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14 Oct, 76 tweets, 10 min read
Os voy a contar otra de las mías. Esta es una anécdota antigua que recordé hace unos días. Es de hace casi veinte años, cuando era un joven pluriempleado y medio narcoléptico y mi vida era el caos absoluto.

"EL DÍA QUE ATRAQUÉ A UN POETA EN UNA HAMBURGUESERÍA"
Estábamos a principios de los años cero. 2003 o 2004, si no recuerdo mal. Por aquel entonces yo andaba tratando de terminar la carrera. Además trabajaba de informático a media jornada en un polígono de mala muerte y de agente de handling para una compañía aérea en el aeropuerto.
En la oficina curraba de lunes a viernes, y en el aeropuerto principalmente fines de semana con algunos turnos sueltos entre semana en horario imprevisible.
Había veces que tenía que levantarme a las dos de la mañana para ir al aeropuerto dos horas a facturar un charter, volver a dormir otro rato y a las siete despertarme otra vez para ir a la oficina.

Son dos madrugones en el mismo puto día, o sea.
A veces salía de la oficina vestido de calle con el tiempo justo para llegar al otro curro y tenía que ponerme el uniforme en los servicios del tren camino del aeropuerto.
(Por cierto, señores pasajeros del tren de cercanías: no hace falta que le enseñen sus billetes de RENFE a un señor que viste uniforme de IBERIA. Gracias.)
Cuando trabajas en una oficina tienes días buenos y días malos, pero cuando trabajas cara al público todos los días son una puta mierda. Así que, para mantener cierta salud mental, cuando no tenía que estudiar ni currar siempre me iba por ahí de fiesta.
Tenía ventipocos años; podía agarrarme una kurda monumental, llegar a casa, vomitar, dormir una hora, tomarme un café y enfrentarme a un nuevo y largo día.
Total que entre trabajos, estudios y borracheras siempre tenía una falta de sueño alucinante. Pero alucinante literalmente, que a veces veía nubecitas de colores flotando entre la gente por la calle y cosas así.
A la larga mi cerebro se acostumbró a tomarse "power naps" de esas a la mínima oportunidad. Una vez me quedé frito en el cine viendo una de Godzilla que básicamente eran dos horas de bombazos nucleares a todo volumen.
Y yo roncando plácidamente en mi butaca soñando que estaba en una playa desierta escuchando el rumor del mar.
Así que iba por la vida narcoléptico perdido y encima super estresado, porque el día que había cobrado mi primer sueldo les dije a mis madres "os quiero mucho pero hasta luego Lucas" y me largué a vivir a un apartamento de mierda.
Entre alquiler, recibos, comida y el elevado coste de nuestra enseñanza libre y gratuita, tenía que hacer encaje de bolillos para llegar a fin de mes.

La verdad es que vivía en una espiral de autodestrucción, pero por algún motivo recuerdo aquellos años con cariño.
En el aeropuerto había días especialmente mierdosos tras los cuales te pegabas dos semanas rezando por encontrarte en la cola del pan con el Sr. Ricart Cidoncha, pasajero del 223 AGP-MAD, para poder decirle "ahora no represento a una empresa, hijo de puta"...
Y proceder a arrancarle la columna vertebral con tus propias manos entre carcajadas dementes.
Pero claro, esas cosas no pasaban. Los pasajeros te torturaban, te traumatizaban y luego cogían su vuelo y desaparecían para siempre, negándote la posibilidad de una justa venganza en forma de homicidio doloso y sobre todo doloroso.
Uno de esos días ultra mierdosos, de camino a mi apartamentucho decidí parar a comerme un campero en el Valdi antes de irme a la cama.
Era fin de mes, me quedaban veinte euros en la cartera y diez en el banco, me habían quedado un par de recibos sin pagar y estaba de un humor de perros.
Entro a la hamburguesería, pido mi campero en la barra y me siento en una mesa a esperar tomándome una cerveza helada que me sienta de puta madre. Justo cuando empiezo a reconciliarme un poco con la vida, un señor con gafas deja una tarjeta en mi mesa y se adentra en el local.
Leo la tarjeta. Lleva una especie de poema garabateado a bolígrafo. Algo sobre una calle solitaria y fría y no sé qué del paso del tiempo. Un cliché rancio, cursi y mal puntuado que por lo que sea además va entrecomillado.
Aquello me pareció la mayor mierda que había leído en mi vida. Pero claro, aún no existían los poetuits.
Me traen la comida. Pongo el poema sobre el servilletero de la mesa y me entrego en cuerpo y alma a mi campero de pollo. He devorado ya más de la mitad cuando aparece el poeta y se me queda mirando sin decir nada.
Le devuelvo la mirada pensando "si quieres pasta por esa birria, al menos dame las buenas tardes, cojones".

Nos sostenemos las miradas. El tipo mira al poema sobre el servilletero y vuelve a mirarme a mí.
A ver, buen hombre, que trabajo en un mostrador de facturación. Desayuno retrasos, cancelaciones y overbooking. Soy inmune a la presión. Y al ridículo. Te puedo sostener la mirada hasta pasado mañana sin pestañear.
Finalmente el poeta cede. "Unos euritos por el arte, caballero", me dice con un hilillo de voz. Por el arte, dice. Por helarte la sangre, será. "No llevo nada suelto", respondo. Es la verdad; tengo un billete de €20 en la cartera.
"Te doy cambio", me dice el tipo. Lleva unas cuantas monedas en una mano.

Al final me apiado del poeta. "Venga, te doy un par de euros". Saco la cartera y le alargo el billete. "No tengo bastante, espera que lo cambio en la barra", me dice el tipo.
Acto seguido se gira, camina con elegancia hasta la puerta de la hamburguesería y desaparece.
Aún tardo unos segundos en reaccionar. Mi cerebro improvisa algunas explicaciones a lo que acaba de suceder: "Se ha pasado la barra de largo sin darse cuenta. Total solo es una barra de cinco metros de largo con dos señores orondos churruscando pechugas de pollo a todo trapo".
"O habrá ido a por cambio a la otra barra. La barra que está fuera, en la puta calle".
"O igual es simplemente que soy bastante más imbécil de lo que parezco". Me levanto corriendo y salgo a la puerta. Miro a izquierda y derecha. Nadie. El tipo se ha esfumado.
En mi cabeza escucho la voz del poeta recitando: "En una calle solitaria y fría / desaparecí con los veinte eurazos / del gilipollas de la hamburguesería".
Consigo hervirme la sangre a mí mismo. Y a todo esto, ¿ahora cómo pago mi campero? Por un momento considero seriamente salir corriendo y hacerme un simpa. Total, ya estoy en la puerta.
Descarto la idea; eso sería convertirme en uno de ellos. Qué sabio Nietzsche cuando dijo lo de "El que lucha con monstruos debe cuidarse de no convertirse en un monstruo él mismo". Se refería claramente a los que trabajamos cara al público.
Sartre también lo sabía: "El infierno son los otros".

Vuelvo a la mesa y termino de cenar. Llamo al camarero y le digo que tengo que ir un momento al cajero, que me he dado cuenta de que no llevo nada encima.
El tipo parece fiarse de mí. Salgo a la calle solitaria y fría de los cojones. Hay un cajero a tres metros escasos. Intento sacar veinte euros.
"Saldo insuficiente". Ahora que me acuerdo, me quedan justo diez pavos en la cuenta. Intento sacar diez. "Este cajero sólo dispensa billetes de €20, €50 y €100". Me cago en mi vida. Bueno, hay varios cajeros por aquí cerca.
Si alguna vez viajáis al pasado y os veis en Málaga buscando un cajero que dispense billetes de 10 euros, id directamente al Unicaja de Atarazanas, que los otros no valen. Sí, ese que estaba A CUARENTA PUTOS MINUTOS ANDANDO DEL VALDI.
Más de una hora después regreso a la hamburguesería con cara de acabar de hacer el Camino de Santiago. El camarero se queda sorprendido de verme; seguro que pensaba que no iba a volver. Pago mi campero y mi cerveza y me voy a casa compunbrado y apesadungido.
Me meto en la cama y me quedo mirando al techo y pensando en que me acaba de atracar un completo desgraciado. Pues nada, otro pasajero que se caga en mi vida y desaparece para siempre.
Entonces recuerdo que tengo que levantarme a las 4:00 para ir dos horas a facturar un vuelo charter de borrachos. Puta bida, Tete.
Y nada, fueron pasaron los días sin que sucediese nada destacable. Bueno, sí, una tarde me quedé dormido en el tren y me hice el trayecto Málaga Fuengirola ida y vuelta un par de veces hasta que me despertó amablemente un revisor.
Aproximadamente un mes después de mi odisea poética volví a cenar al Valdi. De nuevo pedí una cerveza y un campero y me senté en la misma mesa de la otra vez. Soy un animal de costumbres. O igual un poco autista.
Me puse a comer tranquilamente. Lo que sucedió a continuación te sorprenderá.
De pronto cae sobre mi mesa una tarjeta verde con algo escrito. "Una calle solitaria y fría..." ME CAGO EN MI PUTA VIDA. Levanto la vista y allí está el poeta. Se me pone el corazón a cien por hora. Subidón de adrenalina. Empiezo a temblar.
Cuando me doy cuenta, estoy apretando tanto el campero que se está me derramando la mayonesa por la parte de arriba.
El poeta se adentra en el local repartiendo sus irritantes tarjetitas. Esto es un golpe de suerte. Es el karma. Es justicia poética.
Sí señor, literalmente JUSTICIA POÉTICA. Porque pienso ajusticiar al puto poeta aunque sea lo último que haga en mi miserable vida de mindundi pluriempleado narcoléptico.
Esto es como encontrarse al Sr. Ricart Cidoncha, pasajero del 223 AGP-MAD, en la cola del pan. Oportunidades como esta se dan pocas veces en la vida.
El poeta termina de repartir tarjetitas por el local y vuelve despacio hacia mi mesa. Se para en la mesa de al lado. Le dan algo de cambio. Viene a la mía, mira la tarjeta y se me queda mirando a mí con su toda cara de cretino.
Me pongo de pie frente al tipo. Le saco dos palmos.

—Buenas tardes, señor poeta —le digo.
—¿Me da algo, por el arte?
Un escalofrío me recorre todo el cuerpo. Tengo que hacer esfuerzos sobrehumanos para contenerme y no estamparle el servilletero de metal en tó el hocico al subnormal.
—Me parece que hoy la cosa va a ser un poco diferente.
—¿Qué? —responde, sorprendido.
—No te acuerdas de mí, ¿no?
—Pues no...
—El mes pasado te di un billete de veinte eurazos, me dijiste que ibas a la barra a por cambio y saliste escopetado por la puerta.
—Ah, a mí es que mucha gente me da veinte euros —responde, y se encoge de hombros.
Me fascina la rapidez de respuesta que tienen todos los caraduras.
Miro al tipo fijamente y le digo:

—Pues hoy me vas a dar tú veinte euros a mí o te juro por mi reputísima madre que te saco a la calle solitaria y fría y te arreo tal somanta de hostias que vas a tener que escribir tus poemas pestañeando en morse.
A ver, que tampoco ando yo mal de agilidad verbal.
—Es que no t-t-tengo nada —dice el nota, visiblemente preocupado. Me enseña algunos céntimos que lleva en la mano.
—Me importa tres cojones. Termina de hacer la ronda por el bar que seguro que sacas suficiente.
—Pero es que...
—QUE ME DA IGUAL. Que el otro día me robaste y hoy me lo vas a devolver.

Un atisbo de compasión asoma a mi corazón envenenado. El tipo no tiene media guantá, la verdad. Y a mí no me gusta la violencia. Pienso que quizás haya alguna otra forma de resolver este asunto.
ANDA YA, QUE SE JODA. Merecido se lo tiene por mangante y por cabronazo.

Me quedo de pie observando al poeta mientras va de mesa en mesa. Si se le ocurre correr hacia la puerta lo intercepto sin problema. No tiene escapatoria.
Algunas personas me miran extrañadas. Se dan cuenta de que algo se está cociendo.
El tipo vuelve.

—Tengo quince euros —dice.
—Pues ya sólo te faltan cinco.
—¿Y no me das nada por el poema?
—TUS POEMAS SON UNA PUTA MIERDA —grito.
Todo el mundo nos está mirando fijamente. Me doy cuenta de que estoy montando una escenita. Pero me da lo mismo. Ya no hay vuelta atrás. Estoy en modo Bersek.
El tipo me va dando moneditas y las va contando. Casi quince pavos. La peña está flipando en colores. Pero nadie hace nada. Igual se piensan que con ponerme mala cara todos a la vez me van a intimidar y voy a dejar de montar el pollo.
¿Pero qué os pensáis, que me vais a hacer sentir mal? ¡Señores, que llevo dos años currando en el aeropuerto! ¡QUE A MÍ ME HAN LLAMADO HIJO DE PUTA EN TODAS LAS LENGUAS Y DIALECTOS DEL MUNDO! ¡QUE SOY IMPASIBLE, QUE ME LA PELA LA PRESIÓN!
¡QUE YO DESAYUNO PRESIÓN Y CAGO TARJETAS DE EMBARQUE!
—Que te faltan cinco euros, te digo.
—Te los doy otro día.
—Sí, claro, me inspiras muchísima confianza tú.
El tío se encamina a la barra. Salgo detrás de él. Por si acaso me coloco entre el tipo y la salida. El poeta le dice algo al camarero mientras me señala. El camarero se acerca a mí.
—¿Qué está pasando aquí?
—Nada, que este señor me va a devolver la pasta que me robó el mes pasado.
—Caballeros, por favor, sus reyertas resuélvanlas en la calle.
—En la calle no —dice el poeta. El tío tonto no es.
—Pues aquí no pueden estar peleando.
—Yo hasta que no recupere mis veinte pavos no pienso moverme de aquí —replico.
—¿Y cómo sé yo que está usted diciendo la verdad? —me pregunta el camarero.
—Pues porque me tuve que pegar una horita de caminata el mes pasado para pagarte el campero porque este gilipollas se llevó todo lo que tenía.

El camarero levanta las cejas. Se ve que de pronto se ha acordado de aquel tipo que sí que volvió al final a pagar la cena.
—Mire, está invitado a lo que tome hoy. Por favor, paren ya esto.
—Me parece bien. Y tú, si tuvieras un poco de vergüenza, vendrías otro día a pagar mi cena. O mejor no volverías a pisar este sitio ni a robar a nadie —le digo al poeta.
Me aparto por fin de la salida. El poeta sale del local como alma que lleva el diablo. Pido disculpas al camarero por la escenita. Me dice que no me preocupe y vuelve a lo suyo.
Me siento a terminar de cenar tranquilamente. Ha triunfado el bien. Se ha hecho justicia. Hoy el mundo es un poco mejor.
Me doy cuenta de que un factor determinante para el desenlace ha sido el hecho de que, a pesar de los pesares, yo volviera al local aquella vez a pagar lo que me correspondía.
Así que ya lo veis, amigos; la moraleja de esta historia está muy clara:
NO ESCRIBÁIS POETUITS, COJONES

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