Hace poco más de una década, en 2012, el Grand Palais de París albergó una magna muestra retrospectiva consagrada a Edward Hopper (1882-1967), el pintor que localizó en la soledad estadounidense una puerta para acceder al desamparo global.
Curada por Didier Ottinger, director adjunto del Centro Georges Pompidou, la exposición se dividió en dos vastos hemisferios cronológicos: el periodo formativo de Hopper, que comprende de 1900 a 1924, y su etapa madura, que abarca de 1924 a 1966.
El cuadro que funge como gozne entre ambos hemisferios podría ser “House by the Railroad”, cuya mansión emblemática inspiró entre otros a dos cineastas mayores: Alfred Hitchcock en “Psicosis” (1960) y Terrence Malick en “Días de gloria” (1978).
Emblemática es también la fecha en que se realizó "House by the Railroad", 1924, ya que en julio de ese año Hopper contrajo matrimonio con la pintora Josephine (Jo) Nivison, a quien conoció en la New York School of Art, donde ambos estudiaron bajo la tutela de Robert Henri.
Edward Hopper y Jo Nivison fincaron su vínculo amoroso en el verano de 1923, durante una estancia en una colonia artística en Gloucester, Massachusetts.
Compañera fiel al grado de sacrificar su propia carrera plástica para mantener sobre rieles la trayectoria de Hopper, Jo Nivison (1883-1968) llegó a expresar con triste elocuencia el sigilo y el retraimiento que cincelaron el carácter célebre de su marido.
“A veces hablar con Eddie [Hopper] es como arrojar una piedra a un pozo, salvo que no se oye nada cuando toca fondo”, declaró Jo Nivison.
De la oscuridad de ese pozo, sin embargo, brotaron varias de las estampas más radiantes del siglo XX, imágenes que retratan a los inquilinos de una desolación que responde a la inquietud de Hopper: “Quizá yo no sea muy humano. Mi deseo era pintar la luz del sol sobre una pared.”
Implacable, inconfundible, el fulgor hopperiano dio cabida a una amplia galería de apátridas del universo —para usar el término creado por Nathaniel Hawthorne— en la que la mujer tiene una presencia preponderante.
Nacido en Nyack, pequeña población del estado de Nueva York, Edward Hopper se crió en un entorno de severidad baptista dominado por la figura femenina a través de su madre, su abuela materna, su hermana mayor (Marion) y la sirvienta de la casa.
Precoz en el dibujo, con el que comenzó a descollar a los cinco años, Hopper nutrió desde niño una naturaleza introspectiva y reservada que plasmaría en su mundo pictórico mediante personajes que parecen pertenecer a filmes detenidos en el tiempo de manera indefinida.
Las actrices de estas películas noir que el espectador debe echar a andar en su imaginación son especialmente seductoras: ya sea ataviadas con ropa de época, semidesnudas o desnudas, todas exhiben una fragilidad psicológica que en varias ocasiones se mezcla con el poder erótico.
Esta mezcla consigue generar un efecto fascinante como ocurre “High Noon” (1949), óleo donde Hopper recupera la voluptuosidad de las acuarelas que constituyen la parte más secreta de su obra y que empezaron a surgir en 1923 a sugerencia de Jo Nivison.
Las hermosas acuarelas eróticas que Edward Hopper realizó gracias al impulso de Jo Nivison se dieron a conocer tardíamente y constituyen una muestra más del enorme talento del artista para captar la figura femenina.
Fue justamente Jo quien, luego de aceptar la propuesta marital en 1924, pasó a ser la única modelo de Edward Hopper: una sola mujer que, tal vez para paliar la ausencia de hijos, se multiplicaría en innumerables mujeres trocadas en efigies del desarraigo cósmico.
En el verano de 1943, Edward Hopper llegó a Saltillo en compañía de Jo Nivison. Huían del bullicio de la Ciudad de México, que había sido su primer destino vacacional. El matrimonio regresaría en otras dos ocasiones a la ciudad coahuilense, donde el pintor trabajó en acuarelas.
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El 29 de marzo de 1983, Italo Calvino impartió en Nueva York una conferencia en torno de “Las ciudades invisibles” en la que, entre otras cosas fantásticas, dijo lo siguiente: “Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares /
/ de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos.” Pocas sensibilidades urbanas tan refinadas como la del gran escritor italiano.
“Si hombres y mujeres empezaran a vivir sus efímeros sueños, cada fantasma se convertiría en una persona con quien comenzar una historia de persecuciones, simulaciones, malentendidos, choques, opresiones, y el carrusel de las fantasías se pararía.” Genio puro el de Italo Calvino.
La noche del 14 de septiembre de 1966, meses antes de comenzar a escribir para el periódico “Jornal do Brasil” una serie de magníficas colaboraciones que se extendería hasta 1973, Clarice Lispector se quedó dormida en su departamento de Río de Janeiro.
Pero habría que clarificar: se quedó dormida al cabo de ingerir una dosis de los somníferos que venía consumiendo desde hacía unos años para conciliar el sueño que la rehuía como un caballo salvaje.
Y más aún: se quedó dormida luego de tomar somníferos y con un cigarro encendido en la mano derecha como para prefigurar el destino misterioso y fatal de su colega Ingeborg Bachmann en un departamento de Roma en octubre de 1973.
La última voluntad de Frédéric Chopin (1810-1849), el compositor que inició una revolución musical con sus magistrales piezas para piano, dio pie a una de las historias más extrañas aunque fascinantes de las que tengo noticia.
Víctima de tuberculosis crónica, Chopin murió cuando tenía apenas treinta y nueve años. Una imagen indeleble lo ubica en su lecho de muerte, escupiendo sangre mientras las damas de alcurnia de París lloran a su alrededor y algunos dibujantes lo retratan a toda prisa.
Uno de los mayores miedos de Chopin era el entierro prematuro, tema de un célebre cuento de Edgar Allan Poe. “La tierra es asfixiante”, dijo en su lecho de muerte a su hermana mayor Ludwika, a quien hizo jurar que su cadáver sería sometido a autopsia para garantizar la muerte.
1. Yo escribo a falta de una mano en mi mano, a falta de dos ojos frente a los míos, a falta de un cuerpo exterior a mí sobre el cual apoyarme —un minuto siquiera— y llorar.
2. Siento un deseo espantoso de devorar todos los libros. Pero al mismo tiempo, mi represión ética me advierte que más vale depositar mi hambre en uno solo.
3. No creo en la poesía. Ningún poema puede dar cuenta de la intensidad de los deseos. A lo sumo puede redactar, posteriormente, una crónica más o menos fascinante de lo que pasó. Pero un poema no es algo que sucede.
Este es el correo que el señor Leonardo Loscertales, nuevo dueño y socio único de @EditorialTurner / @Turner_Mx, me envió el 12 de junio de 2024 en respuesta a mis múltiples correos solicitando claridad con las regalías de mi libro “#UnPerroRabioso. Noticias desde la depresión”.
En el tercer párrafo del correo del señor Leonardo Loscertales, señalado con una línea negra, se me anuncia la destrucción de los ejemplares físicos de mi libro, la descatalogación del mismo y su salida de las plataformas de venta digital. He escrito en tres ocasiones. Silencio.
El señor Leonardo Loscertales habla del “descontento” de @EditorialTurner / @TurnerMx por las ventas “francamente bajas” de mi libro “#UnPerroRabioso. Noticias desde la depresión”. Durante un año este se mantuvo entre los primeros lugares de ventas en distintas áreas de Amazon.
[Advertencia: aquí no se habla de Homero ni de la Biblia ni de la segunda parte del “Quijote”.]
1. El narrador no fiable, tipificado por Wayne C. Booth en 1961, es una de las figuras que más me interesan en la literatura.
2. Si bien se remonta al siglo dieciocho con “Tristram Shandy” (1759) de Laurence Sterne, el narrador no fiable sienta sus reales en la ficción durante el siglo diecinueve. “Memorias póstumas de Blas Cubas” (1881) de Joaquim Maria Machado de Assis sigue el ejemplo de Sterne.
3. A mi juicio, el primer gran ejemplo de narrador no fiable es la institutriz sin nombre de ”Otra vuelta de tuerca” (1898) de Henry James.
4. Diez años antes de “Otra vuelta de tuerca”, sin embargo, Henry James coqueteó con el narrador no fiable: “Los papeles de Aspern” (1888).