Nunca he estado en Alaska.
Pero sé que allí, entre la nieve, hay un hombre que venció dos veces.
La primera victoria le obligó a mil millas de frío y soledad.
La segunda le hizo aprender que la meta no existe.
Siempre hay más por lo que merece la pena pelear.
Esta es su historia.
En Alaska hace frío.
Es un pedazo de tierra que parece zarpar constantemente.
Huye de un continente.
Y su gente es piel curtida y mirada amplia y clara.
Allí nació Lance Mackey.
La familia de Lance era tan inhóspita como su tierra.
Crecer entre la nieve y la roca llena todo de cicatrices.
Su padre era un "musher".
Un famoso piloto de tríneos tirados por perros.
Su padre era una cima lejana que Lance se sentía incapaz de alcanzar.
Bajo la educación de un hombre duro y frío, hielo en la nieve, Lance tuvo una infancia difícil.
Solo los perros y el trineo le permitían sentirse pleno.
Mirando por la ventana escuchaba los ladridos, idioma de los que tiritan.
Su idioma.
Y desde esa ventana vio cómo su padre creó una carrera que era hija directa de una mente cicatriz.
En 1973 se celebró la primera edición de la que aún hoy se conoce como la última gran carrera sobre la tierra.
Iditarod.
Mil millas sobre la nieve.
Mil millas de soledad.
Mil millas para un trineo tirado por perros atravesando Alaska.
Mil millas de miedo y sufrimiento.
Mil millas para morir y para regresar.
Iditarod hizo al padre aún más leyenda.
Aquel reto le envolvió en misticismo y ejemplo.
Iditarod alejó al hijo igual que un "musher" se difumina en la ventisca.
"Adiós papá".
Drogas.
Alcohol.
Cárcel.
Lance Mackey no pudo llegar a lo que deseaba y se transformó en una huella que desaparece.
Dejó de ser hijo y se hizo nadie.
Lance fue una sombra que de vez en cuando regresaba a casa.
Paseaba con el trineo y los perros.
Rotos y cansados.
Una rutina de autodestrucción que le robó años y le llevó a estar delante de la tumba de su padre.
Arrodillado.
Para entender que en ese punto comenzaba otro viaje.
Su viaje.
Abandonó aquello que le había destruido.
Desgastado.
Roto.
Y comenzó a ser lo que deseaba.
Buscó perros entre los descartados por el resto.
Construyó un trineo.
Llamó a la puerta de Iditarod.
Mil millas para una deuda.
Al inscribirse notó un bulto minúsculo en su cuello.
Y lo ignoró.
Cruzó la meta varios días después.
Primero.
Victoria.
Brazos en alto.
El fuego atravesando la nieve, una victoria que brilla.
Todos vibraban con el hijo pródigo.
Se acercaron a él y le miraron con miedo.
Estaba pálido.
En su cuello destacaba una masa que le hacia difícil hablar.
Aquel bulto se había alimentado de una proeza.
Aquel bulto le estaba drenando.
Aquel bulto apagó los aplausos hasta ser sonido de ambulancia hacia un hospital.
Días después Lance observaba tumbado en el escáner.
Cáncer de garganta.
Blanco de nuevo alrededor.
Con el chasquido de la radiación se escribió su futuro.
Otra travesía.
Iditarod se hacía enfermedad a unos centímetros del corazón.
Quimioterapia, radioterapia y cirugía.
Como secuela los vasos sanguíneos de su cuello quedaron demasiado cerca de la piel.
Desprotegidos y expuestos.
Cualquier golpe, cualquier esfuerzo, era una amenaza.
Demasiada sangre que perder después de tanto camino hecho.
- No podrás volver al trineo, olvídate de los perros y de la nieve. La soledad y un golpe pueden matarte. Lance, esa es una ruta de la que no se vuelve - le dijo su médico.
Había perdido venciendo.
Y Lance lo sabía.
Se encerró en casa.
Alaska y el horizonte como jaula.
Miró por la ventana el paso de los días.
Nieve y frío haciendo teatro para su vida.
Y allí, sobre la blanca superficie que brillaba, sus perros ladraron un discurso que comprendió.
Debía regresar al único sitio en el que habitaba distinto.
Iditarod.
Aquella carrera era la piel para lo que una vez quiso ser.
Abrió la puerta.
Marchó a ella.
La carrera que sangraba mil millas y le llevaba a su padre.
Marchó hacia su familia.
Se pegó a un trineo hacia el universo que era él.
Y venció.
De nuevo.
Sin heridas ni derrotas en el cuerpo.
Alcanzó la cima para llegar a su padre.
El alfa y el omega.
Iditarod era suya para ser siempre de los dos.
Lance Mackey, el hombre de las dos victorias.
Entre la nieve y el frío.
Desde las tinieblas de su infancia y a través del dolor.
Buscando una meta que no existe, aquella que es la única que merece la pena cruzar.
Carrera contra su vida y contra su enfermedad.
PD: este #HiloYTal está basado en una historia real. Me he tomado licencias, os invito a descubrirlas. Si os gusta y lo queréis compartir os dejo aquí el primer tuit para que sea más fácil el RT. Gracias por leer.
El doctor Finlay espera un barco en la Habana.
Acuna su tesis mientras lee el libro que fue su semilla.
En él François Bally narra la catástrofe que sesenta años atrás asoló Barcelona.
Aquella que empezó con el chapoteo de un cuerpo tirado por la borda...
29 de junio de 1821
... el capitán del "Gran Turco" mira el cuerpo caer.
Son muchos los marineros muertos desde la Habana. Incontables los lanzados al agua.
Siente la fiebre y camina hacia su camarote.
Hombre grande, piel morena.
Cuando se tumba escucha un grito.
- ¡Barcelona!
30 de junio
El "Gran Turco" descansa en el puerto de la Barceloneta.
Imponente junto a los pesqueros.
Los marinos regresan a sus familias en tierra.
El capitán, amarillo y cansado, dormirá la fiebre en casa Paca.
Ha pedido a los calafateros que revisen y limpien el barco.
El 7 de abril de 1912, en Luisiana, un párroco y un chamán observaban un cuerpo dormido bajo la luna.
Se miraron y asintieron.
Después clavaron una estaca en su pecho.
El hombre abrió los ojos, pidiendo clemencia.
El párroco y el chamán no se detuvieron hasta romper su corazón.
En Nueva Orleans la primavera de 1912 fue pegajosa.
La gente sudaba sal.
Humanos con sed entre moscas.
Y así, envueltos por el calor que todo lo pudre, surgió la primera víctima.
Una mujer joven.
La encontraron tras la puerta de una habitación en una pensión sucia y mugrienta.
Buscaba un mejor futuro.
Encontró la muerte.
Desnuda y desmembrada.
Sin sangre en su cuerpo.
Tres hombres para cambiar la vida de 3000 niños.
Padre.
Médico.
Amigo.
Esta es un #HiloYTalRevisitado que comienza con frío, un frenazo y un grito...
New York, Invierno de 1960
Hace frío, la gente al respirar crea fantasmas con su aliento.
Pocos pasean y las calles parecen vivir de los coches.
Llama la atención una pareja con un carrito.
Exploradores bajo el abrigo de la felicidad.
Su bebé.
Cruzan la calle.
Sonríen.
El viernes 5 de noviembre de 1976 Geoffrey Platt manipulaba muestras de laboratorio procedentes de individuos africanos.
Estos habían sufrido una mortal enfermedad hemorrágica.
En un descuido se pinchó.
Se quedó quieto.
Sabía que algo terrible le acababa de ocurrir.
Su mente dio un salto en el tiempo.
Él, inmóvil, y todo vibrando alrededor.
Retrocedió apenas 10 años, momento en el que se había iniciado una cuenta atrás inexorable y, por supuesto, absolutamente imperceptible para la mayoría de la población.
En 1967, fallecieron 7 personas producto de una rara enfermedad.
Se aisló el ARN de un virus desconocido. Unos monos procedentes de Uganda fueron el origen del brote.
Los casos ocurrieron mayoritariamente en Marburg, Alemania.
Se describe así la enfermedad de Marburg.