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El infierno racista que viví en el colegio.

Abro hilo.
Un poco de contexto.En 1993 empecé la primaria en un colegio católico masculino del norte de Bogotá. Tuve los mismos compañeros durante esos 5 años. En mi salón, como en tantos otros, había matoneo. “Las montadas” en primaria seguían cuatro estructuras fácilmente identificables:
1. La “desproporcionalidad” del cuerpo o una de sus partes: teníamos un referente ideal de normalidad que no admitía “orejones”, “dientones”, “gordos”, “enanos”, “frentones” etc.

2. El parecido físico o la coincidencia de nombre con algún personaje famoso. Yo era El Tino.
3. Juegos de palabras con los nombres o apellidos: a Mora le decían “fruta”, por ejemplo.

4. La “falta de hombría”: generalmente expresada en dos formas: el alejamiento del fútbol y “hacer cosas de niñas”.
No sufrí mucho el primer tipo del matoneo. La fijación no estaba en mi cuerpo o alguna parte en especial, sino en el hecho de ser negro.

Digamos que el segundo tipo era “inocente” y no pasaba de una referencia rápida.

Con el tercero no pasó nada.

El cuarto sí paila.
Mi hermana fue, de lejos, la persona con la que más tiempo pasé en mi infancia. No hacíamos distinción de género en juegos, series de televisión, música etc.
Por lo tanto, todo se derrumbó dentro de mí cuando Anthony se cayó de ese caballo, Mi toalla era en realidad la capa de Tuxedo Mask, Saltaba lazo, jugaba chicle americano, cantaba I want it that way a grito herido. Me enamoré perdidamente de Anaís, la guerrera mágica.
Todo cambió en bachillerato. Hubo rotaciones de salón. Ahora tenía otros compañeros y las montadas pasaron a otro nivel.

Las referencias a la esclavitud eran cada vez más frecuentes. Me decían ‘Xica da Silva’. Pensé que era la misma dinámica de “El Tino”.
Pero el apodo se volvió inseparable de la simulación de un latigazo. Me convertí rápidamente en “el esclavo”.
Cuando cometía un error en clase, escuchaba una dolorosa gama de susurros “negro bruto, los esclavos no van al colegio”, “qué hace aquí negro, devuélvase a Riohacha”, “usted solo sirve para el fútbol”, “vaya a bajar cocos”.
Todos mis profesores sabían lo que estaba pasando. Veían cómo simulaban los latigazos, escuchaban las barbaridades que me decían y no hacían nada. Algunos se tapaban la boca para disimular la risa, pero el sonido de sus tenues carcajadas no podía ser contenido por sus manos.
Con el tiempo, ya no era solo en mi salón. Salir a recreo era peor. Había gente que no me había dirigido la palabra en su puta vida y abría la boca para decir “negro esclavo, vaya a bajar cocos”. Existía como recipiente de insultos.
En séptimo me hicieron una lista de apodos, todos racistas. Esta circuló por meses y fue complementada por gente de otros salones. Me la leían una y otra vez. Cuando los profesores, de forma milagrosa, la decomisaron y destruyeron, ya era tarde.

Se la aprendieron.
Intenté defenderme y frenar la escalada racista, pero cualquier intento de diálogo era frenado inmediatamente. Cuando levantaba la voz, aparecían los matones de siempre a amenazarme.
Me decían que no tenía derecho a nada, que me callara y me aguantara. Esa era la regla inviolable del matoneo porque “a todos se la montan igual”.
Terminaba aceptando las reglas porque yo jugaba con los nombres de mis compañeros y señalaba en tono burletero las partes de sus cuerpos que me parecían exageradas. Para no estar completamente aislado, participaba en el matoneo (que estaba mal) así fuera desproporcionado.
La cereza en el pastel vino el día de la raza. Cada sección del colegio debía representar un momento de la historia de Colombia delante de profesores, estudiantes, directivos y padres de familia. Como no podría ser de otra forma, a nosotros nos tocó la época colonial.
Resumen: caminé con cadenas y vestido todo de blanco para simular la transacción entre dos colonos por la vida de un esclavo. En los ensayos me decían constantemente “igual que en la vida real”, “usted es una cosa, negro, a usted lo compran con unas monedas”.
Lo que más me dolía de todo no eran los demás; era no poder navegar con paz las aguas de mis recuerdos porque estaban infestadas de insultos. Eran cientos de voces repitiendo que yo no era un ser humano. Le tenía pavor a mis recuerdos.
Un día no aguanté más y le conté todo a mi mamá. Le conté que me hicieron una lista, que me decían que no debería estar estudiando, que todo error era penalizado con un latigazo imaginario.
Mi mamá me creyó y se lo tomó muy en serio. Habló fuerte en la reunión de padres de familia, pero no pasó nada.
Después de eso, no decía ni una palabra en clase. Cualquier cosa que dijera era motivo de burla, de recordarme que no podía ser inteligente porque era negro. De “sapo” por haberle contado a mi mamá. Solo hablaba con mi cuerpo en el recreo. Me llené de inseguridades.
Mi rendimiento académico se desplomó. Pasé de ser un estudiante promedio a “el vago del salón”. Perdía mínimo 5 materias por bimestre (después perdería noveno).
Me fastidiaba el descaro tan hijueputa del colegio cuando hablaba en misa de amor al prójimo y de las lecciones de Jesús mientras se quedaban en silencio ante la embestida rampante del racismo. Quizás ese no era mi Dios.
El matoneo seguía. No era esporádico ni en un lugar específico del colegio, era todos los putos días, en todas las putas clases, en cada rincón del puto colegio. En el ataque intervenían personas que veía todos los días en clase y gente que no conocía.
Todos me decían lo mismo “usted no debería estar aquí” “usted no es como nosotros” “usted ni siquiera es ser humano”, “váyase a África”.
Mi color de piel solo les servía en los deportes. Ahí sí pertenecía al salón. “Los vamos a golear porque tenemos al esclavo”, decían. Estaba en todos los equipos posibles. Representé al colegio en competiciones intercolegiadas de atletismo y gané 7 medallas en 2 años.
Por cuestiones de la vida, mi familia y yo nos mudamos a Costa Rica y ahí, en un ambiente 0 hostil, recuperé la confianza en mí y me fue bien académicamente. Luego regresé a Colombia y me gradué de otro colegio con mención honorífica por mi rendimiento académico. No era bruto.
Viví esa pesadilla cuatro largos años. No estaba seguro en ninguna parte del colegio. Nadie me protegía, nadie hacía nada. De la calle ni hablemos. Muchas veces me hicieron sentir mal por existir.
A pesar de todo, llegué siempre al colegio con la frente en alto, ¿quieren que el negro se vaya? Pues paila. Resistí.
En medio de todo, tuve 2 amigos que me acompañaron siempre: @ortegagomez y @ChordKaiser.
Las heridas que me dejó esa época de mi vida han sido difícil de sanar. Necesité muchísimo amor para salir de ahí.

Revísense, hablen con sus hijos. Esto no puede seguir pasando.
Fin.
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