La hemos visto tantas veces, en tantas pelis y series y, ejem, portadas de discos...
Y tan emblemático de Chicago como sus edificios, es el río.
Helado en invierno, pintado de verde el día de San Patricio, con sus barca-taxis...
...y su espectacular desembocadura en el Lago Míchigan: el mar interior de Norteamérica.
Salvo que, en realidad, esa NO ES la desembocadura del río Chicago porque el río Chicago no desemboca en el lago, aunque ese fuese su lado natural.
Bueno, no desemboca AHORA, durante miles de años, exactamente hasta el 2 de enero de 1900, el río sí desembocaba allí.
¿Qué pasó?
Pues lo que sucedió es que Chicago pasó de 4.500 habitantes en 1840 a más de 110.000 en 1860 y a más de UN MILLÓN en 1890.
Y eso significaba mucha gente. Mucha gente que vivía y mucha gente que ensuciaba.
¿Y dónde arrojaban todos esos desperdicios? Pues al río Chicago.
Al principio arrojaban todo directamente al río porque la ciudad no tenía siquiera sistema de alcantarillado, algo que solucionaron a lo bestia en 1860 elevando toda la ciudad (tal y como ya contamos en otro episodio de #LaBrasaTorrijos)
Pero el problema era que el boom de Chicago hizo que la ciudad creciera DEMASIADO y el alcantarillado (que también desembocaba en el río) acababa llegando al Lago Míchigan.
Y del Lago Míchigan es de donde la ciudad tomaba (y toma) su agua potable.
¿Resultado? Enfermedades.
Había que hacer algo, y había que hacer algo rápido, así que las autoridades pidieron ayuda (otra vez) a Ellis S. Chesbrough, el ingeniero que había ideado el sistema de elevación de la ciudad.
Este señor.
La primera idea de Chesbrough fue construir nuevos depósitos de toma de agua, mucho más alejados de la orilla, de tal manera que la suciedad del río se diluyese antes de llegar allí.
Esto es uno de esos depósitos situado a unos 3 kilómetros de la costa.
Y lo hicieron, desde 1864 hasta 1866 construyeron un túnel 20 metros bajo el lecho del lago, que conectaba la canalización de agua potable con los nuevos depósitos.
Pero pese al esfuerzo y a la enorme cantidad de dinero que costó, el asunto no funcionó.
Entonces Chesbrough tuvo una idea más burra. Incluso más que la de levantar la ciudad.
A saber: el alcantarillado iba al río y el río iba al lago y del lago es de donde tomaban el agua, así que para conseguir que ese agua de beber siempre estuviera limpia, había que hacer que el río NO DESEMBOCARA EN EL LAGO.
HABÍA QUE DARLE LA VUELTA AL RÍO.
Claro, las autoridades le dijeron "Oiga, señor Chesbrough, eso de darle la vuelta al río, ¿cómo piensa hacerlo? Porque hacer que el agua suba es un poquitín imposible"
A lo que Chesborugh dijo algo así como "Tranquilos que está todo pensao. Lo que haremos será excavar".
El problema era el siguiente: Chicago es una ciudad MUY plana. De hecho, para 1870 apenas levantaba unos 4 metros del nivel del lago.
Pero es que, además, está en una zona MUY plana de USA: la cuenca de los Grandes Lagos.
En esta ilustración se ve como el flujo antiguo del río Chicago iba hacia el Lago...y también se ve la solución que encontró Chesbourgh al oeste: el río Des Plaines.
El Chicago desembocaba en el Lago mientras que el Des Plaines desemboca en el Mississippi.
¿Cómo es posible que dos ríos que están tan juntos fluyan en direcciones opuestas? Pues porque justo en medio discurre una levísima falla elevada que genera dos laderas.
Así que Chesbrough dijo: "A ver, chavales, excavamos un canal con una leve pendiente desde el río Chicago hasta el río Des Plaines y así conseguimos que el Chicago desemboque en el Mississippi y nos quitamos el problema de encima".
Algo así.
Y lo hicieron.
El bueno de Chesbrough nunca llegó a ver su obra magna porque murió en 1886 y las obras del nuevo canal no comenzaron hasta 1892.
Fue una obra SALVAJE: 45 kilómetros de excavación. Más de 40 millones de metros cúbicos de tierra, usando los sistemas más avanzados de la época.
Grúas descomunales, excavación con dinamita, martillos neumáticos, compuertas, esclusas.
Una obra faraónica que conseguiría que todos los habitantes de la zona fuesen felices.
(¿Todos? ¿Seguro?)
Bueno, a ver, los habitantes de Chicago estaban contentísimos con no tener que beber agua sucia...pero los de San Luis, en Misuri, pues no estaban tan contentos porque toda la guarrería de Chicago desembocaba DIRECTAMENTE en su ciudad.
Por eso, cuando las obras ya estaban bastante avanzadas las autoridades de San Luis comenzaron a explorar posibles demandas legales que impidiesen que la obra del nuevo canal llegase a término.
Al enterarse de los planes de San Luis, los responsables de la obra del canal dijeron que venga rápido rápido colegas que esto tiene que estar terminado cuando antes, así que aceleraron los trabajos de tal manera que adelantaron el fin de la obra en más de medio año.
Y el 2 de enero de 1900, casi con el cambio de siglo, volaron la última de las compuertas.
El Canal Navegable y Sanitario de Chicago comenzó a fluir lentamente hacia el oeste.
Dos semanas después, el río Chicago dejaba de desembocar en el Lago Míchigan y comenzaba a "nacer" desde el Lago Míchigan hasta desembocar en el Mississippi y, de allí, hasta el Golfo de México.
El nuevo canal era tan famoso en Chicago que se organizaban visitas guiadas a verlo, aprovechando el nuevo discurrir del río.
Sí, en ese barco pone "Excursiones diarias al canal de drenaje" porque quién no querría ir a ver cómo flota tu mierda en un río lejos de tu ciudad...
¿Y qué pasó con San Luis?
Para saberlo, pincha en "mostrar respuestas", que la historia aún no ha terminado.
⬇️⬇️⬇️
Pues el Estado de Misuri presentó una demanda contra la construcción del canal y el cambio de sentido del río el día 17 de enero de 1900, dos semanas después de que se hubiese inaugurado.
Y la demanda llegó a la Corte Suprema de los Estados Unidos, ojo.
En la demanda, Misuri decía que las aguas que les mandaban los de Chicago eran "pútridas" y que se las quedasen ellos.
La Corte les dio la razón pero falló a favor de Chicago.
La argumentación de la Corte fue que sí, vale, el agua que viene hasta el Mississipi es guarrísima, pero no es solo culpa de Chicago; hay muchas otras localidades que también vierten su mierda al río y, de hecho, vosotros mismos en San Luis lo hacéis, así que caso sobreseído.
Tras más de 120 años desde que se inaugurase el Canal Navegable y Sanitario de Chicago, la ciudad ha sofisticado mucho sus sistemas de saneamiento y ya no se vierte nada tan sucio al río.
De hecho, en los 90 se llevó a cabo una formidable operación de limpieza y embellecimiento del río y, a día de hoy, es uno de los atractivos más famosos de una ciudad tan enorme y tan fascinante como Chicago.
Ah, y su corriente sigue fluyendo al revés.
Si os ha gustado el episodio de hoy, hacedme RT al hilo, FAVs, follows o dadme un paseito por el Manzanares (que yo creo que no se puede, la verdad)!
Y si os gustan las historias como esta, ATLAS DE LUGARES EXTRAORDINARIOS es mi segundo libro: un viaje por los sitios más curiosos del mundo para pequeños exploradores de 4 a 10 años.
YA ESTÁ EN TODAS LAS LIBRERIAS Y EN TODOS LOS SITIOS ONLINE: amzn.to/3UoozGv
❤️Ah, y también podéis pasaros por mi IG, donde también cuento historias muy chulas.
Todas las imágenes del hilo de hoy están acreditadas en la descripción de la primera fotografía de cada tuit. Todas se han usado bajo su correspondiente licencia.
#LaBrasaTorrijos se escribe en directo todos los jueves desde el soleado barrio de Villaverde.
(Fin del HILO 🇺🇸🌊↩️💩)
• • •
Missing some Tweet in this thread? You can try to
force a refresh
El Cementerio de los Ingleses es un pequeño recinto tapiado frente a los acantilados de Camariñas, en A Coruña.
Pero ¿y si allí estuviese enterrado Jack el Destripador? (Y no, no es descabellado).
Esta es una historia de naufragios y patrimonio, en #LaBrasaTorrijos
🧵⤵️
Plymouth, 8 de noviembre de 1890. Un hombre sube al "HMS Serpent" como quien acepta una sentencia cuyo contenido desconoce pero cuyo peso reconoce al instante.
@DACTurismo El nombre que dio —Arthur, James, William, el que fuese— quedó casi disuelto en la humedad del muelle porque lo pronunció demasiado bajo, evitando el cruce de miradas con el oficial que anotaba en un registro ya curvado por la lluvia.
Lo de que las estaciones del metro de Estocolmo son preciosas es algo digno de comprobarse in situ.
Pero también esconden una historia. Una historia de amor por los servicios públicos, por las infraestructuras públicas, por la gente que las construye y por la gente que las usa cada día:
La historia empieza, como empiezan casi todas las historias buenas de ciudades nórdicas, en la roca. Ni en el hormigón ni en el hormigón revestido de hormigón —que es la tentación internacional—, sino en la roca viva, la roca madre, el granito glacial que hace de Estocolmo una ciudad con vértebras de hielo fósil.
Cuando a mediados del siglo XX decidieron construir su red de metro, optaron por la solución más directa, casi geológica: excavar, dinamitar, abrir la montaña e insertar trenes. Y en algún momento de esa operación de ingeniería a mano armada surgió una pregunta casi infantil, tan evidente y, a la vez, tan peculiar que era muy raro que alguien se la preguntase: ¿y si dejamos la roca vista?
La respuesta tiene que ver con estética, sí, pero también con política y con época. Tras la Segunda Guerra Mundial, Suecia —como buena parte del norte de Europa— estaba articulando un nuevo pacto social: bienestar público, accesibilidad, democracia cotidiana.
Uno de los engranajes de ese pacto era la convicción tranquila, pero tenaz, de que el arte no debía ser un lujo sino un derecho. Así que, si el metro iba a convertirse en el gran espacio público donde cientos de miles de personas bajarían cada día, ¿por qué no convertirlo también en un lugar donde el arte descendiese con ellas? Un soporte para democratizar la belleza, para hacer país desde el subsuelo.
Esa respuesta convirtió al metro de Estocolmo en la frase con la que lo definen: la galería de arte más larga del mundo. Algo que va más allá del eslogan turístico; es una decisión conceptual. Si vas a perforar la ciudad, abraza sus entrañas. Si vas a mover a tanta gente bajo la tierra, ofréceles algo más que azulejos blancos y tubos fluorescentes.
Haz país. Haz estética. Haz política blanda —que es la mejor política—.
La línea azul es el ejemplo más evidente. Basta bajar desde T-Centralen para entenderlo: la bóveda, pintada de azul profundo, conserva la piel rugosa de la roca. Tiene algo de caverna prehistórica, pero intervenida con brochazos gigantes. Parece la obra de un pintor expresionista que hubiera vivido aquí encerrado con un cubo de acrílico y demasiadas horas de invierno.
Además, en esa bóveda aparecen siluetas de obreros: un homenaje directo a los trabajadores que construyeron la red hace 75 años y que la mantienen cada día.
Tres cuartos de siglo de ciudad subterránea.
Sigue uno bajando por la línea y llegas a Solna Centrum, la estación más fotografiada de Suecia (y probablemente una de las más fotografiadas del mundo). Un túnel rojo, intensamente rojo, un rojo que no te abraza sino que te engulle.
Parece una bajada al infierno, sí, pero es un infierno con una intención: el mural, pintado en 1975, denuncia la deforestación sueca. El rojo del cielo frente al verde de los bosques como un aviso urgente en un país que hoy presume de sostenibilidad, pero que lleva décadas pensando en estas cosas.
Estando allí me pregunté si hoy ese mural se lee de otra manera. Si ya no habla solo de árboles sino del planeta entero.
Estoy en Estocolmo, moviendo las manos porque hace tres grados bajo cero, y esto que tengo detrás es el ayuntamiento, el Stadshuset.
Visto así, con su ladrillo rojo, su torre alta y esta logia abierta al agua, parece un edificio medieval, casi un híbrido entre castillo nórdico y palacio veneciano. Podría colar como gótico italiano, o como algo que te encontrarías entrando en la plaza de San Marcos por la puerta equivocada.
Pero la gracia es precisamente que no es medieval en absoluto.
Es un edificio del siglo XX: se construye entre 1911 y 1923, lo diseña el arquitecto Ragnar Östberg y es uno de los grandes ejemplos del Romanticismo Nacional sueco, una arquitectura que mezcla referencias históricas con una idea muy moderna de lo que debe ser un edificio público.
Por eso está aquí, pegado al agua. Si esto fuera de verdad un ayuntamiento medieval, lo lógico es que estuviese bien adentro del casco antiguo, protegido por murallas, alejado de cualquier ataque por mar. Pero, en los años veinte, Suecia ya no está pensando en cañones y asedios: está pensando en democracia, administración y ciudad abierta.
El Stadshuset se coloca en la punta de Kungsholmen, justo donde el lago Mälaren se abre hacia el archipiélago que conecta con el Báltico. Es un gesto urbano clarísimo: el poder municipal se asoma al agua porque el agua es lo que organiza Estocolmo.
El patio donde estoy tiene ese aire muy veneciano: arcos de medio punto abajo y esa sensación de plaza porticada que se abre directamente al embarcadero. Te giras y podrías estar esperando que aparezca una góndola, pero lo que llega son ferris y hielo.
La torre, además, está claramente emparentada con el campanile de San Marcos, solo que coronada por las Tres Coronas doradas de Suecia, para que no haya dudas de quién firma el skyline.
Y luego está la obsesión material. El ayuntamiento está construido con unos ocho millones de ladrillos rojos, de los cuales cerca de un millón se hicieron a mano, precisamente para conseguir esta textura vibrante, nada uniforme, que ves en fachada: el típico ladrillo de monasterio nórdico, colocado alternando testas y tizones para que el muro nunca sea del todo plano ni del todo predecible.
Ragnar Östberg era bastante maniático con la textura: quería que el edificio, visto de cerca, tuviera una piel casi viva, con pequeñas variaciones en cada pieza.
Estoy en Stortorget, la plaza central de Gamla Stan, el casco medieval de Estocolmo.
Hoy hay mercadillo navideño, con luces y turistas, pero bajo toda esta postal hubo, hace siglos, bastante menos encanto.
En esta plaza tuvo lugar la Boda Roja original:
Como sabréis por las novelas de George R. R. Martin y la serie Juego de Tronos, la Boda Roja es uno de los episodios más traumáticos de la historia. Martin lo escribió inspirándose en varios hechos históricos, uno de ellos fue el "Baño de Sangre de Estocolmo" de 1520.
Ese año, el rey Cristián II de Dinamarca conquistó Suecia y, para celebrarlo, organizó una gran coronación en el casco antiguo de Estocolmo. Tres días de fiesta, banquetes, vino caliente, diplomacia y buen rollo oficial. Hasta que, al tercer día, Cristián ordenó cerrar todas las puertas de la ciudad vieja.
Entonces empezó la matanza.
Entre ochenta y noventa personas —nobles, clérigos y ciudadanos influyentes de Estocolmo— fueron ejecutadas. Muchos fueron decapitados y sus cabezas expuestas en picas aquí mismo, en la plaza, durante semanas.
En este lugar tan bonito, tan instagrameable, con chocolates calientes y guirnaldas, a principios del siglo XVI se montó una escabechina monumental.
(Sí, ya sé que en el video digo 1580, es que me bailan las fechas más que Gene Kelly en El Pirata)
Hoy, Stortorget tiene otra cara.
Además del mercado de Navidad, uno de los edificios que dan a la plaza alberga la Academia Sueca, la institución que concede cada año el Premio Nobel de Literatura: el lugar soñado de Murakami, para entendernos.
Y, claro, aquí se levantan también las famosas Casa Roja y Casa Verde, dos fachadas del siglo XVII que, además de fotogénicas, son bastante tramposas.
La casa verde, por ejemplo: esas líneas blancas alrededor de las ventanas parecen molduras de piedra, pero en realidad son pintura. Querían simular nobleza, apariencia de sillería cara, pero no había presupuesto, así que resolvieron el asunto con pigmento.
En el fondo eran casas normales, con bodega abajo y almacén arriba. De hecho, la famosa ventana redonda superior no es un capricho barroco, es simplemente una forma eficaz de iluminar ese almacén.
El Sexto Panteón del cementerio bonaerense de la Chacarita es, sencillamente, uno de los lugares más bellos y más estremecedores del mundo.
Un espacio casi desconocido que esconde un viaje de luz, emoción y la historia de una mujer.
Os la cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
A mediados del siglo XX, cuando Buenos Aires miraba a la modernidad como una hacia el futuro, una arquitecta recibió un encargo que, para cualquiera de su generación, ya habría sido enorme, pero que para una mujer en los años 50 era casi un desafío a la gravedad social.
Se llamaba Ítala Fulvia Villa y entraba en las reuniones de las oficinas municipales —llenas de ingenieros varones— con un cuaderno, algunos planos y esa paciencia feroz que sólo pueden tener las personas que saben que su talento será discutido antes incluso de ser visto.
El edificio Kavanagh, en Buenos Aires, fue el primer rascacielos de Sudamérica.
Parece neoyorquino, pero tiene algo que los rascacielos de Nueva York no tienen: una leyenda. Porque el Kavanagh se construyó por un despecho amoroso.
Esta es la historia:
🧵⤵️
A principios de los años treinta, Corina Kavanagh, una rica heredera, compró una parcela frente al Parque de San Martín, junto a Puerto Madero, y mandó construir un rascacielos.
Inaugurado en 1936 con proyecto de Sánchez, Lagos y de la Torre, el Kavanagh, con su estilo Art Decó, recuerda ciertamente a los rascacielos de Nueva York, como el Chrysler o el Empire State.
Aunque este “solo” llega a 120 metros y 31 plantas.