En 1928, Henry Ford construyó una ciudad entera en medio de la Amazonía.
Una nueva Detroit en la selva, y cuyos habitantes debían ser vegetarianos y abstemios, pero acabó destruida en una revuelta de nativos semialcohólicos.
Nuestra historia comienza en 1876, cuando el explorador británico Henry Wickam decidió hacerse rico.
Como no le importaba demasiado lo de la legalidad, lo que hizo fue robar 500 kilos de semillas de árbol del caucho y las trasladó de contrabando desde Brasil hasta Inglaterra.
Obviamente, las semillas de una planta tropical no arraigaron en la lluviosa Albión, así que viajaron al sudeste asiático, cuyas condiciones climáticas favorables permitieron que los árboles creciesen, desbancando enseguida a los terrenos de látex brasileños.
En 1920, Brasil ya había perdido completamente el control del mercado del caucho en favor de un cártel de productores europeos que recolectaban en Asia. Y como dominaban el mercado, podían fijar los precios.
Algo que no gustó nada a un señor de Detroit llamado Henry Ford.
La Ford Motor Company era la compañía automovilística más grande del mundo y lo era gracias, precisamente, a que tenía el control sobre todas las materias primas que servían para fabricar un coche. El vidrio, la madera, el hierro…
Todas, excepto el caucho de los neumáticos
Como Ford no iba a pasar por el aro del cártel europeo, decidió establecer su propio suministro de caucho. Y como Brasil estaba loco por volver al mercado, le vendió gustoso 800.000 hectáreas de árboles de caucho junto
al río Tapajós, en plena Amazonia.
Pero claro, Ford era un tipo que pensaba a lo grande, así que no limitaría sus terrenos brasileños a la mera recolección; fundaría allí una ciudad.
Tras un primer intento fallido, en 1928, la Ford envió dos mercantes cargados hasta arriba con materiales de construcción y equipamiento diverso, desde asfalto para las calles y carreteras hasta los pomos de las puertas de las futuras viviendas.
Había nacido Fordlândia.
La nueva ciudad tenía de todo: iglesia presbiteriana, escuela, restaurantes, salón de baile, tiendas de todo tipo, una piscina pública, un hospital con instrumentación radiológica...
Era una extraña utopía de modernidad en medio del Amazonas.
Y, por supuesto, también contaba con todas las instalaciones propias de la empresa: una serrería con su icónico depósito de agua, naves de almacenaje, plantas de fabricación...
...y algo que no gustaba nada a los brasileños que trabajaban allí: relojes de control de asistencia.
En unos meses, en Fordlandia vivían unas 10.000 personas, entre trabajadores autóctonos y empleados de la Ford Motor Company llegados desde USA.
La ciudad producía caucho a buen ritmo y el ambicioso sueño de Henry Ford se había cumplido...de momento.
El problema era que, además de ambicioso, Ford era extremadamente arrogante, y Fordlandia no se concibió realmente como una ciudad para los trabajadores; se construyó como UN MODELO AL GUSTO Y A LA SEMEJANZA de Ford.
¿Qué significaba eso?
Pues, por ejemplo, que la ciudad simulaba los pueblos del Medio Oeste estadounidense donde había crecido Ford. Era un sucedáneo de su Springwells natal, lo cual no funcionaba urbanísticamente del todo bien respecto al clima tropical selvático.
Eso a nivel exclusivamente urbano. Lo malo es que los indígenas debían fichar de 9 a 5, les hacía asistir a la iglesia presbiteriana, y también les OBLIGABA a bailar a el "square dance", que era un baile muy querido por Ford, pues era en el que había conocido a su esposa.
Pero, en el fondo, eso era lo de menos. La verdadera pega es que Henry Ford era un puritano abstemio y lo de que el alcohol estuviese prohibido lo llevaban muy mal.
Tan mal que los resultados fueron espectacularmente contraproducentes.
Como no se pueden poner puertas a la selva, unos tipos avispados abrieron un bar y un burdel en una isla mínima en el Tapajós, justo enfrente. La isla en cuestión era conocida como «Isla de la Inocencia».
Las barcazas iban y venían todas las noches desde Fordlandia repletas de trabajadores poco comprometidos con el estilo de vida religioso y austero de Ford.
Como, además, solo disponían de unas pocas horas al día para abandonarse a los placeres terrenos, la mayoría empinaba el codo como cosacos del Volga y acaban regresando a su idílica ciudad de mentira en un avanzado estado de perjudicación alcohólica.
En 1930, solo dos años después de su fundación, el clima social en Fordlandia estaba muy enrarecido. Las cosas terminaron de saltar cuando la compañía impuso la alimentación vegetariana y cambió los restaurantes tradicionales por cafeterías de autoservicio, mucho más eficientes.
¿Por qué hicieron eso?
Pues porque, como ya he dicho, la ciudad era una imagen literal de su fundador, y Ford, además ambicioso, arrogante, puritano y abstemio, era un obseso de la eficiencia y la productividad y, además, era vegetariano. Así que todos vegetarianos y abstemios.
Los trabajadores dijeron que lo de fichar pase, lo de bailar como mamarrachos aún se podía aguantar y lo de prohibir el alcohol les daba igual mientras pudiesen ir al bar de la isla pero que lo de impedirles comer picanha era un límite que no iban a tolerar.
Y no lo hicieron.
Se plantaron delante de una de las cafeterías, cogieron a varios de los chefs estadounidenses y los expulsaron a la selva para después reducir el edificio a escombros. Y no pararon ahí, durante un día y una noche destruyeron una parte no pequeña de la ciudad.
Tambiém destruyeron todos los relojes de control de asistencia, porque estaban hasta las narices de fichar en medio de la selva como si trabajasen en un despacho de Detroit.
Los ánimos estaban tan caldeados que
tuvo que intervenir el Ejército Brasileño para aplacar la revuelta.
Tras los incidentes, la compañía reconstruyó lo que se pudo y cedió ante los trabajadores: la carne y el alcohol volverían a ser legales.
Pero tampoco funcionó.
Y no funcionó porque el problema no era que fuese una ciudad falsa ni que intentasen imponer a los brasileños costumbres culturales de los Estados Unidos.
El verdadero problema es que Henry Ford quería exportar a la selva un capitalismo imposible.
Literalmente imposible.
Todos los habitantes de la ciudad tenían asistencia médica gratuita y los salarios eran muy superiores a los de cualquier otra plantación del país, pero realmente no servían de nada porque en la selva amazónica de los años 30 no había prácticamente nada que comprar.
No tenía sentido una sociedad de consumo cuando no había bienes que consumir, así que lo que hacían los nativos era trabajar unas pocas semanas, ganar el dinero suficiente para los gastos que tenían y abandonar Fordlandia de vuelta a sus aldeas de origen
a vivir el resto del año.
Este comportamiento libérrimo iba bastante en contra de los ideales de Ford, así que, desoyendo a los expertos, obligó a la compañía a aumentar la eficiencia mediante un método que no dependía de las horas de trabajo: plantar los árboles del caucho mucho más cerca uno del otro.
Y sin embargo, esta solución supuso el certificado de defunción de Fordlandia.
¿Por qué? Pues porque los árboles del caucho NECESITAN unas condiciones de humedad y soleamiento muy precisas y, al plantarlos tan cerca, se llenaron de plagas, dando al traste con la productividad.
¿Y qué pasó después?
Bueno, pues que Henry Ford no se dio por vencido, pero si queréis saber qué hizo exactamente, pincha en "Mostrar respuestas", que la historia no ha terminado.
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Ford dio por perdida Fordlandia en 1934 pero lo volvió a intentar todo 40 km más al sur, en Belterra. Nunca llegó a funcionar porque durante la 2ª Guerra Mundial, el caucho sintético se desarrolló hasta copar el mercado, convirtiendo en obsoleto el negocio del látex.
En 1945, la Ford Motor Company revendió los terrenos tanto de Fordlandia como de Belterra al Gobierno brasileño por 20 millones de dólares menos de lo que había pagado por ellos.
A día de hoy, Fordlandia es una de las ciudades fantasma más "bellas" del mundo y un recuerdo de uno de las catástrofes más sonadas de la colonización económica del siglo XX.
Aunque hoy sobreviven unas cuantas familias gracias al negocio de la soja y, de hecho, el nombre de Fordlandia sigue siendo su nombre oficial, la ciudad utópica-distópica de Henry Ford es poco menos que un mausoleo dedicado a la depredación industrial.
Y a mí me resulta genuinamente extraño que conserven el nombre porque Henry Ford, que fundó la ciudad en 1928 y murió en su casa de Detroit en 1947 NUNCA PISÓ FORDLANDIA.
NUNCA.
Decía que le tenía miedo a los bichos y a las enfermedades tropicales. En serio.
Si os ha gustado el episodio de hoy, hacedme RT al hilo, FAVs, follows o hacedme un columpio con una rueda de camión, que mola mucho!
Todas las imágenes del hilo de hoy están acreditadas en la descripción de la primer fotografía de cada tuit. Todas se han usado bajo su correspondiente licencia.
#LaBrasaTorrijos se escribe en directo todos los jueves desde el soleado barrio de Villaverde.
(Fin del HILO 🇧🇷🚗🌴🌴🌳🌴🌳)
(Y en el episodio del próximo jueves vamos a contar la historia de una casa que cambió la arquitectura (y de las hostias que hubo alrededor de ella))
Pero antes, este domingo, nos vamos a ir a Pontevedra para entender que estamos ante el fin de la cultura del coche en la ciudad. Porque es el único camino.
(Las fotos del tuit de arriba son cortesía del Concello de Pontevedra).
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El Cementerio de los Ingleses es un pequeño recinto tapiado frente a los acantilados de Camariñas, en A Coruña.
Pero ¿y si allí estuviese enterrado Jack el Destripador? (Y no, no es descabellado).
Esta es una historia de naufragios y patrimonio, en #LaBrasaTorrijos
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Plymouth, 8 de noviembre de 1890. Un hombre sube al "HMS Serpent" como quien acepta una sentencia cuyo contenido desconoce pero cuyo peso reconoce al instante.
@DACTurismo El nombre que dio —Arthur, James, William, el que fuese— quedó casi disuelto en la humedad del muelle porque lo pronunció demasiado bajo, evitando el cruce de miradas con el oficial que anotaba en un registro ya curvado por la lluvia.
Lo de que las estaciones del metro de Estocolmo son preciosas es algo digno de comprobarse in situ.
Pero también esconden una historia. Una historia de amor por los servicios públicos, por las infraestructuras públicas, por la gente que las construye y por la gente que las usa cada día:
La historia empieza, como empiezan casi todas las historias buenas de ciudades nórdicas, en la roca. Ni en el hormigón ni en el hormigón revestido de hormigón —que es la tentación internacional—, sino en la roca viva, la roca madre, el granito glacial que hace de Estocolmo una ciudad con vértebras de hielo fósil.
Cuando a mediados del siglo XX decidieron construir su red de metro, optaron por la solución más directa, casi geológica: excavar, dinamitar, abrir la montaña e insertar trenes. Y en algún momento de esa operación de ingeniería a mano armada surgió una pregunta casi infantil, tan evidente y, a la vez, tan peculiar que era muy raro que alguien se la preguntase: ¿y si dejamos la roca vista?
La respuesta tiene que ver con estética, sí, pero también con política y con época. Tras la Segunda Guerra Mundial, Suecia —como buena parte del norte de Europa— estaba articulando un nuevo pacto social: bienestar público, accesibilidad, democracia cotidiana.
Uno de los engranajes de ese pacto era la convicción tranquila, pero tenaz, de que el arte no debía ser un lujo sino un derecho. Así que, si el metro iba a convertirse en el gran espacio público donde cientos de miles de personas bajarían cada día, ¿por qué no convertirlo también en un lugar donde el arte descendiese con ellas? Un soporte para democratizar la belleza, para hacer país desde el subsuelo.
Esa respuesta convirtió al metro de Estocolmo en la frase con la que lo definen: la galería de arte más larga del mundo. Algo que va más allá del eslogan turístico; es una decisión conceptual. Si vas a perforar la ciudad, abraza sus entrañas. Si vas a mover a tanta gente bajo la tierra, ofréceles algo más que azulejos blancos y tubos fluorescentes.
Haz país. Haz estética. Haz política blanda —que es la mejor política—.
La línea azul es el ejemplo más evidente. Basta bajar desde T-Centralen para entenderlo: la bóveda, pintada de azul profundo, conserva la piel rugosa de la roca. Tiene algo de caverna prehistórica, pero intervenida con brochazos gigantes. Parece la obra de un pintor expresionista que hubiera vivido aquí encerrado con un cubo de acrílico y demasiadas horas de invierno.
Además, en esa bóveda aparecen siluetas de obreros: un homenaje directo a los trabajadores que construyeron la red hace 75 años y que la mantienen cada día.
Tres cuartos de siglo de ciudad subterránea.
Sigue uno bajando por la línea y llegas a Solna Centrum, la estación más fotografiada de Suecia (y probablemente una de las más fotografiadas del mundo). Un túnel rojo, intensamente rojo, un rojo que no te abraza sino que te engulle.
Parece una bajada al infierno, sí, pero es un infierno con una intención: el mural, pintado en 1975, denuncia la deforestación sueca. El rojo del cielo frente al verde de los bosques como un aviso urgente en un país que hoy presume de sostenibilidad, pero que lleva décadas pensando en estas cosas.
Estando allí me pregunté si hoy ese mural se lee de otra manera. Si ya no habla solo de árboles sino del planeta entero.
Estoy en Estocolmo, moviendo las manos porque hace tres grados bajo cero, y esto que tengo detrás es el ayuntamiento, el Stadshuset.
Visto así, con su ladrillo rojo, su torre alta y esta logia abierta al agua, parece un edificio medieval, casi un híbrido entre castillo nórdico y palacio veneciano. Podría colar como gótico italiano, o como algo que te encontrarías entrando en la plaza de San Marcos por la puerta equivocada.
Pero la gracia es precisamente que no es medieval en absoluto.
Es un edificio del siglo XX: se construye entre 1911 y 1923, lo diseña el arquitecto Ragnar Östberg y es uno de los grandes ejemplos del Romanticismo Nacional sueco, una arquitectura que mezcla referencias históricas con una idea muy moderna de lo que debe ser un edificio público.
Por eso está aquí, pegado al agua. Si esto fuera de verdad un ayuntamiento medieval, lo lógico es que estuviese bien adentro del casco antiguo, protegido por murallas, alejado de cualquier ataque por mar. Pero, en los años veinte, Suecia ya no está pensando en cañones y asedios: está pensando en democracia, administración y ciudad abierta.
El Stadshuset se coloca en la punta de Kungsholmen, justo donde el lago Mälaren se abre hacia el archipiélago que conecta con el Báltico. Es un gesto urbano clarísimo: el poder municipal se asoma al agua porque el agua es lo que organiza Estocolmo.
El patio donde estoy tiene ese aire muy veneciano: arcos de medio punto abajo y esa sensación de plaza porticada que se abre directamente al embarcadero. Te giras y podrías estar esperando que aparezca una góndola, pero lo que llega son ferris y hielo.
La torre, además, está claramente emparentada con el campanile de San Marcos, solo que coronada por las Tres Coronas doradas de Suecia, para que no haya dudas de quién firma el skyline.
Y luego está la obsesión material. El ayuntamiento está construido con unos ocho millones de ladrillos rojos, de los cuales cerca de un millón se hicieron a mano, precisamente para conseguir esta textura vibrante, nada uniforme, que ves en fachada: el típico ladrillo de monasterio nórdico, colocado alternando testas y tizones para que el muro nunca sea del todo plano ni del todo predecible.
Ragnar Östberg era bastante maniático con la textura: quería que el edificio, visto de cerca, tuviera una piel casi viva, con pequeñas variaciones en cada pieza.
Estoy en Stortorget, la plaza central de Gamla Stan, el casco medieval de Estocolmo.
Hoy hay mercadillo navideño, con luces y turistas, pero bajo toda esta postal hubo, hace siglos, bastante menos encanto.
En esta plaza tuvo lugar la Boda Roja original:
Como sabréis por las novelas de George R. R. Martin y la serie Juego de Tronos, la Boda Roja es uno de los episodios más traumáticos de la historia. Martin lo escribió inspirándose en varios hechos históricos, uno de ellos fue el "Baño de Sangre de Estocolmo" de 1520.
Ese año, el rey Cristián II de Dinamarca conquistó Suecia y, para celebrarlo, organizó una gran coronación en el casco antiguo de Estocolmo. Tres días de fiesta, banquetes, vino caliente, diplomacia y buen rollo oficial. Hasta que, al tercer día, Cristián ordenó cerrar todas las puertas de la ciudad vieja.
Entonces empezó la matanza.
Entre ochenta y noventa personas —nobles, clérigos y ciudadanos influyentes de Estocolmo— fueron ejecutadas. Muchos fueron decapitados y sus cabezas expuestas en picas aquí mismo, en la plaza, durante semanas.
En este lugar tan bonito, tan instagrameable, con chocolates calientes y guirnaldas, a principios del siglo XVI se montó una escabechina monumental.
(Sí, ya sé que en el video digo 1580, es que me bailan las fechas más que Gene Kelly en El Pirata)
Hoy, Stortorget tiene otra cara.
Además del mercado de Navidad, uno de los edificios que dan a la plaza alberga la Academia Sueca, la institución que concede cada año el Premio Nobel de Literatura: el lugar soñado de Murakami, para entendernos.
Y, claro, aquí se levantan también las famosas Casa Roja y Casa Verde, dos fachadas del siglo XVII que, además de fotogénicas, son bastante tramposas.
La casa verde, por ejemplo: esas líneas blancas alrededor de las ventanas parecen molduras de piedra, pero en realidad son pintura. Querían simular nobleza, apariencia de sillería cara, pero no había presupuesto, así que resolvieron el asunto con pigmento.
En el fondo eran casas normales, con bodega abajo y almacén arriba. De hecho, la famosa ventana redonda superior no es un capricho barroco, es simplemente una forma eficaz de iluminar ese almacén.
El Sexto Panteón del cementerio bonaerense de la Chacarita es, sencillamente, uno de los lugares más bellos y más estremecedores del mundo.
Un espacio casi desconocido que esconde un viaje de luz, emoción y la historia de una mujer.
Os la cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
A mediados del siglo XX, cuando Buenos Aires miraba a la modernidad como una hacia el futuro, una arquitecta recibió un encargo que, para cualquiera de su generación, ya habría sido enorme, pero que para una mujer en los años 50 era casi un desafío a la gravedad social.
Se llamaba Ítala Fulvia Villa y entraba en las reuniones de las oficinas municipales —llenas de ingenieros varones— con un cuaderno, algunos planos y esa paciencia feroz que sólo pueden tener las personas que saben que su talento será discutido antes incluso de ser visto.
El edificio Kavanagh, en Buenos Aires, fue el primer rascacielos de Sudamérica.
Parece neoyorquino, pero tiene algo que los rascacielos de Nueva York no tienen: una leyenda. Porque el Kavanagh se construyó por un despecho amoroso.
Esta es la historia:
🧵⤵️
A principios de los años treinta, Corina Kavanagh, una rica heredera, compró una parcela frente al Parque de San Martín, junto a Puerto Madero, y mandó construir un rascacielos.
Inaugurado en 1936 con proyecto de Sánchez, Lagos y de la Torre, el Kavanagh, con su estilo Art Decó, recuerda ciertamente a los rascacielos de Nueva York, como el Chrysler o el Empire State.
Aunque este “solo” llega a 120 metros y 31 plantas.