Es 26 de diciembre de 1946 y cien mil bombillas crepitan y chisporrotean por primera vez en los arcos y las hojas que dibujan una llamarada hecha con bulbos de fresa.
Es un racimo de plumas.
Benjamin «Bugsy» Siegel acaba de inaugurar "The Flamingo Hotel & Casino" en el Strip, el primer casino de Las Vegas y, tal vez sin saberlo, también acaba de dar forma al futuro de las ciudades.
Al presente de nuestras ciudades.
A lo largo de estos 70 años, en muchos de los centros de las grandes ciudades hay un lugar convertido en una suerte (en una copia) de Las Vegas: neones colosales, monumentales vídeodisplays de LEDs, anuncios brillantes y multicolores.
Todo es Times Square.
¿Por qué?
Bueno, pues por la misma razón por la que Bugsy Siegel "fundó" Las Vegas.
Y sí, lo habéis adivinado: por el dinero.
Benjamin Siegel no era un promotor, era un gánster. Uno de los más sanguinarios de la historia.
De hecho, en los años 20, junto a Meyer Lansky, Charlie «Lucky» Luciano y Frank Costello había formado "Murder, Incorporated", la organización mafiosa más peligrosa de la época.
Pero en los 40 quería ser un hombre de negocios legítimo. Un hombre legal.
Pero también quería seguir siendo rico, así que aprovechó una serie de artilugios legales respecto al juego para transformar un pueblacho en medio de Nevada en la ciudad del dinero.
Las Vegas pasó de 8.000 habitantes en 1945 a más de 100.000 en 1960 y a más de 600.000 en la actualidad.
Y eso contando solo con los habitantes censados que, en realidad, son los menos importantes.
Porque Las Vegas no es una ciudad para sus ciudadanos, es una ciudad para los turistas.
Es un lugar donde TODO es un anuncio. Hasta el cielo es un anuncio.
Es la ciudad-anuncio perfecta.
Tan perfecta que, en 1972, Robert Venturi, Denise Scott Brown y Steven Izenour escriben uno de los libros de arquitectura más importantes (y más clarificadores) de la historia: "Aprendiendo de Las Vegas".
En el libro, Venuri, Brown e Izenour se dan cuenta de que Las Vegas es una ciudad separada en dos caras perfectamente diferenciadas.
Bueno, más bien en una cara y un culo: la cara son las fachadas de neones multicolores y los culos son los cientos de miles de aparcamientos.
Todo lo que brilla delante, es gris detrás.
Es sencillo: Las Vegas no es una ciudad para *estar*; es una ciudad para *ir*.
Y las fachadas brillantes no responden a los edificios ni a ninguna arquitectura ni a ningún urbanismo. Son solo cáscaras, reclamos para la gente que *va*.
Y ha funcionado. Ha funcionado tan bien que las ciudades han incorporado esa cáscara a muchas de las fachadas reales de sus edificios.
A veces, están bien integradas, como en el edificio Carrión de Madrid, sí.
Pero otras veces solo es una tapa, un telón que tapa la arquitectura y, a la vez, se convierte en arquitectura.
Y diréis: "Vale, Torrijos, pero eso pasa en solo unas pocas fachadas de las ciudades. La mayoría siguen siendo «normales», ¿no?"
Pues sí y no.
Y ahora es cuando el segundo protagonista de nuestra historia: Walter Elias Disney.
Bugsy Siegel nunca llegó a ver en lo que se convertiría Las Vegas porque se lo cargaron 6 meses después de inaugurar el Flamingo, pero el 17 de julio de 1955, Walt Disney inauguraba *el otro* lugar que ha dado forma a nuestras ciudades: Disneyland.
A diferencia de Las Vegas, donde está claro que la fachada es solo fachada, en las "calles" de los parques de Disney, las fachadas simulan ser arquitectura real, aunque sabemos que no lo es.
Que solo es, efectivamente, una fachada.
Pero claro, esa arquitectura falsa que simula ser real de los parques temáticos es TAN cuidada, TAN limpia y TAN perfecta (tanto que las calles de Disneyland se repinta CADA noche), que las ciudades han querido, a su vez, convertirse en parques temáticos.
En lugares perfectos.
En 1991, el profesor universitario Peter K. Fallon acuñaría el término disneyficación: el proceso según el cual un lugar real es desprovisto de su carácter original para ser sustituido por una versión higienizada y desinfectada del mismo.
Es decir, por un decorado.
Y, al final, incluso las partes de nuestras ciudades que no son iguales a otras ciudades, acaban teniendo el mismo significado. Porque se han convertido en una especie de decorado.
En un lugar para *ir*, no para *estar*.
(Barcelona, Montreal, París y Roma)
Y claro que a todos nos gusta que nuestras ciudades estén limpias y estén cuidadas y sean bonitas. Y también las ciudades que visitamos porque, en realidad, el turismo es algo esencial para que la sociedad funcione (no nos engañemos, todos somos turistas).
Pero hay algo muy difícil de resolver: por mucho que lo intentemos, las ciudades no son perfectas.
No son parques temáticos porque son MUCHO más grandes y MUCHO más complejas que un parque temático.
Un parque temático es un recinto controlable que solo funciona doce horas al día.
Una ciudad no se para y no se puede controlar tanto (salvo en circunstancias dictatoriales, claro).
Y no, no creo que nadie quiera volver a las ciudades sucias y *peligrosas* de los 80.
Pero hay algo incontrolable. Algo que está incluso a las puertas del "lugar más mágico de la tierra". La pobreza.
La pobreza existe. Por mucho que la intentemos tapar, está ahí. Por mucho que higienicemos nuestras ciudades, está ahí.
Porque la solución a la pobreza, a la falta de casa (a la falta de arquitectura) es muy compleja, mucho más que limpiar o tapar o anunciar o iluminar.
Yo no sé cual es, desde luego, pero sé que no es la "arquitectura hostil"
Sé que no es impedir que duerman ni impedir que se tumben ni impedir que se sienten. Por muchas razones (también porque, al final, nadie tiene un lugar para *estar* en el espacio urbano de las ciudades).
Pero, sobre todo, porque creo que no podemos seguir viendo a nuestras ciudades solo como atracciones económicas (como simulacros de Las Vegas o de parques temáticos).
Porque si hacemos esto, quizá acabemos pensando que lo que no nos dé dinero no debería existir.
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(Fin del HILO 🌆🏙️💵)
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En 2018, un operario miró a lo alto del rascacielos en el que estaba trabajando en Nueva York. Algo iba MUY mal: el edificio se estaba inclinando.
A día de hoy, la torre está abandonada y nadie sabe bien qué va a pasar con ella.
Os cuento su historia en #LaBrasaTorrijos
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Desde hace cien años, Nueva York es la ciudad de los rascacielos. Aunque naciesen en Chicago, aunque los más altos estén en Dubai o los más densos se levanten en Shanghái, Manhattan sigue siendo el centro de la religión de los edificios en altura.
Desde los grandes dioses urbanos, como el Chrysler o el Empire State, pasando las torres con la historia más increíble, como el Citicorp Center (guiño), hasta llegar a los finísimos ultrarrascacielos que han vuelto a florecer como agujas hacia Dios.
Bajo el hielo ártico se esconde el espacio más importante de la Tierra. Un almacén indestructible con semillas de (casi) todas las especies comestibles, para que la civilización pueda renacer si llega el Apocalipsis.
En #LaBrasaTorrijos, la Bóveda del Fin del Mundo.
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El 23 de octubre de 2020, la marca de galletas Oreo lanzó una muy peculiar campaña en la que anunciaba la existencia de un búnker en el Ártico donde había guardado la receta original, además de leche en polvo y varias galletas envasadas en mylar.
La campaña se llamaba "Oreo. For All Humankind" y apelaba a una cierta conciencia del apocalipsis de los consumidores a los que iba dirigido. De alguna manera, el búnker estaba preparado para resistir radiaciones, terremotos o el impacto de asteroides.
Ya que lo habéis preguntado: ¿por qué afirmo al principio que los nazis cruzaron a España buscando el Santo Grial si luego digo que la historia es exagerada?
Pues porque, de hecho, los nazis SÍ cruzaron a España en busca del Grial. El propio Himmler lo hizo.
En 1940, Heinrich y Himmler y otros gerifaltes del Reich visitaron España.
Los motivos de la visita era, ya sabéis, estrechar lazos con el régimen de Franco, pero Himmler también buscaba otra cosa: la Copa de Cristo.
Á Himmler nunca le convencieron los griales de León o Valencia, así que en Toledo investigó por libros y códices templarios buscando pistas. Y, de hecho, subió a la abadía de Montserrat creyendo que la auténtica copa estaba allí.
La ermita de San Adrián de Sasabe estuvo mil años enterrada. Cuando la destaparon, allí apareció un misterioso símbolo. Un símbolo por el que los nazis cruzaron a España.
El símbolo del objeto más valioso de la Cristiandad.
Veníos al Pirineo Aragonés con #LaBrasaTorrijos.
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@aragonturismo Cuando el ayuntamiento de Borau, al norte de Huesca, pidió a la Dirección General de Montes que les ayudase a desenterrar su vieja iglesia, no sabían que iban a destapar una leyenda.
@aragonturismo Al llegar junto al río Lubierre, los operarios se encontraron con una pequeñísima ermita que apenas sobresalía un par de metros del suelo, un edificio al que, aparentemente, se entraba por la ventana.
Era el verano de 1957 y, por suerte, el terreno estaba seco.
En un esquina de Roma hay una iglesia muy pequeña que solo se ve en escorzo, que parece de piedra pero está construida con Tiempo.
Y la construyó un perdedor que no la vio terminada.
En #LaBrasaTorrijos, San Carlo alle Quattro Fontane y la matemática de Dios.
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El 30 de julio de 1667, Francesco Borromini quemó todos sus dibujos y escritos. Tres días después, se arrojó contra su propia espada.
Fue el final.
Borromini, nacido Francesco Castelli, procedía de una familia no especialmente acomodada del cantón de Ticino. Su padre, aunque interesado en las artes, solo era un cantero más o menos humilde.
Por eso, quiso enseguida que el niño Francesco fuese más que él.
Esta es la historia de un edificio-trampa. Un lugar sin ventanas cuyo interior te hipnotiza hasta que no sabes cómo salir.
Un edificio cuyo arquitecto se arrepintió de haber creado.
Y todos hemos estado allí.
En #LaBrasaTorrijos, los centros comerciales y el Efecto Gruen.
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¿Sabéis eso de que entras a un centro comercial con la idea de comprar una cosa, pero dos horas después, no sabes ni lo que ha pasado pero llevas cinco bolsas distintas y ni te acuerdas de lo que habías venido a comprar ni dónde dejaste el coche?
Pues eso se llama Efecto Gruen.
En 1938, un arquitecto judío-austriaco llamado Viktor Grünbaum emigró de una Austria recién anexionada a la Alemania nazi porque, bueno, era judío.