#Taldiacomohoy, 8 de noviembre de 1620, hace justo 400 años, tuvo lugar a las puertas de Praga la batalla de Montaña Blanca, uno de los choques más decisivos de la Guerra de los Treinta Años, al que dedicamos nuestro Historia Moderna n.º 40 (bit.ly/38fhFyw). ABRO HILO ⤵️
Es mediodía. El padre jesuita Fitzsimon, capellán del conde de Bucquoy, general del ejército imperial, entona el Salve Regina. Poco después, los bosques de picas de los cuadros imperiales se ponen en movimiento y comienzan a ascender la pendiente donde aguardan los protestantes.
Por primera vez desde la defenestración de Praga (bit.ly/32nlnT5) y el estallido de la guerra, hace más de dos años, está a punto de librarse una verdadera gran batalla. ¿No se trata del juicio de Dios, esperado y temido al mismo tiempo?
Después de unir fuerzas en septiembre, los ejércitos del emperador Fernando II y de la Liga Católica han marchado por un país devastado y hostil, padeciendo el frío, el hambre, las enfermedades y las correrías de los aliados húngaros de Federico, el nuevo rey de Bohemia.
En uno y otro bando impera la discordia entre los jefes militares y también entre las unidades de distintas procedencias. La coalición católica integra 15 000 imperiales y polacos, y de 13 000-14 000 liguistas (bávaros y de los principados eclesiásticos del Imperio).
El duque Maximiliano de Baviera, llegado tarde a la guerra y carente de experiencia militar, pero aconsejado por el conde de Tilly, pretende obtener una victoria que le permita realizar sus ambiciones políticas: aplastar al elector palatino, cuya dignidad electoral codicia.
El comandante imperial es un súbdito de Felipe III, el conde de Bucquoy, antiguo protegido de Alejandro Farnesio. El valón, buen exponente del modo español de librar la guerra en los Países Bajos, prefiere economizar a sus hombres y desgastar al enemigo mediante la maniobra.
El ejército protestante incluye unos 11 000 infantes y 10 000 jinetes, la mayoría mercenarios, que inspiran temor a sus empleadores si no les paga, lo que sucede dados los magros recursos de Federico. El motín parece inminente, y hablan de saquear Praga.
Una incursión de la caballería valona se abate entre la niebla sobre los puestos avanzados enemigos y masacra por sorpresa a los húngaros. Los supervivientes se dispersan por las pendientes y huyen hacia las líneas protestantes. El fenómeno de la Montaña Blanca ha comenzado.
Por la mañana, entre la niebla que tarda en desvanecerse, los ejércitos católicos llegan en orden abierto; los liguistas primero y los imperiales todavía bastante atrás. Frente a ellos se erige el desnivel escarpado de la Montaña Blanca, que domina su posición.
Entre 50 y 60 m más arriba, el ejército protestante aguarda inmóvil, desplegado en dos largas y delgadas líneas. El dispositivo, inspirado posiblemente en los de Mauricio de Nassau, preconiza la potencia de fuego y la flexibilidad.
Maximiliano y Tilly quieren lanzar un ataque frontal, llevado a cabo por los imperiales, pero Bucquoy se opone. Entonces interviene el carmelita Domingo de Jesús María, que asegura que Dios les dará la victoria. Bucquoy, contra toda su experiencia militar, acepte atacar.
La orden de aprestarse para la batalla se recibe con cantos y gritos de júbilo. Es cerca de mediodía y se transmite el grito de guerra: “¡María!”, igual que en Lepanto. El enemigo no es el turco infiel, pero sí el protestante herético e iconoclasta. No se concederá cuartel.
Bucquoy adopta un dispositivo masivo con cinco cuadros de picas y mosqueteros precedidos de pequeñas unidades de caballería. Cuando sus cuadros llegan a las proximidades de las dos delgadas líneas protestantes, parte de las unidades que las componen huyen sin combatir.
La fuerza protestante es un ejército a la deriva, desgarrado por la desesperación y la cólera. Los checos esperaban de Federico apoyo militar, diplomático y financiero. De sus súbditos y aliados, este esperaba dinero y tropas. Antes de la batalla, la desilusión era patente.
Mientras una porción de las tropas protestantes huye, otra emerge de la segunda línea y ataca con decisión. Son los jinetes del joven príncipe de Anhalt y la infantería de los Estados de Moravia. Su acción invierte la suerte de sus armas.
La combinación de caballería, infantería y artillería, con sus distintas potencias de fuego (pistolas, mosquetes y cañones), les permite arrollar un cuadro alemán, cuyos piqueros han puesto en desorden. ¿Se propagará el pánico entre los imperiales?
Los protestantes cantan victoria mientras una súbita inquietud asalta a los católicos. Para unos y otros es difícil analizar la situación. Los jinetes de Anhalt ignoran que su infantería no los sigue, y que su comandante ha recibido dos heridas antes de caer finalmente prisionero
El humo, la confusión del combate y la ondulación del terreno impiden que Maximiliano y Tilly puedan ver que el enorme tercio valón, los veteranos de Bucquoy, seguidos por los napolitanos, han proseguido su avance y se han apoderado de los cañones enemigos.
La batalla se fragmenta en múltiples acciones más simultáneas que coordinadas. Los húngaros entran en combate al oír los gritos de victoria de los jinetes de Anhalt, y el príncipe de Liechtenstein, católico, lanza en su contra a los “cosacos” y los coraceros toscanos.
En cuanto los imperiales, exhaustos, llegan a la cima de la colina, el miedo los abandona y los embarga un sentimiento de destructora fuerza colectiva. La batalla se convierte en milagro: no les cabe duda de que, como en el Antiguo Testamento, Dios combate al frente de su pueblo.
Los grandes cuadros valón y napolitano ensartan, arrollan y aplastan. Los húngaros han huido y la segunda línea del ejército protestante se desintegra. El pánico desordena sus filas y la caballería imperial, polaca y toscana se cierne sobre los fugitivos.
Los oficiales imperiales les ofrecen la rendición, pero no pueden contener a sus hombres, espoleados por una feroz exaltación. Los combatientes que se rinden acaban masacrados en su mayoría. Un testimonio habla de pilas de cadáveres. Pasan dos horas del mediodía.
Praga estaba al alcance de los vencedores, pero estos, agotados, permanecían en el campo de batalla. Sin embargo, la onda del choque resultó devastadora. Aquella tarde, el Rey de Invierno abandonó el castillo de Praga y la mañana siguiente dejaba para siempre su capital.
Alrededor de dos mil hombres habían caído en el campo de batalla, sin contar a los fugitivos masacrados, los ahogados en el Moldava y la terrible hecatombe de los heridos. Dos horas habían decidido el destino de un reino, una brevedad que conmocionó en su época.
A ojos de todo el mundo se trataba de un juicio divino; para los católicos, de un milagro y una venganza de la Virgen y los santos; para los protestantes, de un castigo terrible o de un signo paradójico de su elección divina.
Para saber más de la batalla de la Montaña Blanca, os invitamos a leer nuestro fantástico Desperta Ferro Historia Moderna n.º 40, un relato fascinante de los primeros compases de la Guerra de los Treinta Años
despertaferro-ediciones.com/revistas/numer…
Y por supuesto, la magistral y multipremiada "La Guerra de los Treinta Años. Una tragedia europea" de Peter Wilson, cuyo primer volumen (1618-1630) recorre las primeras fases del conflicto.

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¿Te gustó el hilo sobre Montaña Blanca? Pues te invitamos a saber más sobre las formas de combatir en la Guerra de los Treinta Años de la mano de @MestreClaramunt y la tercera parte de su trilogía "El choque de picas".

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