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Hay canciones que cuentan historias complejas, pero Eleanor Rigby va más allá y lo hace en solo tres estrofas. Tan buena es, que Lennon y McCartney se pelearon por su autoría, y los fans removieron cielo y tierra para encontrar a la protagonista. Todo eso y más, en este hilo.
En 1966, los Beatles atravesaban un período de transición: pronto quedaría atrás el fenómeno mundial que llenaba estadios, y se convertirían en una banda que solo grababa discos, cada vez más experimentales. Esa madurez también se percibió en el nivel y el estilo de sus letras.
Ahí se publica Eleanor Rigby. Ya en el primer segundo de la canción, pero literalmente, suena esta frase. Una apertura que aturde al oyente del pop de la época, desacostumbrado a desviarse de los temas románticos. Encima, revestido con cuerdas: violines, violas y violonchelos.
Aquí, en la primera de las tres estrofas, se introduce a la protagonista como marcan los cánones de una buena presentación de personaje: con una imagen potente. Ahí está Eleanor, recogiendo las migajas de la felicidad ajena, lo más cerca que estará nunca de casarse.
El verso de la cara es el más alambicado. Puede referirse al maquillaje para tapar su edad, pero también es una metáfora de la máscara con la que se muestra al mundo. Con este tipo de frases, los Beatles demostraban que se habían hecho mayores.
Por si no estuviese quedando lo suficientemente claro, por si a alguien se le escapaba el matiz de la narración, ahí va el estribillo, sin concesiones: esta es una canción sobre la soledad. Desde luego, cuesta imaginárselo en la típica radiofórmula de los sesenta.
Segunda estrofa, segundo personaje. Un sacerdote, de nuevo introducido con una escena peculiar, de las que se agarran a la memoria. Una imagen triste, zurcir calcetines en mitad de la noche, que encima nadie verá ni sabrá si están impecables o llenos de boquetes.
Evidentemente, McKenzie es un cura católico. Primero, por ser religión muy mayoritaria en el Liverpool de entonces y, segundo, porque el anglicanismo libera a sus sacerdotes del celibato. Es normal y habitual que contraigan matrimonio.
De nuevo el estribillo, que dice mucho apenas lanzando un par de preguntas al aire. Luego se repite el coro del principio que, a pesar de su contenido, otorgaba al tema ese toquecito beatle, casi jovial, con las voces de Lennon y Harrison.
Si las estrofas precedentes se dedicaban a un personaje, ahora ambas historias se cruzan para el cierre. El esquema es simple pero resolutivo. Y no es que se encuentren para vivir felices para siempre, qué va. Sus caminos coinciden en un funeral al que nadie más acude.
Hay dos interpretaciones para el verso "buried along with her name", y ambas relativas a la soledad. Puede que nadie recuerde el nombre que ella se llevó a la tumba sin descendencia, o puede que, al no casarse nunca, conservase su apellido de soltera.
El cura, por su parte, se sacude las manos al alejarse de la tumba de Eleanor. Otro día más en la oficina. En el último verso, o al menos así lo entiendo yo, se desliza una crítica a la religión —"no one was saved"—, algo ciertamente remarcable para, insisto, el pop de la época.
Lo mezclas todo y sale una historia conmovedora sin sentimentalismo facilón. Bastan 2 minutos y 11 segundos para retratar dos vidas con pinceladas. Oye, que no hay nada malo en cantar "I want to hold your hand", pero esto era, definitivamente, otra cosa.

Y ya se sabe, el fracaso es huérfano, pero al éxito le salen muchos padres. John Lennon afirmó en una entrevista que había escrito la mitad de la letra, y luego subió su apuesta al reclamar la autoría completa, a excepción del primer verso.
Paul McCartney reconoció la ayuda de John con algunas palabras, pero lo cifró en un 80%-20% a su favor. En realidad, la versión más documentada concluye que Paul remató la letra en la casa de Lennon en Kenwood, en una lluvia de ideas con varias sugerencias de Ringo y George.
McCartney, como hiciera con Yesterday, sacó la melodía y luego se preocupó de meterle letra. El cantautor Donovan, vecino de Paul, recuerda que la tocó en su casa con este texto provisional:

Ola Na Tungee/Blowing his mind in the dark/With a pipe full of clay/No one can say.
Paul primero bautizó al cura como Father McCartney. Claro, alguien le apuntó que la gente supondría que hablaba de su propio padre, que era un señor felizmente casado. Así que tiró de truco de escritor y buscó en la guía telefónica un nombre que le encajara. Salió McKenzie.
El personaje femenino empezó llamándose Miss Daisy Hawkins, pero aquello no le sonaba bien y decidió cambiarlo. El nombre de pila lo tomó prestado de Eleanor Bron, la actriz de la película Help!
Lo de Rigby le vino al toparse con el rótulo de una licorería de Bristol: Rigby & Evens Ltd, Wine & Spirit Shippers.

Paul ya tenía nombre para su protagonista, e incluso se preguntó: ¿habrá mujeres que se llamen Eleanor Rigby?
Si algo tenían —tienen— los Beatles son fans, así que ellos se encargarían de responder esa pregunta. Y sí, resultó que que en un cementerio de Liverpool encontraron esta lápida: Eleanor Rigby, muerta el 10 de octubre de 1939 con 44 años y enterrada junto a su familia.
Además, por si no fuese casualidad suficiente que la tumba se encontrara en Liverpool, tampoco resultó estar en un cementerio cualquiera, sino en el Woolton, contiguo a la iglesia St Peter’s. Ojito, porque aquel era... ¡el lugar donde se conocieron Lennon y McCartney!
La cosa se intrincaba más: los británicos hacen vida en los cementerios, son casi como parques, y a John le encantaba mostrarles a sus amigos la tumba de su tío porque se apellidaba Toogood Smith.

Y ya la casualidad definitiva: esa lápida y la de Eleanor estaban a pocos metros.
Paul, sorprendido con la noticia, admitió que el nombre quizás se había alojado de alguna manera en su subconsciente. Como la fiebre investigadora no cesaba, terminó por aclarar que Eleanor Rigby era un personaje totalmente ficticio salido de su imaginación.
Pero el destino, insaciable en sus piruetas, aún reservaba una más: la Eleanor real, la de carne hueso, fue una limpiadora de hospital que vivió, mucho tiempo antes, en la calle de atrás de lo que luego sería la casa familiar de John Lennon.
Cada cierto tiempo el tema vuelve a estar de actualidad por alguna subasta: un recibo de 1911 de E. Rigby, las escrituras de la tumba… Cualquier cosa. Ese es el poder de una buena canción, que perdura. Y todo porque un muchacho se sentó hace medio siglo en su piano a componer.
Hoy los turistas fotografían en Liverpool la estatua callejera de Eleanor Rigby, aunque en una pose que no recoge la letra: alimentando pájaros. Lo que sí clavaron fue la dedicatoria: para todas las personas solitarias.
P.D. Hasta aquí el hilo. Como siempre, se agradece lo de compartir y retuitear. La semana que viene analizo otra canción. Será el martes, que coincide con la noche a la que va dedicada. Salud.
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