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Hoy les podría contar la realidad. Pero me niego. Incluso los realistas como yo necesitamos descansar. Ya saben que yo descanso de noche. Son las dos de la mañana. Y me he sentado en el balcón de mi casa. Desde aquí se ve la calle. Se está fresco. Se ve la vida pasar.
Llevo haciendo esto varias noches. Como les he comentado alguna vez, yo soy insomne, lo cual hace que me sobre tiempo por la noche. Y así paso largos ratos mirando mi calle, pensando en mis cosas. Pero es que, desde hace una semana, en mi barrio están pasando cosas raras.
Yo vivo en la falda de una montaña, en el límite de Barcelona y un bosque que se llama Collserola. Como estoy cerca de la naturaleza, aquí se ven más bichos que en el centro de la ciudad. De vez en cuando, de noche, por mi calle bajan jabalíes.
Nunca he sabido por qué bajan, hasta estos días. Antes, yo creía que se adentraban en la ciudad a rebuscar entre las basuras hacia la medianoche. Y que se volvían a la montaña a eso de las dos de la madrugada, con el estómago lleno tras una noche de aventuras.
Pero desde que llegó el coronavirus, la naturaleza está revolucionada. Como los humanos no salimos a la calle, salen ellos. Y cada noche, desde mi terraza, veo jabalíes bajar hacia el centro. Pero eso ya ni me sorprende. Lo extraordinario pasó hace unos días.
Estaba yo, como siempre, a las dos de la mañana mirando la calle, cuando vi algo extraño. Por la acera, de vuelta desde el centro, venían dos formas grises que avanzaban lentamente. Una era baja y rechoncha, y reconocí rápidamente que era un jabalí. La sorpresa era la otra.
A su lado, como quien no quiere la cosa, caminaba un abuelo. Tendría no menos de 80 años, y avanzaba, con el jabalí a su lado, subiendo por mi calle, en dirección a la montaña. Al bosque. Grité “Abuelo!”, se giró levemente, con una sonrisa, y siguió su marcha, silencioso.
Honestamente, pensé “Dani, se te está yendo la cabeza, es hora de ir a dormir”. Y eso hice. Eso sí, a la noche siguiente volví a mi puesto de observación, lleno de curiosidad. Y esta vez con unos prismáticos. Como cada noche, a eso de las 11 vi los jabalíes bajar hacia el centro
Pero es que al cabo de un rato, por la calle de detrás, subieron dos abuelas, en dirección a la montaña, al lado de otro jabalí. He de reconocer que me asusté: una de ellas incluso vestía aún la bata verde del hospital. Usando los prismáticos, pude leer el nombre desde lejos.
Una de ellas me miró desde lejos. Se parecía a mi abuela. Bueno, qué sabré yo. Mis abuelas murieron cuando yo era un crío. Pero esa señora se parecía al recuerdo que tengo yo de mi abuela. Como la noche anterior, me sonrió, no dijo nada, y desapareció calle arriba.
Y cada noche de los últimos diez días, se repite la misma escena. Como cada vez son más, llamé a mi amigo Pere, que vive dos calles más allá, en una calle muy ancha. Me tomó por loco. Pero al día siguiente me llamó, con un hilo de voz. “Tienes razón, aquí también pasa”.
Lo que viene ahora es una imprudencia. Sé que debería haber cumplido el confinamiento. Pero tenía que ver qué estaba pasando. Así que ayer me vestí con ropa oscura, para no llamar la atención. Y me puse, como cada noche, en mi terraza a esperar.
Docenas de jabalíes bajaron hacia el centro. Pasada la medianoche, salí a la calle, saltándome el confinamiento, y me senté a esperar. A ver, mi barrio está siempre desierto, no pasa la policía nunca. Así que había poco peligro de que me descubriese una patrulla.
A las dos de la mañana, como cada noche, los he visto subir acompañando abuelos. Se los ve contentos, en paz. No hablan, pero se miran con los jabalíes. No me preguntéis cómo, pero parece como si hablasen con ellos. Y los jabalíes ríen. Sabe lo que está pasando.
Me he acercado a una de ellos, una abuela muy guapa que debía tener unos 85 años. Emanaba una luz grisácea pero hermosa. Al aproximarme, en cambio, he notado una sensación extraña. Una calidez. Me ha mirado, comprensiva, y ha seguido su camino calle arriba.
No sufráis, no he sentido miedo en ningún momento. De hecho, estaba profundamente calmado. En un momento, incluso he estado tentado a cogerle la mano a la abuela, pero mi cerebro sabía perfectamente que no debía hacerlo, así que he preferido dejarla ir.
Y me he unido a la procesión, calle arriba. Hemos llegado a la Ronda, una avenida ancha que hay en Barcelona y que separa la ciudad del bosque puro. A estas alturas eran casi las tres de la mañana. Y he visto como, de todas las otras calles de la ciudad, subían otros grupos.
No sé cuántos habrían. Muchos. Demasiados. Hijos de la medianoche. Allá subían señores muy mayores escoltados por un gran ciervo. Al otro lado, he creído ver una chica joven, vestida aún de enfermera, sentada en una especie de columpio, sostenido por dos gansos al vuelo.
Así hemos llegado al margen del bosque. La abuela que llevaba delante se ha girado, me ha saludado con la mano, como despidiéndose, y se ha adentrado en la espesura, con todos los demás. Y llamadme loco. Pero diría que, al entrar entre los árboles, se ha desvanecido.
Así me he quedado, sólo, en el margen del bosque, sentado sobre una roca. Creo que me he dormido. Acabo de llegar a casa con la ropa pegada al cuerpo. Tengo en la retina lo que me pasó ayer. No sé exactamente qué es lo que viví. Pero sé perfectamente lo que significa.
Bajan a buscarles. Les acompañan de vuelta al lugar al que pertenecen. Juntos, vuelven al bosque del que un día salimos. El bosque que hemos ignorado. El bosque al que un día todos hemos de volver. No quieren que sufráis. En el bosque duermen. Allí todos ellos están bien.

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Si les gustó, un RT y así le alegramos el día a unos cuantos. La historia es mía, pero el estilo me he inspirado en Jiro Taniguchi, un autor japonés de cómic maravilloso. Compren este libro, les encantará:
amzn.to/3duw4qV
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