Hace días que hablamos sobre #obesidad, #malnutrición y posibles medidas para afrontar este problema. Hoy, que llueve y está desapacible, voy a compartir una historia que siempre tengo presente cuando hablamos sobre esto. #Hilo 👇
Hace años, muchos años, pasé frente a una casa abandonada que tenía más o menos este aspecto. Conservaba las paredes y el techo, pero estaba totalmente hueca. Firme y con agujeros, aquella casa parecía un colador de vientos.
La casa me llamó la atención porque en esa zona no era frecuente encontrar viviendas vacías. El lugar era un sitio humilde, de periferia y semi-rural, donde nadie podía permitirse dejar atrás unas paredes y un techo. ¿Qué había pasado allí? ¿Cómo se explicaba esa estampa?
Sentí curiosidad y empecé a hacer preguntas. No tardé en encontrar todo tipo de silencios, miradas esquivas, respuestas vagas e historias fantásticas. Algunas incluían fenómenos paranormales y presencias extrañas (¡qué sería de los pueblos sin fantasmas!)
Me costó un poco descubrir lo que había pasado de verdad. No había espíritus, pero la historia sí tenía un punto espeluznante; tanto que en todos estos años (más de 20) no la he podido olvidar.
Solo voy a contar una parte.
En esa casa había vivido una familia. Un matrimonio joven con un bebé de pocos meses. La pareja era humilde: ella limpiaba casas, él era un manitas. Vivían de su trabajo, pero no tenían ahorros.
Un día, la mujer enfermó gravemente y murió. El marido se vino abajo. Además de la pérdida afectiva, el hombre se encontró de pronto solo, a cargo del niño, sin apoyos, sin ahorros, y sin la posibilidad de trabajar al mismo ritmo que antes.
Al principio, los vecinos le ayudaron, pero allí nadie iba sobrado de recursos, de dinero ni de horas. En ese lugar, cada cual tenía sus problemas. No había urgencias más importantes que las propias, así que la solidaridad inicial se diluyó hasta desaparecer.
El hombre redujo su actividad laboral al mínimo imprescindible para poder comer. Su estado de ánimo iba a peor. Solo hacía trabajos pequeños y rápidos (también baratos) que no supusieran ausentarse mucho tiempo de la casa o donde pudiera llevar al niño con él.
Pero las cuentas no le salían, así que empezó a vender sus pertenencias. El mantel de tela, la radio “buena”, la bicicleta de su esposa, el reloj de la pared… Vendió todo lo que no fuera necesario y se quitó de todo lo que no fuera esencial. Minimalismo forzoso.
Cuando se quitó de la energía eléctrica, la nevera dejó de ser necesaria. Cuando no pudo pagar el gas, empezó a cocinar con fuego. Cuando la leña de monte dejó de ser suficiente, empezaron a notarse los problemas de verdad.
Llegó el invierno y la lluvia; las noches gélidas, las mañanas con niebla y escarcha. La casa se empezó a enfriar. El niño lloraba, él tiritaba. Sobrepasado por lo que ocurría, tomó una decisión que lo cambió todo: abrió la caja de herramientas y cogió el hacha.
Lo primero que destrozó fue el ropero del dormitorio. Con esa madera, calentó la casa y cocinó unos días. Al ropero le siguió un mueble del comedor. Más adelante, la mesa y las sillas, los taburetes, los armarios de la cocina, la cuna, la cama…
Quemó los muebles para calentar la casa, y cuando se quedó sin muebles, empezó a quemar las puertas de las habitaciones. Tras las puertas interiores, ardieron los postigos de las ventanas, las propias ventanas y la puerta principal, cuyos huecos cubrió con unas chapas.
Gracias a esto, él y su hijo pasaron el invierno. Pero, como es de esperar, el alivio duró poco. En el otoño siguiente, con los primeros fríos, ya no había nada que vender, nada que comer, nada para quemar.
La cosa acabó mal, con el padre en la indigencia, el niño en los servicios sociales y la casa abandonada, como testimonio de todo lo que falló en el proceso, de las malas decisiones, las medidas desesperadas, la falta de recursos, la falta de previsión.
Como decía al principio, yo me acuerdo con frecuencia de esta historia. De la silueta del colador de vientos recortándose en el horizonte.
Cada vez que hablamos de alimentación y pobreza, y justificamos la comida insana porque “es mejor algo que nada”, pienso en una silla ardiendo y me acuerdo de esta historia.
Cada vez que justificamos menús deficientes para los pobres porque “al menos tienen comida”, pienso en una mesa hecha cenizas y me acuerdo de esta historia.
Cada vez que decimos que la obesidad se arregla fácil con un poco de ejercicio y otro poco de voluntad individual, pienso en los postigos arrancados y me acuerdo de esta historia.
La recuerdo cada vez que se plantean soluciones de emergencia a unos problemas que son estructurales, de gran calado y de larga duración. Nos veo complacidos por la tibieza de un fuego que, sin embargo, está condenado a la fugacidad. Que no sirve para todos los inviernos.
Para afrontar la malnutrición y la obesidad hace falta ampliar la perspectiva, implicar a la comunidad, controlar la industria y proveer a la ciudadanía de educación nutricional, recursos sostenibles y herramientas adecuadas.
Y hace falta abandonar la idea de que “hay que comer de todo”, que “cualquier cosa está bien”, que “por un tiempo no hay problema” o que lo importante es llenar el buche sin atender a la calidad del pienso.
Porque no, no es lo mismo calentar la casa con leña que con muebles destrozados o quemando las ventanas. Y no es lo mismo alimentarse bien que esquivar el hambre con comida ultraprocesada.
De poco sirve el colador de vientos. Su calorcito para hoy es frío para mañana.

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