Esto es muy sencillo, el segundo tipo de arquitectura más antiguo que existe es la arquitectura corporativa. (El más antiguo es la arquitectura residencial, las casas, claro).
Los edificios corporativos cumplen una serie de reglas idénticas a la de cualquier otra construcción, pero además, tienen vocación de símbolo.
De imagen formal, estética y material de la empresa a la que representan.
¿Y cuál es el edificio corporativo más antiguo de la civilización? Los edificios religiosos.
Las iglesias y las catedrales son símbolos de una empresa muy antigua: la Iglesia.
Un edificio corporativo es, en el fondo, un gran anuncio. Por eso, un palacio también es arquitectura corporativa, y un museo y un pabellón y un estadio y hasta unas viviendas de protección oficial tendrían el carácter subyacente de arquitectura corporativa.
Es decir, que la arquitectura corporativo no son solo los edificios de oficinas. La diferencia es que la función inicial es muy distinta y, a veces, muy específica.
Unas oficinas solo son un gran espacio abierto donde colocar mesas de trabajo, mientras que un estadio, por ejemplo, además de ser un símbolo del club al que representa, necesita prestar atención a cientos de detalles funcionales distintos y solapados.
Y hay unos pocos casos en los que se produce una coexistencia perfecta entre las necesidades funcionales y la imagen corporativa de una compañía: el Lingotto de la FIAT en Turín.
Si lo pensáis, solo hay un elemento externo intrínsecamente necesario al coche: la carretera.
En el propio ancho y en los radios de giro. En cada recta y cada curva, la carretera define la dirección, la aceleración y la distancia de frenado de los coches que circulan en ella.
Salvo que conduzcamos un buen vehículo todoterreno, la carretera es el verdadero dios de los coches. Porque están obligados a rodar por ella.
Y su tamaño y sus necesidades son enormemente distintas a las del peatón porque, en realidad, no está construida para el hombre.
De ahí que la obra que Giovanni Agnelli, director de la FIAT, encargó en 1915 al joven arquitecto Giacomo Mattè-Trucco fuese tan complicada.
Había que construir una nueva fábrica en el distrito del Lingotto, a las afueras de Turín, y el edificio debía albergar oficinas pero también las plantas de producción industrial de los automóviles, con el espacio y las peculiaridades técnicas que requería la maquinaria.
Pero además de todo eso, el edificio debería incorporar, en la medida de lo posible, una pista de pruebas para los coches recién terminados.
La solución que ofrecieron Mattè-Trucco y el ingeniero Ugo Gobbato fue extraordinaria y radical:
Colocaron el circuito en la azotea.
O no.
En realidad no colocaron el circuito en la azotea del edificio.
Como diría Le Corbusier, construyeron un edificio DEBAJO de un circuito de carreras. Porque TODA toda la cubierta es la pista de pruebas y, por tanto, toda la construcción se supedita al circuito.
En el Lingotto, la carretera no solo marca la velocidad y la ruta de los coches, sino que define la forma y las dimensiones del edificio que está debajo.
Incluso la manera de acceder a la cubierta, mediante rampas helicoidales en el interior, se define por la existencia de ese circuito de carreras que gira y gira a treinta metros de altura.
Las oficinas son una parte secundaria. Las salas de reuniones, los despachos y hasta las plantas de fabricación se ven condicionadas por una decisión tan extrema como llena de significado.
Porque el mejor anuncio consiste en enseñar lo buenos que son tus productos, y el mejor edificio para una compañía automovilística es el que demuestra al mundo lo rápidos que ruedan tus coches.
El Lingotto se inauguró en 1922 bajo la presencia del rey Víctor Manuel II. Su fama dio la vuelta al mundo y se convirtió en un símbolo de la FIAT, del barrio en el que se levantaba e incluso de la ciudad de Turín.
También fue un modelo y casi un compendio de los sistemas constructivos más modernos de la época, a base de elementos prefabricados de hormigón armado y pretensado.
El edificio permaneció en funcionamiento hasta 1982 si bien, a partir de 1939, gran parte de los modelos de la marca se fabricaron en la planta Mirafiori que FIAT había construido a unos kilómetros de distancia.
Dentro se fabricaron los famosísimos Topolino.
Y en su cubierta peraltada se grabaron decenas de anuncios y se tomaron otras tantas sesiones de fotos.
Y también se rodó una persecución especialmente molona con tres MINIs para "Un trabajo en Italia", la peli de 1969.
En 1985, la compañía encargó a Renzo Piano la remodelación del edificio, con el objetivo de transformarlo en una instalación de usos múltiples.
Piano le añadió, entre otras cosas, un helipuerto y una sala de conferencias corporativa.
El edificio construido debajo de un circuito de carreras se reabrió en 1992 con motivo del Salón del Automóvil de Turín y, en la actualidad, cuenta con hoteles, un centro comercial, galerías de arte, centro de convenciones y hasta un complejo de cines con once salas.
Todo eso debajo de una pista peraltada pensada solo para los coches.
Todo eso debajo de una carretera de 1200 metros en un edificio de 500 metros de largo por 100 de ancho.
Todo eso debajo de un lugar pensado para la máquina.
Porque, si se mira con los ojos correctos, quizá se pueda descubrir que la arquitectura industrial puede ser tan brillante y tan representativa como el más delicado de los palacios.
Y con estas cuatro fotos que resumen muy bien el episodio de hoy, vamos a despedirnos del Lingotto, de la FIAT, de Turín, de los coches y de #LaBrasaTorrijos de esta semana.
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(Es la hora de pasar la gorra!)
🎙️Y si os gustan las historias sobre arquitectura (y escuchar mi aterciopelada voz), acabamos de estrenar un podcast PRECIOSO que dirijo y presento y del cual estamos muy orgullosos.
Nos vemos en un nuevo capítulo el próximo jueves a la misma hora.
Si os habéis quedado con ganas de viajar a más territorios improbables, todos los episodios de #LaBrasaTorrijos están archivados en mi tuit fijado, que es este hilo de hilos de hilos:
Archivo histórico FIAT, Daniele Cereghino, Paramount Pictures, Gilpert Sopakuwa, joaoslr, Sgutterstock, istock, Jan Fortis/Vespa y Red Bull.
#LaBrasaTorrijos se escribe en directo todos los jueves desde el soleado barrio de Villaverde.
(Fin del HILO 🏎️🚗🏁🏫)
(Lo de que se escribe en directo es totalmente cierto, que antes he estao a punto de morir atragantado pero yo me dejo la vida por vosotras y vosotros, que lo sepáis)
(Y en el episodio de la semana que viene vamos a dar una vuelta por el edificio más bonito de Nueva York).
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El Cementerio de los Ingleses es un pequeño recinto tapiado frente a los acantilados de Camariñas, en A Coruña.
Pero ¿y si allí estuviese enterrado Jack el Destripador? (Y no, no es descabellado).
Esta es una historia de naufragios y patrimonio, en #LaBrasaTorrijos
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Plymouth, 8 de noviembre de 1890. Un hombre sube al "HMS Serpent" como quien acepta una sentencia cuyo contenido desconoce pero cuyo peso reconoce al instante.
@DACTurismo El nombre que dio —Arthur, James, William, el que fuese— quedó casi disuelto en la humedad del muelle porque lo pronunció demasiado bajo, evitando el cruce de miradas con el oficial que anotaba en un registro ya curvado por la lluvia.
Lo de que las estaciones del metro de Estocolmo son preciosas es algo digno de comprobarse in situ.
Pero también esconden una historia. Una historia de amor por los servicios públicos, por las infraestructuras públicas, por la gente que las construye y por la gente que las usa cada día:
La historia empieza, como empiezan casi todas las historias buenas de ciudades nórdicas, en la roca. Ni en el hormigón ni en el hormigón revestido de hormigón —que es la tentación internacional—, sino en la roca viva, la roca madre, el granito glacial que hace de Estocolmo una ciudad con vértebras de hielo fósil.
Cuando a mediados del siglo XX decidieron construir su red de metro, optaron por la solución más directa, casi geológica: excavar, dinamitar, abrir la montaña e insertar trenes. Y en algún momento de esa operación de ingeniería a mano armada surgió una pregunta casi infantil, tan evidente y, a la vez, tan peculiar que era muy raro que alguien se la preguntase: ¿y si dejamos la roca vista?
La respuesta tiene que ver con estética, sí, pero también con política y con época. Tras la Segunda Guerra Mundial, Suecia —como buena parte del norte de Europa— estaba articulando un nuevo pacto social: bienestar público, accesibilidad, democracia cotidiana.
Uno de los engranajes de ese pacto era la convicción tranquila, pero tenaz, de que el arte no debía ser un lujo sino un derecho. Así que, si el metro iba a convertirse en el gran espacio público donde cientos de miles de personas bajarían cada día, ¿por qué no convertirlo también en un lugar donde el arte descendiese con ellas? Un soporte para democratizar la belleza, para hacer país desde el subsuelo.
Esa respuesta convirtió al metro de Estocolmo en la frase con la que lo definen: la galería de arte más larga del mundo. Algo que va más allá del eslogan turístico; es una decisión conceptual. Si vas a perforar la ciudad, abraza sus entrañas. Si vas a mover a tanta gente bajo la tierra, ofréceles algo más que azulejos blancos y tubos fluorescentes.
Haz país. Haz estética. Haz política blanda —que es la mejor política—.
La línea azul es el ejemplo más evidente. Basta bajar desde T-Centralen para entenderlo: la bóveda, pintada de azul profundo, conserva la piel rugosa de la roca. Tiene algo de caverna prehistórica, pero intervenida con brochazos gigantes. Parece la obra de un pintor expresionista que hubiera vivido aquí encerrado con un cubo de acrílico y demasiadas horas de invierno.
Además, en esa bóveda aparecen siluetas de obreros: un homenaje directo a los trabajadores que construyeron la red hace 75 años y que la mantienen cada día.
Tres cuartos de siglo de ciudad subterránea.
Sigue uno bajando por la línea y llegas a Solna Centrum, la estación más fotografiada de Suecia (y probablemente una de las más fotografiadas del mundo). Un túnel rojo, intensamente rojo, un rojo que no te abraza sino que te engulle.
Parece una bajada al infierno, sí, pero es un infierno con una intención: el mural, pintado en 1975, denuncia la deforestación sueca. El rojo del cielo frente al verde de los bosques como un aviso urgente en un país que hoy presume de sostenibilidad, pero que lleva décadas pensando en estas cosas.
Estando allí me pregunté si hoy ese mural se lee de otra manera. Si ya no habla solo de árboles sino del planeta entero.
Estoy en Estocolmo, moviendo las manos porque hace tres grados bajo cero, y esto que tengo detrás es el ayuntamiento, el Stadshuset.
Visto así, con su ladrillo rojo, su torre alta y esta logia abierta al agua, parece un edificio medieval, casi un híbrido entre castillo nórdico y palacio veneciano. Podría colar como gótico italiano, o como algo que te encontrarías entrando en la plaza de San Marcos por la puerta equivocada.
Pero la gracia es precisamente que no es medieval en absoluto.
Es un edificio del siglo XX: se construye entre 1911 y 1923, lo diseña el arquitecto Ragnar Östberg y es uno de los grandes ejemplos del Romanticismo Nacional sueco, una arquitectura que mezcla referencias históricas con una idea muy moderna de lo que debe ser un edificio público.
Por eso está aquí, pegado al agua. Si esto fuera de verdad un ayuntamiento medieval, lo lógico es que estuviese bien adentro del casco antiguo, protegido por murallas, alejado de cualquier ataque por mar. Pero, en los años veinte, Suecia ya no está pensando en cañones y asedios: está pensando en democracia, administración y ciudad abierta.
El Stadshuset se coloca en la punta de Kungsholmen, justo donde el lago Mälaren se abre hacia el archipiélago que conecta con el Báltico. Es un gesto urbano clarísimo: el poder municipal se asoma al agua porque el agua es lo que organiza Estocolmo.
El patio donde estoy tiene ese aire muy veneciano: arcos de medio punto abajo y esa sensación de plaza porticada que se abre directamente al embarcadero. Te giras y podrías estar esperando que aparezca una góndola, pero lo que llega son ferris y hielo.
La torre, además, está claramente emparentada con el campanile de San Marcos, solo que coronada por las Tres Coronas doradas de Suecia, para que no haya dudas de quién firma el skyline.
Y luego está la obsesión material. El ayuntamiento está construido con unos ocho millones de ladrillos rojos, de los cuales cerca de un millón se hicieron a mano, precisamente para conseguir esta textura vibrante, nada uniforme, que ves en fachada: el típico ladrillo de monasterio nórdico, colocado alternando testas y tizones para que el muro nunca sea del todo plano ni del todo predecible.
Ragnar Östberg era bastante maniático con la textura: quería que el edificio, visto de cerca, tuviera una piel casi viva, con pequeñas variaciones en cada pieza.
Estoy en Stortorget, la plaza central de Gamla Stan, el casco medieval de Estocolmo.
Hoy hay mercadillo navideño, con luces y turistas, pero bajo toda esta postal hubo, hace siglos, bastante menos encanto.
En esta plaza tuvo lugar la Boda Roja original:
Como sabréis por las novelas de George R. R. Martin y la serie Juego de Tronos, la Boda Roja es uno de los episodios más traumáticos de la historia. Martin lo escribió inspirándose en varios hechos históricos, uno de ellos fue el "Baño de Sangre de Estocolmo" de 1520.
Ese año, el rey Cristián II de Dinamarca conquistó Suecia y, para celebrarlo, organizó una gran coronación en el casco antiguo de Estocolmo. Tres días de fiesta, banquetes, vino caliente, diplomacia y buen rollo oficial. Hasta que, al tercer día, Cristián ordenó cerrar todas las puertas de la ciudad vieja.
Entonces empezó la matanza.
Entre ochenta y noventa personas —nobles, clérigos y ciudadanos influyentes de Estocolmo— fueron ejecutadas. Muchos fueron decapitados y sus cabezas expuestas en picas aquí mismo, en la plaza, durante semanas.
En este lugar tan bonito, tan instagrameable, con chocolates calientes y guirnaldas, a principios del siglo XVI se montó una escabechina monumental.
(Sí, ya sé que en el video digo 1580, es que me bailan las fechas más que Gene Kelly en El Pirata)
Hoy, Stortorget tiene otra cara.
Además del mercado de Navidad, uno de los edificios que dan a la plaza alberga la Academia Sueca, la institución que concede cada año el Premio Nobel de Literatura: el lugar soñado de Murakami, para entendernos.
Y, claro, aquí se levantan también las famosas Casa Roja y Casa Verde, dos fachadas del siglo XVII que, además de fotogénicas, son bastante tramposas.
La casa verde, por ejemplo: esas líneas blancas alrededor de las ventanas parecen molduras de piedra, pero en realidad son pintura. Querían simular nobleza, apariencia de sillería cara, pero no había presupuesto, así que resolvieron el asunto con pigmento.
En el fondo eran casas normales, con bodega abajo y almacén arriba. De hecho, la famosa ventana redonda superior no es un capricho barroco, es simplemente una forma eficaz de iluminar ese almacén.
El Sexto Panteón del cementerio bonaerense de la Chacarita es, sencillamente, uno de los lugares más bellos y más estremecedores del mundo.
Un espacio casi desconocido que esconde un viaje de luz, emoción y la historia de una mujer.
Os la cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
A mediados del siglo XX, cuando Buenos Aires miraba a la modernidad como una hacia el futuro, una arquitecta recibió un encargo que, para cualquiera de su generación, ya habría sido enorme, pero que para una mujer en los años 50 era casi un desafío a la gravedad social.
Se llamaba Ítala Fulvia Villa y entraba en las reuniones de las oficinas municipales —llenas de ingenieros varones— con un cuaderno, algunos planos y esa paciencia feroz que sólo pueden tener las personas que saben que su talento será discutido antes incluso de ser visto.
El edificio Kavanagh, en Buenos Aires, fue el primer rascacielos de Sudamérica.
Parece neoyorquino, pero tiene algo que los rascacielos de Nueva York no tienen: una leyenda. Porque el Kavanagh se construyó por un despecho amoroso.
Esta es la historia:
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A principios de los años treinta, Corina Kavanagh, una rica heredera, compró una parcela frente al Parque de San Martín, junto a Puerto Madero, y mandó construir un rascacielos.
Inaugurado en 1936 con proyecto de Sánchez, Lagos y de la Torre, el Kavanagh, con su estilo Art Decó, recuerda ciertamente a los rascacielos de Nueva York, como el Chrysler o el Empire State.
Aunque este “solo” llega a 120 metros y 31 plantas.