Hubo una vez un señor que dedicado al cuidado de los ojos destacó en el arte de escuchar.
Un tipo que disfrutaba jugando al tenis y que terminó ganándole el partido a una maldición.
Comienza un #HiloYTal con raquetas para una historia que probablemente cambió la historia…
Le presento a Norman McAlister Gregg.
Sentado y dispuesto para otro partido de dobles.
Antes de seguir, y tras la necesaria introducción, visitemos dos momentos importantes de su vida.
De esos que son bisagra inexorable para la posteridad.
Agárrese que viajamos en el tiempo…
1941
El señor Gregg visita la sala de espera de su consulta.
Busca al próximo paciente.
Ve a dos mujeres, cada una con un bebé, y escucha algo que llama su atención.
Gregg arquea las cejas.
Lleva días inquieto y lo que dicen le sobrecoge.
Es la pista que necesita.
1961
El señor Gregg abre el periódico y observa una fotografía.
Confirma con ella que estaba en lo cierto.
Le apena el tiempo que ha necesitado para ser creído.
Aquellas madres y lo que dijeron habían sido la clave para que muchos niños pudieran evitar una maldición.
Bien, ahora que ya hemos curioseado rebobinemos un poco.
Dejemos al joven Gregg de 1941 y al viejo Gregg de 1961 ahí quietos y sobrecogidos.
Expliquemos ahora más de la vida del tenista y doctor hasta llegar a esos dos puntos decisivos…
Norman nació en Sydney en 1982 y en 1915 se licenció en Medicina con honores.
Un tipo listo, deportista e inquieto que decidió especializarse en Oftalmología en el Reino Unido.
Con el petate hecho, y cuando estaba a punto de llegar a Londres, se le cruzó un evento inevitable.
La Primera Guerra Mundial.
El amigo Gregg pensó que era más adecuado quedarse en Francia combatiendo.
Lo de ser oftalmólogo sin duda podía esperar.
Cambió la bata por el uniforme.
Las balas por el ruido del respirar al otro lado del fonendo.
En la Gran Guerra digamos que vio todo lo que necesita ver un hombre.
Adquirió la experiencia médica que uno logra en décadas en tan solo unos años.
Allí aprendió a mirar distinto.
Al tiempo, las noches bajo fuego y frío le enseñaron una forma plena y diferente de escuchar.
Recibió varias condecoraciones tras el final de aquella desgracia llena de balas (y gas mostaza).
El joven Norman pudo entonces terminar su formación.
Lo hizo en el “Royal Westminster Ophthalmic Hospital”.
Londres.
Ladrillos de conocimiento para un australiano ávido de saber.
Una vez finalizada la especialidad regresó a Sydney.
Sin guerra de por medio pudo instalarse para desarrollar su anhelo clínico.
Gregg, cansado de los adultos, centró su visión en sus pacientes favoritos: los críos.
Gregg se hizo oftalmólogo pediátrico.
Ahora, por fin, alcanzamos al primer Gregg congelado.
Volvemos así a 1941.
¿Recuerdan?
Sala de espera, madres y escuchar…
En la sala de espera las dos jóvenes madres hablan sobre algo que han sufrido durante su embarazo.
Ambas dicen que en los primeros meses de gestación han tenido manchas en la piel y fiebre.
Gregg no puede evitar finalizar su diálogo:
- ¿Han tenido ustedes rubéola?
Las mujeres se sorprenden.
Han ido con sus recién nacidos a ver al afamado oftalmólogo y no imaginan que ese dato acerca del embarazo tenga interés.
En efecto han sufrido rubéola durante el embarazo.
Al inicio.
Gregg se sienta a su lado, como el que sostiene algo pesado.
Gregg sabe que ese 1941 un brote de rubéola ha asediado los campamentos militares de Sydney.
Dado el pasado marcial de Gregg su consulta es frecuentada habitualmente por familiares de miembros del ejército.
Gregg se levanta y explora detalladamente a los neonatos.
Ambos son pequeños, con ruidos anómalos en su corazón y un hallazgo que por infrecuente sobrecoge al oftalmólogo.
Los dos bebés tienen cataratas congénitas.
Ambos están prácticamente ciegos.
Ahí está la maldición.
Como dijimos antes el doctor Gregg llevaba días inquieto.
En su consulta los recién con cataratas congénitas eran mucho más frecuentes de lo que jamás había estudiado.
¿Qué pasaba?
¿Qué podía ocasionar aquello?
¿Y si aquellas mujeres le ofrecían la clave?
Gregg decide así hablar con colegas.
Estudian los antecedentes de cataratas congénitas en sus consultas.
Nacidos en 1941.
Con esfuerzo obtienen información de 78 niños.
De ellos en 68 había antecedentes de rubéola en el embarazo.
Todos en el primer trimestre.
Maldito virus.
El doctor Gregg formula una hipótesis que rápidamente convierte en carta científica: la infección por rubéola en el primer trimestre del embarazo provoca alteraciones en el feto.
Avisa a las sociedades médicas de su región y envía sus hallazgos a la revista Lancet.
Pero no le creen.
En 1944 no se puede probar lo que afirma.
No hay forma de demostrar la infección y aislar el virus.
No basta con la clínica.
El tenista Gregg falla.
La pelota oscila en la red y va a caer en campo propio.
Parece claro que Gregg no va a ganar este juego…
Pero.
Siempre hay un pero.
En este caso el tiempo y la perseverancia se ponen de acuerdo.
Les dije que Gregg era listo.
También paciente.
Y aquí hacemos nuestro último salto en el tiempo hacia 1961.
Y a nuestro alrededor descubrimos un terrible brote mundial de rubéola.
La rubéola ha barrido la tierra.
Solo en Estados Unidos nacen en 1961 más de veinte mil niños con cataratas congénitas.
El doctor Gregg ojea su periódico y tiembla ante las cifras.
Sabía que tenía razón y aquella evidencia abrumadora cambia la interpretación de sus hallazgos.
En 1941 perdió el juego.
En 1961 había ganado el partido.
Veinte años llenos de críos sufriendo una desgracia prevenible.
Sufriendo una maldición.
El doctor Gregg no dejó de contar sus hallazgos.
Perseveró para ser escuchado.
El doctor Gregg siente derrota en su victoria.
El trabajo de Gregg fue rápidamente celebrado y confirmado.
Impulsó el desarrollo de vacunas frente al virus y estrategias para evitar el contagio en embarazadas.
Pero no terminó ahí su aporte.
Indirectamente había demostrado que se podía influir sobre el desarrollo fetal.
Su hallazgo fue clave para la teratología.
Muchas afectaciones y enfermedades de los recién nacidos que se habían definido como congénitas iban a ser revisitadas.
Hasta su muerte en 1968 el doctor Gregg fue premiado y celebrado.
Había cambiado la suerte de muchos recién nacidos evitando una maldición que parecía inevitable.
Norman McAlister Gregg.
Aquel doctor, aquel jugador de tenis que aprendió a escuchar, vio pasar la pelota al otro lado.
Nos regaló una victoria que aún perdura.
Trabajo y perseverancia.
Punto, set y partido para la humanidad.
PD: gracias por llegar hasta aquí y gracias por leer. Si os gusta el #HiloYTal no olvidéis que se agradecen los retuises, hagamos de twitter algo más que un tie-break 🤟🏻
PD2: Ya que veo que esto se ha ido un poco de madre aprovecho para hacer un #VendoOpelCorsa de manual. Así que os recomiendo esta novela de un chaval que no conozco de nada. Es otro tipo de viaje en el tiempo para otro tipo de partido 🥴🤟🏻
El doctor Finlay espera un barco en la Habana.
Acuna su tesis mientras lee el libro que fue su semilla.
En él François Bally narra la catástrofe que sesenta años atrás asoló Barcelona.
Aquella que empezó con el chapoteo de un cuerpo tirado por la borda...
29 de junio de 1821
... el capitán del "Gran Turco" mira el cuerpo caer.
Son muchos los marineros muertos desde la Habana. Incontables los lanzados al agua.
Siente la fiebre y camina hacia su camarote.
Hombre grande, piel morena.
Cuando se tumba escucha un grito.
- ¡Barcelona!
30 de junio
El "Gran Turco" descansa en el puerto de la Barceloneta.
Imponente junto a los pesqueros.
Los marinos regresan a sus familias en tierra.
El capitán, amarillo y cansado, dormirá la fiebre en casa Paca.
Ha pedido a los calafateros que revisen y limpien el barco.
El 7 de abril de 1912, en Luisiana, un párroco y un chamán observaban un cuerpo dormido bajo la luna.
Se miraron y asintieron.
Después clavaron una estaca en su pecho.
El hombre abrió los ojos, pidiendo clemencia.
El párroco y el chamán no se detuvieron hasta romper su corazón.
En Nueva Orleans la primavera de 1912 fue pegajosa.
La gente sudaba sal.
Humanos con sed entre moscas.
Y así, envueltos por el calor que todo lo pudre, surgió la primera víctima.
Una mujer joven.
La encontraron tras la puerta de una habitación en una pensión sucia y mugrienta.
Buscaba un mejor futuro.
Encontró la muerte.
Desnuda y desmembrada.
Sin sangre en su cuerpo.
Tres hombres para cambiar la vida de 3000 niños.
Padre.
Médico.
Amigo.
Esta es un #HiloYTalRevisitado que comienza con frío, un frenazo y un grito...
New York, Invierno de 1960
Hace frío, la gente al respirar crea fantasmas con su aliento.
Pocos pasean y las calles parecen vivir de los coches.
Llama la atención una pareja con un carrito.
Exploradores bajo el abrigo de la felicidad.
Su bebé.
Cruzan la calle.
Sonríen.
El viernes 5 de noviembre de 1976 Geoffrey Platt manipulaba muestras de laboratorio procedentes de individuos africanos.
Estos habían sufrido una mortal enfermedad hemorrágica.
En un descuido se pinchó.
Se quedó quieto.
Sabía que algo terrible le acababa de ocurrir.
Su mente dio un salto en el tiempo.
Él, inmóvil, y todo vibrando alrededor.
Retrocedió apenas 10 años, momento en el que se había iniciado una cuenta atrás inexorable y, por supuesto, absolutamente imperceptible para la mayoría de la población.
En 1967, fallecieron 7 personas producto de una rara enfermedad.
Se aisló el ARN de un virus desconocido. Unos monos procedentes de Uganda fueron el origen del brote.
Los casos ocurrieron mayoritariamente en Marburg, Alemania.
Se describe así la enfermedad de Marburg.