótico italiano, o como algo que te encontrarías entrando en la plaza de San Marcos por la puerta equivocada.
Pero la gracia es precisamente que no es medieval en absoluto.
Es un edificio del siglo XX: se construye entre 1911 y 1923, lo diseña el arquitecto Ragnar Östberg y es uno de los grandes ejemplos del Romanticismo Nacional sueco, una arquitectura que mezcla referencias históricas con una idea muy moderna de lo que debe ser un edificio público.
Por eso está aquí, pegado al agua. Si esto fuera de verdad un ayuntamiento medieval, lo lógico es que estuviese bien adentro del casco antiguo, protegido por murallas, alejado de cualquier ataque por mar. Pero, en los años veinte, Suecia ya no está pensando en cañones y asedios: está pensando en democracia, administración y ciudad abierta.
El Stadshuset se coloca en la punta de Kungsholmen, justo donde el lago Mälaren se abre hacia el archipiélago que conecta con el Báltico. Es un gesto urbano clarísimo: el poder municipal se asoma al agua porque el agua es lo que organiza Estocolmo.
El patio donde estoy tiene ese aire muy veneciano: arcos de medio punto abajo y esa sensación de plaza porticada que se abre directamente al embarcadero. Te giras y podrías estar esperando que aparezca una góndola, pero lo que llega son ferris y hielo.
La torre, además, está claramente emparentada con el campanile de San Marcos, solo que coronada por las Tres Coronas doradas de Suecia, para que no haya dudas de quién firma el skyline.
Y luego está la obsesión material. El ayuntamiento está construido con unos ocho millones de ladrillos rojos, de los cuales cerca de un millón se hicieron a mano, precisamente para conseguir esta textura vibrante, nada uniforme, que ves en fachada: el típico ladrillo de monasterio nórdico, colocado alternando testas y tizones para que el muro nunca sea del todo plano ni del todo predecible.
Ragnar Östberg era bastante maniático con la textura: quería que el edificio, visto de cerca, tuviera una piel casi viva, con pequeñas variaciones en cada pieza.
Estoy en Stortorget, la plaza central de Gamla Stan, el casco medieval de Estocolmo.
Hoy hay mercadillo navideño, con luces y turistas, pero bajo toda esta postal hubo, hace siglos, bastante menos encanto.
En esta plaza tuvo lugar la Boda Roja original:
Como sabréis por las novelas de George R. R. Martin y la serie Juego de Tronos, la Boda Roja es uno de los episodios más traumáticos de la historia. Martin lo escribió inspirándose en varios hechos históricos, uno de ellos fue el "Baño de Sangre de Estocolmo" de 1520.
Ese año, el rey Cristián II de Dinamarca conquistó Suecia y, para celebrarlo, organizó una gran coronación en el casco antiguo de Estocolmo. Tres días de fiesta, banquetes, vino caliente, diplomacia y buen rollo oficial. Hasta que, al tercer día, Cristián ordenó cerrar todas las puertas de la ciudad vieja.
Entonces empezó la matanza.
Entre ochenta y noventa personas —nobles, clérigos y ciudadanos influyentes de Estocolmo— fueron ejecutadas. Muchos fueron decapitados y sus cabezas expuestas en picas aquí mismo, en la plaza, durante semanas.
En este lugar tan bonito, tan instagrameable, con chocolates calientes y guirnaldas, a principios del siglo XVI se montó una escabechina monumental.
(Sí, ya sé que en el video digo 1580, es que me bailan las fechas más que Gene Kelly en El Pirata)
Hoy, Stortorget tiene otra cara.
Además del mercado de Navidad, uno de los edificios que dan a la plaza alberga la Academia Sueca, la institución que concede cada año el Premio Nobel de Literatura: el lugar soñado de Murakami, para entendernos.
Y, claro, aquí se levantan también las famosas Casa Roja y Casa Verde, dos fachadas del siglo XVII que, además de fotogénicas, son bastante tramposas.
La casa verde, por ejemplo: esas líneas blancas alrededor de las ventanas parecen molduras de piedra, pero en realidad son pintura. Querían simular nobleza, apariencia de sillería cara, pero no había presupuesto, así que resolvieron el asunto con pigmento.
En el fondo eran casas normales, con bodega abajo y almacén arriba. De hecho, la famosa ventana redonda superior no es un capricho barroco, es simplemente una forma eficaz de iluminar ese almacén.
El Sexto Panteón del cementerio bonaerense de la Chacarita es, sencillamente, uno de los lugares más bellos y más estremecedores del mundo.
Un espacio casi desconocido que esconde un viaje de luz, emoción y la historia de una mujer.
Os la cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
A mediados del siglo XX, cuando Buenos Aires miraba a la modernidad como una hacia el futuro, una arquitecta recibió un encargo que, para cualquiera de su generación, ya habría sido enorme, pero que para una mujer en los años 50 era casi un desafío a la gravedad social.
Se llamaba Ítala Fulvia Villa y entraba en las reuniones de las oficinas municipales —llenas de ingenieros varones— con un cuaderno, algunos planos y esa paciencia feroz que sólo pueden tener las personas que saben que su talento será discutido antes incluso de ser visto.
El edificio Kavanagh, en Buenos Aires, fue el primer rascacielos de Sudamérica.
Parece neoyorquino, pero tiene algo que los rascacielos de Nueva York no tienen: una leyenda. Porque el Kavanagh se construyó por un despecho amoroso.
Esta es la historia:
🧵⤵️
A principios de los años treinta, Corina Kavanagh, una rica heredera, compró una parcela frente al Parque de San Martín, junto a Puerto Madero, y mandó construir un rascacielos.
Inaugurado en 1936 con proyecto de Sánchez, Lagos y de la Torre, el Kavanagh, con su estilo Art Decó, recuerda ciertamente a los rascacielos de Nueva York, como el Chrysler o el Empire State.
Aunque este “solo” llega a 120 metros y 31 plantas.