Estamos a finales de 2022. Han pasado 14 años desde la caída de Lehman Brothers y una década desde que el estallido de la burbuja inmobiliaria tocó fondo.
Todo el mundo ha cambiado y, de hecho, el mundo de la arquitectura está cambiando posiblemente para siempre.
Y aunque el acceso vivienda sigue siendo un problema, hay ejemplos reales y conscientes que ponen de manifiesto que lo que está cambiando no son solo los edificios.
Lo que está cambiando también es nuestra manera de vivir.
Quizá es el momento de darnos cuenta de que (casi) todo ya está construido.
Es casi la única manera que tenemos (y debemos tener) de entender la construcción en el siglo XXI. Debe ser sostenible, con la mínima huella de carbono y con el reciclaje como leitmotiv.
Por ejemplo, el edificio Gemini Residences de MVRDV en Copenhague nos propone vivir EN EL EXTERIOR de dos silos cilíndricos de hormigón frente al mar.
En este caso, el reciclaje es radical, porque se ha reciclado todo el edificio.
Aún es más potente cuando lo que se recicla no es solo el exterior del silo sino TODO el silo.
Este edificio también está en Copenhague y se llama, por cierto "The Silo".
IZ. Antes de la obra.
DR. Con la obra terminada.
Ah, y atentos a los interiores de las viviendas, porque son una maravilla.
Pero hay un avance que, a mi juicio, es más importante e incluso más radical a la hora de enfrentarnos a la vivienda contemporánea: la gestión.
La participación de los vecinos en muchos de los procesos, incluso en el proceso de diseño.
Un ejemplo también radical de esta participación ciudadana es el bloque de viviendas Tila, en Helsinki.
Lo que adquieres es un cierto número de metros cuadrados, pero prácticamente todo lo demás, salvo las instalaciones y los baños, lo va conformar el usuario.
Todos estos son estupendos ejemplos de cómo los edificios de viviendas europeos del siglo XXI buscan caminos para adaptarse a la conciencia contemporánea y a las nuevas formas de vivir.
Pero aún hay que resolver un problema: cuánto cuesta una de estas viviendas tan chulas.
En pleno barrio de Sants de Barcelona, mirando a Montjuïc, se levanta el edificio de la cooperativa La Borda.
Es quizá el ejemplo amable, pero también más valiente, de cómo se debería hacer la arquitectura de viviendas en el mundo contemporáneo.
La Borda es un precioso edificio de madera (que fue el edificio de madera más alto de Europa), que tiene terrazas a todos los vientos, donde hay salas para hacer fiestas y reuniones y barbacoas y donde el alquiler cuesta la mitad (o menos).
Al entrar en La Borda hay varias cosas que llaman la atención. Las primeras son pequeñas: unas perchitas rojas para colgar bicicletas en el atrio.
Porque en La Borda no hay parking de coches. Su apuesta por la movilidad (y por el futuro urbano) es así de radical.
Esas perchitas están colocadas en la planta baja del atrio, y hay una por cada vecino adulto. Fue la condición que puso el Ayuntamiento de BCN para permitirles construir sin parking de coches.
Esa planta baja es lo único del edificio que es de hormigón. Lo demás es madera.
¿Y por qué de madera? Bueno, pues porque la madera, aunque aún es más cara que el acero y el hormigón, permite una construcción mucho más rápida.
Al usar sistemas prefabricados (fijaos en que la escalera es un módulo independiente), el edificio se levantó EN SOLO SEIS SEMANAS.
Además, la huella de carbono de la madera es muy inferior a la de los materiales tradicionales, lo cual también entronca con ese futuro al que tenemos que mirar.
Pero las perchitas para bici son algo pequeño y la construcción con madera es algo "invisible".
Sin embargo, en La Borda hay unos cuantas espacio que son inevitables y definidores de lo que este edificio significar. Los espacios comunes.
En La Borda hay una enorme cocina-comedor de uso comunitario, que sirve no solo para que cualquier vecino pueda bajar a hacerse (y a comerse) una barbacoa con sus amigos, sino también para que esa barbacoa se comparta con los demás vecinos, si ellos quieren.
A mitad del edificio, se abre una terraza semi-interior de doble altura que, además de contener una lavandería también comunitaria en una de sus paredes, sirve para que los niños jueguen o para que un vecino la reserve para hacer una fiesta, o para reuniones, o para leer...
Hay terrazas para tender o para tumbarse al sol, o para plantar tomates.
El concepto de espacio común está tan integrado en La Borda que disponen de dos habitaciones independientes que sirven como habitaciones de invitados.
¿Y cómo son las viviendas?
Pues se conforman por crujías de unos 3 metros de ancho abiertas a una serie de terrazas a sur, con alturas libres de 3 metros de alto y vidrieras de suelo a techo.
Son muy sencillas en su concepción y, a la vez, magníficas para vivir.
Pero entonces, todo esto que os he enseñado es prácticamente de lujo. ¿Cómo es posible que un piso de 50m2 cueste 400€/mes, uno de 60 cueste 500€/mes y los de 75 cuesten 600/mes?
Pues porque La Borda no son solo viviendas de protección oficial. Son viviendas con derecho de superficie y gestionadas según un modelo de cesión de uso.
No es compra ni alquiler, es un modelo de tenencia no especulativo que pone el centro en sus habitantes.
Esto significa que los cooperativistas no pueden vender ni arrendar su piso. No es un bien de negocio; es algo para lo que inherentemente debería servir una vivienda; para vivir.
Y la gente vive allí porque quieren vivir allí.
Tal es así que los habitantes, los cooperativistas, están allí desde el principio, desde las decisiones de diseño.
Es más, algunos de los arquitectos de Lacol TAMBIÉN son cooperativistas y TAMBIÉN viven allí. (Y no me extraña, claro).
Porque querer cambiar el mundo significa querer implicarse en hacer las cosas de una manera *realmente* distinta.
Y en una vivienda, esto significa saber que no la quieres para mercadear con ella. Que la quieres para tener vecinos, para crear ciudad.
Que la quieres para vivir.
Si queréis conocer más de La Borda y de las nuevas formas de vivir en Europa en el siglo XXI, tenéis que ir a la exposición que el @museoico tiene abierta hasta el 15 de enero. Se llama "Amaneceres Domésticos" y realmente mola muchísimo: amaneceresdomesticos.es
Y también han editado un catálogo precioso.
Y si queréis escuchar esta historia ampliada, con entrevista a Carles Baiges, arquitecto de Lacol, incluida, le hemos dedicado el episodio 10 del podcast "Cómo suena un edificio".
⚡Escuchadlo, suscribíos y ponedle buena nota, que os va a molar⚡
El episodio de hoy de #LaBrasaTorrijos es una colaboración la @FundacionICO, a quien agradezco nuevamente la confianza en este proyecto de comunicación.
Todas las imágenes del hilo de hoy están acreditadas en la descripción de la primera fotografía de cada tuit. Todas se han usado bajo su correspondiente licencia o permiso expreso.
Recordad que si os molan los hilos de #LaBrasaTorrijos y no queréis perderos ninguno, suscribíos a mi newsletter, donde os avisaré cada vez que haya uno nuevo: pedrotorrijos.substack.com
#LaBrasaTorrijos se escribe en directo todos los jueves desde el soleado barrio de Villaverde.
(Fin del HILO 🪵🏘️🌇👨👨🦳👨🦲🧔♂️👩👩🦰👩🦳👳♀️🕴️♀️🧒👨🍼👨👦👩👧👦🧒)
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El Cementerio de los Ingleses es un pequeño recinto tapiado frente a los acantilados de Camariñas, en A Coruña.
Pero ¿y si allí estuviese enterrado Jack el Destripador? (Y no, no es descabellado).
Esta es una historia de naufragios y patrimonio, en #LaBrasaTorrijos
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Plymouth, 8 de noviembre de 1890. Un hombre sube al "HMS Serpent" como quien acepta una sentencia cuyo contenido desconoce pero cuyo peso reconoce al instante.
@DACTurismo El nombre que dio —Arthur, James, William, el que fuese— quedó casi disuelto en la humedad del muelle porque lo pronunció demasiado bajo, evitando el cruce de miradas con el oficial que anotaba en un registro ya curvado por la lluvia.
Lo de que las estaciones del metro de Estocolmo son preciosas es algo digno de comprobarse in situ.
Pero también esconden una historia. Una historia de amor por los servicios públicos, por las infraestructuras públicas, por la gente que las construye y por la gente que las usa cada día:
La historia empieza, como empiezan casi todas las historias buenas de ciudades nórdicas, en la roca. Ni en el hormigón ni en el hormigón revestido de hormigón —que es la tentación internacional—, sino en la roca viva, la roca madre, el granito glacial que hace de Estocolmo una ciudad con vértebras de hielo fósil.
Cuando a mediados del siglo XX decidieron construir su red de metro, optaron por la solución más directa, casi geológica: excavar, dinamitar, abrir la montaña e insertar trenes. Y en algún momento de esa operación de ingeniería a mano armada surgió una pregunta casi infantil, tan evidente y, a la vez, tan peculiar que era muy raro que alguien se la preguntase: ¿y si dejamos la roca vista?
La respuesta tiene que ver con estética, sí, pero también con política y con época. Tras la Segunda Guerra Mundial, Suecia —como buena parte del norte de Europa— estaba articulando un nuevo pacto social: bienestar público, accesibilidad, democracia cotidiana.
Uno de los engranajes de ese pacto era la convicción tranquila, pero tenaz, de que el arte no debía ser un lujo sino un derecho. Así que, si el metro iba a convertirse en el gran espacio público donde cientos de miles de personas bajarían cada día, ¿por qué no convertirlo también en un lugar donde el arte descendiese con ellas? Un soporte para democratizar la belleza, para hacer país desde el subsuelo.
Esa respuesta convirtió al metro de Estocolmo en la frase con la que lo definen: la galería de arte más larga del mundo. Algo que va más allá del eslogan turístico; es una decisión conceptual. Si vas a perforar la ciudad, abraza sus entrañas. Si vas a mover a tanta gente bajo la tierra, ofréceles algo más que azulejos blancos y tubos fluorescentes.
Haz país. Haz estética. Haz política blanda —que es la mejor política—.
La línea azul es el ejemplo más evidente. Basta bajar desde T-Centralen para entenderlo: la bóveda, pintada de azul profundo, conserva la piel rugosa de la roca. Tiene algo de caverna prehistórica, pero intervenida con brochazos gigantes. Parece la obra de un pintor expresionista que hubiera vivido aquí encerrado con un cubo de acrílico y demasiadas horas de invierno.
Además, en esa bóveda aparecen siluetas de obreros: un homenaje directo a los trabajadores que construyeron la red hace 75 años y que la mantienen cada día.
Tres cuartos de siglo de ciudad subterránea.
Sigue uno bajando por la línea y llegas a Solna Centrum, la estación más fotografiada de Suecia (y probablemente una de las más fotografiadas del mundo). Un túnel rojo, intensamente rojo, un rojo que no te abraza sino que te engulle.
Parece una bajada al infierno, sí, pero es un infierno con una intención: el mural, pintado en 1975, denuncia la deforestación sueca. El rojo del cielo frente al verde de los bosques como un aviso urgente en un país que hoy presume de sostenibilidad, pero que lleva décadas pensando en estas cosas.
Estando allí me pregunté si hoy ese mural se lee de otra manera. Si ya no habla solo de árboles sino del planeta entero.
Estoy en Estocolmo, moviendo las manos porque hace tres grados bajo cero, y esto que tengo detrás es el ayuntamiento, el Stadshuset.
Visto así, con su ladrillo rojo, su torre alta y esta logia abierta al agua, parece un edificio medieval, casi un híbrido entre castillo nórdico y palacio veneciano. Podría colar como gótico italiano, o como algo que te encontrarías entrando en la plaza de San Marcos por la puerta equivocada.
Pero la gracia es precisamente que no es medieval en absoluto.
Es un edificio del siglo XX: se construye entre 1911 y 1923, lo diseña el arquitecto Ragnar Östberg y es uno de los grandes ejemplos del Romanticismo Nacional sueco, una arquitectura que mezcla referencias históricas con una idea muy moderna de lo que debe ser un edificio público.
Por eso está aquí, pegado al agua. Si esto fuera de verdad un ayuntamiento medieval, lo lógico es que estuviese bien adentro del casco antiguo, protegido por murallas, alejado de cualquier ataque por mar. Pero, en los años veinte, Suecia ya no está pensando en cañones y asedios: está pensando en democracia, administración y ciudad abierta.
El Stadshuset se coloca en la punta de Kungsholmen, justo donde el lago Mälaren se abre hacia el archipiélago que conecta con el Báltico. Es un gesto urbano clarísimo: el poder municipal se asoma al agua porque el agua es lo que organiza Estocolmo.
El patio donde estoy tiene ese aire muy veneciano: arcos de medio punto abajo y esa sensación de plaza porticada que se abre directamente al embarcadero. Te giras y podrías estar esperando que aparezca una góndola, pero lo que llega son ferris y hielo.
La torre, además, está claramente emparentada con el campanile de San Marcos, solo que coronada por las Tres Coronas doradas de Suecia, para que no haya dudas de quién firma el skyline.
Y luego está la obsesión material. El ayuntamiento está construido con unos ocho millones de ladrillos rojos, de los cuales cerca de un millón se hicieron a mano, precisamente para conseguir esta textura vibrante, nada uniforme, que ves en fachada: el típico ladrillo de monasterio nórdico, colocado alternando testas y tizones para que el muro nunca sea del todo plano ni del todo predecible.
Ragnar Östberg era bastante maniático con la textura: quería que el edificio, visto de cerca, tuviera una piel casi viva, con pequeñas variaciones en cada pieza.
Estoy en Stortorget, la plaza central de Gamla Stan, el casco medieval de Estocolmo.
Hoy hay mercadillo navideño, con luces y turistas, pero bajo toda esta postal hubo, hace siglos, bastante menos encanto.
En esta plaza tuvo lugar la Boda Roja original:
Como sabréis por las novelas de George R. R. Martin y la serie Juego de Tronos, la Boda Roja es uno de los episodios más traumáticos de la historia. Martin lo escribió inspirándose en varios hechos históricos, uno de ellos fue el "Baño de Sangre de Estocolmo" de 1520.
Ese año, el rey Cristián II de Dinamarca conquistó Suecia y, para celebrarlo, organizó una gran coronación en el casco antiguo de Estocolmo. Tres días de fiesta, banquetes, vino caliente, diplomacia y buen rollo oficial. Hasta que, al tercer día, Cristián ordenó cerrar todas las puertas de la ciudad vieja.
Entonces empezó la matanza.
Entre ochenta y noventa personas —nobles, clérigos y ciudadanos influyentes de Estocolmo— fueron ejecutadas. Muchos fueron decapitados y sus cabezas expuestas en picas aquí mismo, en la plaza, durante semanas.
En este lugar tan bonito, tan instagrameable, con chocolates calientes y guirnaldas, a principios del siglo XVI se montó una escabechina monumental.
(Sí, ya sé que en el video digo 1580, es que me bailan las fechas más que Gene Kelly en El Pirata)
Hoy, Stortorget tiene otra cara.
Además del mercado de Navidad, uno de los edificios que dan a la plaza alberga la Academia Sueca, la institución que concede cada año el Premio Nobel de Literatura: el lugar soñado de Murakami, para entendernos.
Y, claro, aquí se levantan también las famosas Casa Roja y Casa Verde, dos fachadas del siglo XVII que, además de fotogénicas, son bastante tramposas.
La casa verde, por ejemplo: esas líneas blancas alrededor de las ventanas parecen molduras de piedra, pero en realidad son pintura. Querían simular nobleza, apariencia de sillería cara, pero no había presupuesto, así que resolvieron el asunto con pigmento.
En el fondo eran casas normales, con bodega abajo y almacén arriba. De hecho, la famosa ventana redonda superior no es un capricho barroco, es simplemente una forma eficaz de iluminar ese almacén.
El Sexto Panteón del cementerio bonaerense de la Chacarita es, sencillamente, uno de los lugares más bellos y más estremecedores del mundo.
Un espacio casi desconocido que esconde un viaje de luz, emoción y la historia de una mujer.
Os la cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
A mediados del siglo XX, cuando Buenos Aires miraba a la modernidad como una hacia el futuro, una arquitecta recibió un encargo que, para cualquiera de su generación, ya habría sido enorme, pero que para una mujer en los años 50 era casi un desafío a la gravedad social.
Se llamaba Ítala Fulvia Villa y entraba en las reuniones de las oficinas municipales —llenas de ingenieros varones— con un cuaderno, algunos planos y esa paciencia feroz que sólo pueden tener las personas que saben que su talento será discutido antes incluso de ser visto.
El edificio Kavanagh, en Buenos Aires, fue el primer rascacielos de Sudamérica.
Parece neoyorquino, pero tiene algo que los rascacielos de Nueva York no tienen: una leyenda. Porque el Kavanagh se construyó por un despecho amoroso.
Esta es la historia:
🧵⤵️
A principios de los años treinta, Corina Kavanagh, una rica heredera, compró una parcela frente al Parque de San Martín, junto a Puerto Madero, y mandó construir un rascacielos.
Inaugurado en 1936 con proyecto de Sánchez, Lagos y de la Torre, el Kavanagh, con su estilo Art Decó, recuerda ciertamente a los rascacielos de Nueva York, como el Chrysler o el Empire State.
Aunque este “solo” llega a 120 metros y 31 plantas.