El 7 de diciembre de 1941, poco antes de las 8 de la mañana, la Armada Imperial Japonesa, al mando del Almirante Yamamoto, lanzó un ataque sorpresa sobre la base naval estadounidense de Pearl Harbor, en Hawaii.
El ataque hundió un buen número de buques y aviones pero no consiguió su objetivo de inutilizar la flota americana del Pacífico.
De hecho, lo que consiguió es cambiar el rumbo de la historia, porque justo un día después, USA entró oficialmente en la 2ª Guerra Mundial.
En realidad, la US Navy ya llevaba unos cuantos meses operando en el teatro del Atlántico Norte.
Sin embargo, con lo que USA no contaba era con un ataque en su propio suelo soberano que, además, azuzaba el miedo a que los japoneses llegasen la Costa Oeste continental.
Miedo que se confirmó en febrero y en junio del 42, cuando submarinos nipones atacaron instalaciones militares junto a la costa de California y la del estado de Washington.
En esos días hubo un cierto pánico en la Costa Oeste. El más famoso fue el 24 de febrero, cuando proyectiles de artillería antiaerea iluminaron el cielo de Los Ángeles en busca de una supuesta flota de bombarderos japoneses, que al final resultó ser una falsa alarma.
Pero aunque ese día no llegasen, el ejército daba por hecho que *podían llegar* en cualquier momento.
Y eso significaba que podían alcanzar algunas de las instalaciones más importantes de las que disponían los americanos: las plantas de fabricación de aeronaves.
Por las que más temían eran por las de Lockheed en Burbank, California y por la ENORME Planta 2 de Boeing en Seattle.
Y si digo que la planta 2 de Boeing era enorme, es que lo era: 10 hectáreas. 100.000 metros cuadrados.
Y tenía que ser así de grande porque dentro se fabricaban los imponentes B-17 Flying Fortress y más tarde los B-29 Superfortress, que dominarían los cielos durante la guerra.
En vista de que edificios de semejante tamaño eran unas dianas FACILÍSIMAS de identificar (y de acertar) desde el cielo, había que hacer algo.
Y encargó el cometido de ese "algo" al hombre perfecto: John Ohmer, fotógrafo, mago amateur y, por cierto, comandante de la US Air Force
Y como fotógrafo y mago amateur, Ohmer sabía que, para conseguir su objetivo y evitar la catástrofe, Estados Unidos debía recurrir a una de sus armas más eficaces: la magia de Hollywood.
La idea era camuflar los edificios, y qué mejor manera para hacerlo que emplear los sistemas, los medios y los métodos del cine: pinturas, decorados y tramoyas.
Así que construyeron gigantescos barrios residenciales falsos EN LAS CUBIERTAS DE LOS EDIFICIOS. En serio.
De hecho, Ohmer fue a la Metro, la Paramount, la Columbia o la Disney a contratar decoradores, animadores, pintores y diseñadores de producción que se encargaron de diseñar genuinos pueblos potemkin para simular que esas plantas aeronáuticas no eran más que inocentes suburbios.
(¿Que qué es un pueblo potemkin? Bueno, los fieles de #LaBrasaTorrijos seguro que lo saben, pero siempre viene bien un recordatorio)
Durante unos frenéticos meses de 1942, se construyeron barrios enteros con calles y aceras falsas, colinas simuladas con cientos de metros cuadrados de tela de saco, árboles de madera pintados de verde, cercas y coches hinchables que movían de vez en cuando para dar el pego.
Y esos barrios estaban construidos sobre las cubiertas, al fin y al cabo, los espectadores a quienes iba dirigido el engaño solo iban a mirar el edificio desde el cielo.
Aquí se ve como se difuminaba el borde del edificio con vegetación falsa y casitas pintadas en la fachada.
Y esos decorados solo se iban a mirar desde el cielo y, de hecho, desde lejísimos: unos 10.000 pies que era la altitud de bombardeo de los Mitsubishi Ki-21 pesados de la Fuerza Aérea nipona.
Pero el engaño daba totalmente el pego. Fijaos en el antes y el después.
Y fijaos como, desde un avión, el edificio es muy difícil de distinguir.
Y esta es quizá lo más chulo de los barrios de Ohmer, que como solo se iban a ver desde arriba, todas esas casas y esos árboles solo respetaban la escala en planta, pero eran bastante más chiquititos en alzado.
Eran ciudades casi bidimensionales. Mirad la altura de la casa.
En el caso de Lockheed, la tela de saco se extendía cubriendo incluso los aparcamientos. Y en la de Douglas en Santa Mónica, hasta las calles entre los edificios.
Durante 3 años, y hasta el fin de la guerra, las plantas permanecieron ocultas bajo idílicos suburbios de casitas liliputienses de pega. Los trabajadores de la planta estaban tan orgullosos de su tejado que llegaron a poner nombre a las calles falsas.
Terminó la guerra y la aviación nipona nunca llegó a aproximarse a la Costa Oeste, así que esos monumentales disfraces nunca llegaron a ser testados. Aunque muy probablemente funcionarían porque eran formidables, como se ve (no se ve, en realidad) en esta imagen.
Las ciudades de Ohmer se desmantelaron en el 46 y varios de sus restos se repartieron entre los empleados que habían trabajado en las plantas durante la guerra.
Quizá querían un recuerdo de cuando montaron sobre sus cabezas un decorado de Hollywood para engañar a las bombas.
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Estamos a finales de 2022. Han pasado 14 años desde la caída de Lehman Brothers y una década desde que el estallido de la burbuja inmobiliaria tocó fondo.
Todo el mundo ha cambiado y, de hecho, el mundo de la arquitectura está cambiando posiblemente para siempre.
Entre los arrozales del sur de China se levantan unas torres centenarias. Herederas de las tradiciones, elegantemente decoradas y completamente hechas de...
...HORMIGÓN.
¿Cómo? ¿Por qué de hormigón?
En #LaBrasaTorrijos de hoy, los indestructibles diaolou de Kaiping.
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(Se recomienda la lectura del episodio de hoy acompañada de la siguiente banda sonora).
Casi todos creemos que El Último Emperador de China fue Puyi, este niño que retrataba Bertolucci en la peli homónima del 87 con (formidable) fotografía de Vittorio Storaro