1/7 Un embajador jubilado me preguntó cuando ingresé en la carrera diplomática: ¿qué es lo más importante para un embajador? Tras varias respuestas fallidas, me dijo: 'saber despedirse'. Me pareció un ejemplo de diplomacia de vieja escuela, que con adanismo dábamos por superada.
2/7 Con el tiempo, he aprendido cuán sabia era su reflexión. A lo largo de una carrera diplomática, se pueden tener una decena de vidas distintas. Durante tres o cuatro años se comparte mucho con personas a las que quizá no veas más, porque cada partida es una pequeña muerte.
3/7 Esta es una experiencia compartida por otros que han hecho del viaje su vida: cooperantes, corresponsales, marinos y tantos otros. También, y de modo más punzante, por personas que no tuvieron otra opción, y quizá nunca vuelvan a su patria: migrantes, refugiados, exiliados.
4/7 En el fondo, es una reflexión que interpela incluso al más sedentario, pues nuestra vida es un viaje que tiene siempre un final. Cuánto alivio para el que se va -y mayor aún para sus familiares y amigos que se quedan- el saber despedirse. Y, antes que eso, el poder hacerlo.
5/7 El saber despedirse es un arte. Requiere en primer lugar un acto de humildad: tu lugar será ocupado más pronto que tarde por tu sucesor. Fuiste un acontecimiento pasajero, y tu memoria perdurará, en el mejor de los casos, lo que dure el recuerdo de quienes te conocieron.
6/7 También exige generosidad: conviene irse ligero de equipaje, llevándose solo los mejores recuerdos: de una conversación en un lugar improbable o de retazos de vidas distintas que te ayudaron a comprender una realidad sorprendente. Hay que dejar atrás decepciones y rencores.
7/7 Y necesita, sobre todo, gratitud: que confesemos a quien se queda o quien se va que nos enriquecimos por él o por ella. Que una parte suya viajará -o se quedará- siempre con nosotros. Así se atenúa la soledad de la partida, y también la soledad y el desconsuelo de la muerte.
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