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EL EMPERADOR, EL PASTOR Y LA GAMUZA

𝗟𝗮𝗿𝗲𝗱𝗼, 𝟱 𝗱𝗲 𝗼𝗰𝘁𝘂𝗯𝗿𝗲 𝗱𝗲 𝟭𝟱𝟱𝟲
—Mi señor, dejad de haceros malasangre por esa historia, pues las obras homéricas no son cosa de un día, aunque cierto es que pueden dirimirse en cuestión de minutos.
Luis Méndez de Quijada, mayordomo y confidente de Carlos I, trataba de serenar a Su Alteza Imperial (no en tono de admonición, vive Dios que no) en lo tocante a algunos asuntos que lo tenían con el genio de punta unas veces, y mohíno las otras.
Don Carlos, Emperador Semper Augusto por la Divina Providencia, se había jubilado hacía poco de sus muchos deberes y de sus muchas guerras; y se había hecho a la idea de que su futuro imperio consistiría en dar ligeros paseos entre bosques y jardines,
algo de caza y pesca, mucho de lectura piadosa y largas sesiones de oración. Pero todo ese panorama sosegante era incapaz de sustraerle del dolor de ver insatisfecho el deseo de toda una vida.
La Europa unida y cristiana no había sido posible.
Ocho días atrás habían arribado a Laredo desde Flandes sin pena ni gloria. Una impresionante flota de sesenta navíos en el Puerto de la Villa, un séquito de ciento cincuenta servidores, y solo habían salido a recibirles el alcalde de la Corte de Durango y el obispo de Salamanca.
Menudo ninguneo al señor de las Europas. Claro que lo peor vino luego durante la cena, cuando su anfitrión, el corregidor de la villa, le obsequió con una parca colación, muy indigna de un huésped tan bulímico, insaciable y regio como él.
(De hecho, confesar debo que más bulímico, insaciable y regio que él no había nadie sobre la faz del planeta.)
El corregidor se excusó arguyendo que una implacable hambruna azotaba todos los pueblos de la península; lo hizo con los ojos pegados al suelo, en tácita acusación al emperador por ser reo de la ruina total de un país que, curiosamente, ahora adoptaba como lugar de reposo final.
En Laredo, no obstante, solo estaba de paso. El extremo de su trayecto era en verdad Yuste, en tierras extremeñas, hacia donde se dirigía para vigilar de cerca la finalización de las obras de su palacete, muy lentas por falta de liquidez, como suele ocurrir.
—No os quejéis, Alteza —proseguía don Luis—, no echéis de menos las empanadas de anguilas, las medias lunas de sandías y el vino de sen, que la frugalidad de vuestros actuales condumios contribuyen a mejorar vuestra gota. Y eso no tiene precio a la hora de alejaros de la muerte.
La muerte.
Aunque la gota era la gota que había colmado su vaso de ambición, lo cierto era que los principales amigos de don Carlos habían muerto, por lo que ya no tenía con quién arreglar el mundo. Y sus principales enemigos también habían muerto,
por lo que ya no tenía con quién disputarse el mundo.
Él, por tanto, también se sentía muerto.
Carlos I de España y V de Alemania se había convertido en una figura incómoda que al abandonar la primera línea del poder quedaba expuesto a los designios de personas de mucho menos abolengo. Y eso le corroía.
—Señor, tal vez haya sido la Divina Providencia quien ha intervenido alejándoos del trono de una Europa total. El poder corrompe, Majestad, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Vos habéis hecho lo que bien habéis podido. César puso la primera piedra.
»Otros le siguieron peor que mejor, otros a trancas y barrancas. Vos habéis realizado vuestro trabajo con humanismo y gallardía. Y ahora solo cabe rezar para que vuestro hijo Felipe lo retome con energía.
»Y que a él le sigan otros con las mismas ambiciones, sin solución de continuidad. Una Europa unida es cuestión de dedicarle tiempo, mucho tiempo.
Don Carlos ya lo dudaba.
Aquel era el penúltimo día que pasarían en Laredo, previsto estaba partir al siguiente hacia Medina de Pomar, nada más comer. Sería martes, y dice el pueblo sabio que en martes ni te cases ni te embarques, por lo que don Carlos, muy supersticioso en la intimidad,
no las tenía todas consigo y se iba agarrando nerviosamente a su más respetado amuleto de la suerte, una piedra filosofal engastada en un cubo de plata.
Salían el amo y su mayordomo de oír misa matutina en la humilde y decadente ermita del Espíritu Santo, que no por humilde y decadente era menos digna de un emperador.
Y habida cuenta de que la gota le había remitido notablemente, en parte gracias a aquellos frugales condumios que él tanto abominaba, decidieron cruzar la bahía en una barquichuela hasta el lado sur del monte Buciero, en uno de cuyos varaderos atracaron.
Después subieron a buen paso por un caminito muy pino desde donde se veía el mar tranquilo y turquesa, y también algunos pescadores de caña, relajados y estatuarios, entre los peñascales de la orilla.
—Un estanque —anunció el emperador—. Quiero un estanque en Yuste. El agua es fuente de vida, mon ami. Recordadme que hable con fray Antonio de este tema. Es mi deseo pescar carpas sin salir de casa, como aquel que dice.
Tras un buen rato de caminata, y tras batallar algo con la maleza y los sotobosques, los dos turistas le perdieron la pista al atajo de bajada hasta el mar.
El Sol estaba exactamente en el meridión, pero eso no les servía mucho de orientación.
Por fin salieron a una zona del monte diáfana, sin árboles pero con prados, y a la vista de un despeñadero tremendo.
En uno de los prados divisaron un hato nutrido de ovejas, con dos perros y un pastor que, sentado sobre un ancho tocón, apoyaba ambas manos sobre su báculo.
El pastor observó que dos hombres emperifollados se acercaban hacia él con decisión, especialmente el menos mozo de los dos, que por cierto renqueaba ligeramente.
Dejó su asiento.
—Buen hombre, nos hemos perdido —confesó el emperador—. ¿Sabría indicarnos cómo volver a bajar hasta los muelles del sur del Buciero?
El pastor, hábil fisonomista, observó que su interlocutor era de edad, estatura y complexión medianas, piel lechosa, nariz aquilina, ojos escrutadores, pierna bien torneada, y mentón barbado y demasiado prominente, razón esta por la que quizás era difícil entenderle,
amén de por su fuerte deje extranjero.
Observó que vestía con atildamiento telas ricas muy historiadas y de color negro campeche, y que lucía joyas y gruesas cadenas de oro, entre las cuales destacaba una de la que pendía una piedra extraña engastada en un cubo de plata;
y tras todas estas cosas, el pastor le tuvo algo parecido a la envidia.
El emperador, hábil conocedor de hombres, observó a un rapaz repleto de determinación, claros objetivos, alma prístina, fortaleza de carácter y tesón incansable, que se unían a una latente prepotencia algo intimidatoria, y a una sana pero comedida irreverencia hacia la autoridad;
y tras todas estas cosas, el emperador le tuvo algo parecido a la envidia.
El joven rústico les indicó de forma clara y amable cómo acceder de nuevo al cabañal que conducía hasta el pie del monte.
No bien se volvió, se admiró don Carlos ante lo imperioso del paisaje aquel y, avisado por el crujir de unos guijarros, se apercibió de una gamuza que hacía malabarismos sobre los escarpes de una abrupta pared vertical.
Era un animal joven, macho y amante de las virguerías.
Escalaba de peñasco en peñasco aprovechando las imperfecciones de la roca. Lo hacía medio concentrado, medio displicente. Hipnotizaba.
Míralo —dijo para sí don Carlos—, Dios le concedió la habilidad de ir cuesta arriba soslayando su peso y los obstáculos, adivinando el mejor punto de apoyo, calculando el mejor trayecto; y todo sin vacilación, sin asomo de cansancio, sin pasar ninguna pena y sin pedir préstamos…
»Oh, Dios, ¿por qué no seremos los hombres como las cabras?¹
____
¹Nota de la autora: 😏
Y en ese remolino de pensamientos, no pudo contenerse y exclamó en voz alta:
—¡Ah, querido Luis, lo que daría por tener aquí a mi Tiziano para que inmortalizara este memorable momento!
Hasta los pájaros enmudecieron ante la regia petición.
Pocos segundos, en cualquier caso.
—Discúlpenme el atrevimiento, sus ilustrísimas —balbuceó el joven pastor tras ellos—. ¿Cuánto me darían a mí por inmortalizar este memorable momento?
El mayordomo imperial se giró hacia él sonriendo.
—¿Cómo decís, buen hombre?
El pastor les estaba observando de hito en hito, especialmente al que para él era sin duda de mayor rango.
—Pregunto a sus señorías —y el mozo se destosió un poco—, con arreglo a lo que acabo de oír, que cuánto me darían por dibujar al rebeco.
—¿Cómo decís, buen hombre? —repreguntó don Luis algo escandalizado.
El emperador miró al pastor de arriba abajo, como si fuera un bicho; luego arqueó una ceja, sonrió malévolo.
—¿De dónde sois?
—Soy vecino de Santoña, señor. Y vivo en una cabaña aquí cerca, a tiro de piedra. La única a este lado del monte.
—Entiendo —don Carlos puso los brazos en jarras—. Mi mayordomo os dará todo cuanto lleva en la faltriquera.
—¡Pero mi señor!
—¿Cuánto lleváis, don Luis?
—¡Treinta escudos! —se quejó el interpelado aferrando fuertemente el fardillo que colgaba de su cinto.
—¡Rediós! —el pastor no llegó a tiempo de censurar su lengua.
—Me parece justo —informó don Carlos aún con los brazos en jarras. Volvió los ojos al pastor—. ¿Y a vos?
—¿A mí qué, señor? —respondió aquel, muy nervioso de pronto.
—¿Os parece justo recibir 30 escudos a cambio de realizar para mí un dibujo comme il faut de esa gamuza que sube por el despeñadero? Mas antes tengo que comunicaros que soy un artiste manqué, o séase, que no tengo arte pero lo detecto a la legua, soy puntilloso y detallista y,
por lo tanto, un examinador brutal y sincero. Si vuestro dibujo no me place, sabed que tengo autoridad para haceros prender y para que os den setenta latigazos esta misma noche en mi presencia.
Tenía ganas de ver latigazos aquella noche, acaso la visión de una buena tunda calmara todos sus apetitos.
—¿Aceptáis el reto?
El muchacho apretaba los labios, debatiéndose en apariencia.
—Acepto.
Y sin más dilación extrajo del zurrón varios palitos carbonizados de distintos tamaños y una cuartilla de papel basto que extendió sobre el tocón;
allí delante se arrodilló y ante la mirada curiosa de los dos egregios forasteros y con una agilidad gemela a la que acreditaba el rebeco al ascender por el escarpe,
realizó el muchacho decenas de trazos a cual más atinado con los que representó las líneas fundamentales del cuerpo, las complicadas articulaciones de las patas, la orientación y la flexión de cada una de ellas, los cuartos traseros, el pelaje lanoso, la gracia de los pesuños,
las luces y las sombras, fundidas ora con los dedos ora con la palma de la mano…
Para finalizar, abrió brillos con ayuda de miga de pan prensada e integró a la gamuza en su paisaje rocoso; y aplicando sucintamente contrastes aquí y allá captó la técnica, la mentalidad y el espíritu del animal en pleno movimiento.
Tres minutos habían sido suficientes para convertir aquella tabula rasa en croquis esquemático, luego en apunte definitorio, luego en bosquejo generoso, y finalmente en el estudio completísimo de una gamuza que realizaba las acrobacias propias de su especie.
No faltaban ni las estrías de sus cuernecitos ni las briznas de hierba que osaban crecer en la pared.
Una obra maestra muy impropia de un analfabeto montaraz. Zurdo además, habían notado.
—¿Qué os parece, don Luis? —inquirió don Carlos entre dientes; tampoco es que pudiera hablar de otra manera con aquella mandíbula tan sobresaliente.
—Soberbio —opinó el mayordomo sin apartar los ojos del dibujo que seguía sobre el tocón.
Casi de inmediato se dio cuenta de que aquella espontaneidad con el emperador había estado mal, muy mal.
—Soberbio. A mí también me lo parece. Y siendo el caso, entregadle al joven lo acordado —y como vio que su fiel servidor afectaba cierto titubeo, insistió con acritud:— Y hacedlo ya, no sea que me incomodéis.
Don Luis aflojó la bolsa y se la pasó al pastorcillo, que cogió la cuartilla, la enroscó cuidadosamente y la puso en manos del emperador.
—Sería bueno, vuesa merced, que si deseáis conservarlo con cariño por muchos años, lo barnicéis con cola arábiga. El carboncillo es un medio muy inestable, como sabréis.
—Sí, en efecto, lo sé.
De nuevas se despidieron.
************************
Se suponía que estaba durmiendo, porque era medianoche. Pero no. Don Carlos daba grandes trancos de un lado para otro dentro de sus aposentos. Tenía hambre —unas magras de jamón con un par de huevos no son cena que valga—, y estaba furibundo.
Examinó el carboncillo: cuanto más lo miraba, tanto más le gustaba y tanto más detestaba a su autor.
—Ay sí—murmuró con voz de pito reviviendo la coda del episodio de la mañana—, «si queréis conservarlo, barnizadlo entonces con cola arábiga…» ¡Que lo barnice tu padre si es que lo conoces, zocato bribón!
Se sentía estafado. Aquel cabroncillo del carboncillo le había estafado vilmente. ¡Treinta escudos por un dibujo! ¡Como si su bolsillo estuviera para muchas regalías!
No obstante, le erosionaba más la negra honrilla, le erosionaba más que aquel truhan de tercera, envanecido por su hazaña, corriera a contarles lo ocurrido a sus convecinos, pues alguno de ellos ataría cabos sin duda y le aclararía que debía de haberse encontrado con el mismísimo
emperador en persona.
Sí, ese, el que los mataba a impuestos que luego no servían para nada; el que guerreaba con cualquiera, sobre todo si era español y humilde y clamaba por sus derechos; el que tenía tantos hijos bastardos como legítimos…¡el hijo de La Loca!...
—¡Desdichado! —rebuscó entre los atavíos de su guardarropa y sacó una espada que empuñó con la mano diestra, mientras que con la siniestra arrugaba violenta y vehementemente el carboncillo—. Yo mañana parto, pero tú… ¡Tú has firmado hoy tu sentencia de muerte!
La noche estaba fría y no tenía Luna, ni nueva ni vieja, que estaba debajo del horizonte. Veíanse por ello con suma definición un torrente de estrellas en la Vía Láctea, la gigantesca Sirio, los gemelos Cástor y Pólux y, también Orión, el cazador, que el emperador conocía bien.
Don Carlos pidió a un miembro de su guardia que le llevara en barca hasta Santoña, atravesando la bahía.
En realidad era el único guardia flamenco que había permanecido de imaginaria aquella noche en casa del corregidor; el resto de sus paisanos habían salido de ronda nocturna en busca de rameras, como llevaba siendo costumbre desde su llegada.
No había nada que reprocharles tampoco: el largo viaje desde Flandes por mar los había tenido en secano, irónicamente. Y las bajas pasiones son, en los varones, picores que es menester rascarse.
El guardia que le acompañaba se aprestó en el varadero a esperarlo con mucha ceremonia, mientras él se emboscaba monte arriba.
Vestía el emperador como siempre, de negro campeche, y solo su rostro pálido destacaba en la noche, y es que en deferencia a su nueva condición de criminal, se había librado de su aditamento habitual de joyas en oro y plata —o tal vez temía que le asaltaran por ellas, quién sabe—
excepción hecha de su bienamada piedra filosofal engastada en un cubo de plata.
El hambre, esta vez de venganza, debió de afilar sus sentidos en la oscurana del bosque, pues, sin otra luz que la de las estrellas, no le costó nada dar con la cabaña del pastor, aunque confesar debo que una chimenea humeante le proporcionó la pista definitiva.
Se trataba de una casita de un solo ambiente. Quiso don Carlos entrar en ella por la ventana, como suelen hacerlo los maleantes; pero como el fantasma de la gota planeaba amenazante sobre su pie izquierdo, entró finalmente por la puerta, como suelen hacerlo las personas decentes.
Penetró en la estancia con un sigilo félido y dejó la puerta abierta. Localizó por los suaves ronquidos al pastor en su catre, y también por el olor algunos quesos en sus estantes.
Numerosas brasas se extinguían bajo la chimenea. Su mano derecha se topó con el tablero de una mesa donde vislumbró la bolsa con las treinta monedas de oro.
¡Insensato!, se escandalizó en silencio, ¡ni siquiera esconde su botín! ¡Habráse visto tamaño desprecio por los dones de la realeza!
Con un ramalazo de ira agarró la faltriquera de su mayordomo y desenvainó su espada.
Un brillo fulgurante brotó de su filo, y entonces, justo entonces y no antes, el emperador experimentó con total claridad el lugar donde se hallaba.
El cuartucho tenía cuatro paredes, en efecto, cuatro paredes, un suelo y un techo; y todos ellos, sin resquicio de ningún tipo, se hallaban forrados por dibujos al carboncillo que retrataban las gamuzas en todas las posturas posibles y en un nº tal que diríase cercano al infinito
Pasó cierto tiempo don Carlos sobrecogido delante de todos aquellos esbozos, bosquejos y composiciones tan amorosamente elaborados; alcanzó a percibir el progreso paulatino de unos frente a los otros,
los trazos inexpertos frente a los gestuales e intuitivos, los dibujos lisos y lasos frente al dominio de las texturas y los contrastes.
Y comprendió el emperador por fin lo que tenía que haber comprendido hacía tiempo; y que yo no voy a explicar porque es obvio.
Cabizcaído mas extrañamente satisfecho, en especial consigo mismo, devolvió el hatillo de oro a la mesa, y creyó conveniente contribuir a la buena suerte de aquel avezado muchacho, cuya personalidad él mismo había calibrado con tino aquella mañana.
Pensó en llevárselo consigo y que recibiera instrucción académica, pero su invierno estaba cerca y el horno ya no estaba para bollos.
Así que se quitó de encima su amuleto más dilecto y lo dejó allí mismo, al lado del dinero, barruntando que de ambos el chaval haría un buen uso.
Salió el emperador de la cabaña, con solemnidad, sin dolores en el pie izquierdo, con el cráneo lúcido y el espíritu en el séptimo cielo.

Y confesar debo que, también, con un queso oloroso en el talego.
FIN

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23 Aug 20
Entre 1171 y 1850 el único puente que salvó el Guadalquivir a su paso por Sevilla fue EL PUENTE DE BARCAS que comunicaba la ciudad con el Barrio de Triana.
(Este hilo es del año pasado por estas fechas; me lo acabo de encontrar y lo repaso.)
Grabado de Ambrosius Brambilla 1585 Image
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¿Por qué no lo hicieron? Image
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25 Jul 20
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Así pues, ULTREIA! ⬇
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Ahora sí, vamos al lío:
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