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Hoy es el Día Internacional del #Holocausto y se cumplen 75 años de la liberación de #Auschwitz. Esto es solo una pequeña historia de algunos de los niños supervivientes, de su vida dentro del campo del terror nazi y de cómo les marcó. Va HILAZO 👇🏼
Esta niña es Paula Lebovics. Nació en Ostrowiec, Polonia, en 1933, y su infancia fue como la de cualquier niña. Tenía a sus padres y era la pequeña de 6 hermanos. Vivían en un apartamento propiedad de su abuelo y se dedicaba a jugar con sus primos en un jardín que había.
Sin embargo, su vida cambió en septiembre de 1939. Una vez, se rompió un brazo jugando y su padre quiso llevarla en tren a Varsovia para que lo examinaran. Cuando estaban dentro, un soldado alemán, el primero que Paula vio en su vida, les echó del vagón.
Porque Paula y su familia no solo eran polacos, lo cual ya era problemático tras la ocupación de Alemania, sino que además eran judíos. Un año más tarde, cuando Paula tenía 7 años, les obligaron a ir a un gueto y metieron a los ocho en una sola habitación.
Durante esa época, Herschel, su hermano más mayor, estuvo enseñándole consejos de supervivencia, sobre cómo ocultarse o cómo dosificar la comida. Ella entonces no lo sabía, pero esos consejos más de una vez le salvarían la vida años más tarde, en el peor lugar del mundo.
Un día, tras 2 años en el gueto, Herschel se enteró de que los nazis iban a hacer una selección para enviar a los niños a los campos, así que escondió a sus hermanos en un agujero que su tío y él habían cavado debajo de un cobertizo.
Sus hermanas mayores, Chaya y Chana, decidieron salir al tercer día, dado que tenían un permiso de trabajo que, supuestamente, las protegería. Pero no les sirvió de nada. Murieron, junto con otros 11.000 judíos del gueto, en Treblinka.
A medida que pasaban los meses, las selecciones fueron cogiendo a cada vez más gente. En junio de 1943, el gueto iba a ser liquidado y los judíos transferidos al campo de trabajo de Ostrowiec. Se llevaron a toda la familia de Paula, salvo ella y su hermano Josef, de 14 años.
Ambos se escondieron en una habitación llena de ratas de una fábrica de ladrillos donde los presos del campo trabajaban. Josef terminó uniéndose a los presos para conseguir comida y llevársela a Paula. Y Paula creyó que podría trabajar también, y eso casi le cuesta la vida.
En cuánto salió de la habitación se dio de bruces con un oficial de las SS ucraniano. Tras interrogarla sobre el escondite, sacó su pistola y la apuntó: “Date la vuelta. Mira hacia la pared”. Se salvó porque un oficial alemán borracho interrumpió riéndose a carcajadas.
“¿Vas a desperdiciar una bala? Va a morir de todas formas”. Así que el ucraniano la dejó ir, y ella fue corriendo hacia el campo de trabajo hasta que encontró a sus padres. Se unió al barracón de mujeres de su madre y estuvo trabajando durante unos meses.
En agosto de 1944, los nazis liquidaron el campo de trabajo de Ostrowiec y enviaron a todos los presos, 1.400 hombres y 300 mujeres, incluida la familia de Paula, a un lugar que ya ponía los pelos de punta a todo aquel que conocía su existencia: Auschwitz-Birkenau.
Hubo más campos de exterminio, pero ninguno combinaba de forma tan salvaje la muerte a escala industrial y el esclavismo. Para aquel entonces, el complejo de #Auschwitz, con todos sus campos y subcampos, era la joya del nazismo, y Birkenau estaba en la cima.
Si alguien llegaba a Birkenau, lo hacía para morir, bien en la selección inicial (la gran mayoría) o en selecciones siguientes de todo aquel que ya no podía trabajar o estaba enfermo. Paula y su familia llegaron a un lugar donde la vida era un lujo concedido por un funcionario.
En cuánto llegaron, separaron a los hombres de las mujeres y enviaron a Paula con su madre al campo BI. Antes las tatuaron, raparon, ducharon y les dieron sus trajes, que en el caso de Paula era solo una larga blusa.
Durante los primeros días, Paula demostró sus habilidades para cantar. Le gustaba, lo hacía a menudo, consiguiendo levantar el ánimo del barracón. Gracias a eso, se ganó el favor de la guardia que los vigilaba, que la premiaba con raciones extra de gachas aguadas y pan negro.
Un día, la invitó a cantar en privado para ella y para la líder de la zona femenina. La llevaron a “Canadá”, la zona de Birkenau donde estaban los almacenes que contenían los objetos robados a los presos al entrar en el campo, y le dejaron escoger un vestido para la actuación.
Pero la alegría no duró mucho. Pronto fue separada de su madre y enviada con otros niños a un barracón infantil, donde Josef Mengele pasaba a menudo para buscar sujetos humanos para sus experimentos. Allí, Paula conoció a Miriam Ziegler.
Miriam tenía 9 años y, como Paula, también era de Ostrowiec, pero ella apenas tenía recuerdos felices. La guerra la pilló con 4 años, nunca tuvo amigos ni jugó con nadie. Toda su vida había vivido entre adultos, trabajando o escondida.
No tenía familia allí. No sabía donde estaban. Un día, en una de las selecciones matutinas que los nazis hacían, le pareció ver a su abuela a través de la alambrada, en la zona de barracones de al lado. Al día siguiente pudo confirmar que su abuela, al menos, estaba allí, viva.
Por alguna razón que ella nunca supo, y como le sucediera a Paula semanas antes, la guardia del barracón la veía con simpatía y le daba raciones extra de comida. Y Miriam, aunque tenía hambre, se las pasaba siempre que podía a su abuela a través de la alambrada.
Hacer intercambio en las alambradas no era fácil. Estaban electrificadas y muchos morían allí. Pero había cosas peores que la alambrada. Paula y Miriam aprendieron que lo mejor que podía pasar cuando Mengele pasaba por ahí era ser invisible.
Porque Paula y Miriam eran solamente niñas, pero no eran tontas. Y ellas, como muchos otros niños, habían oido hablar de Mengele y lo que les pasaba a aquellos que se iban con él. Algunos, simplemente, no volvían nunca.
Lo sabía bien Eva Mozes Kor que con 10 años fue enviada a #Auschwitz junto con su familia desde su Rumanía natal. En la selección inicial, un oficial de las SS le preguntó a su madre si Eva y su hermana eran gemelas. Y efectivamente, lo eran.
En ese momento, fueron arrebatadas de su familia entre protestas y gritos. Su madre la mantuvo en sus brazos hasta el último momento, pero fue inútil. Se las llevaron a un barracón especial para gemelos.
La primera noche en Birkenau, Eva vio los cuerpos de tres niños en la zona de las letrinas. Entre el horror y el espanto, se juró a sí misma que haría todo lo posible por que ella y su hermana no acabaran de la misma forma. Pronto Mengele empezó a experimentar con ellas.
Les ponía inyecciones, les extraía grandes cantidades de sangre, medía y comparaba partes de sus cuerpos, a veces en sesiones que duraban en entre 6 y 8 horas diarias. Eso duró hasta que le puso una inyección a Eva que la dejó gravemente enferma.
La llevaron a la enfermería para morir. Una vez, Mengele se pasó por allí y, al mirarla, dijo sarcásticamente: “Qué pena, es demasiado joven. Solo le quedan dos semanas de vida”. Pero se equivocaba.
Eva combatió con todas sus fuerzas contra las altas fiebres que la asolaban. Cuando no podía ni andar, se arrastraba por la enfermería para conseguir llegar a un grifo de agua. Tardó 5 semanas en recuperarse, pero lo hizo, y volvió junto a su hermana.
Pero si algo temían los niños por encima de todo eran las “selecciones”. Si los nazis “seleccionaban” a alguien, nunca lo volvían a ver. Y sabían que tenía algo que ver con las chimeneas que se veían al fondo del campo, siempre encendidas, y el desagradable olor que desprendían.
Gábor Hirsch, húngaro judío, tenía 15 años cuando llegó a #Auschwitz en 1944. Le metieron en la zona de Birkenau reservada a gitanos. Una noche, y por orden de Himmler, se liquidó de golpe a los 2.800 gitanos que quedaban, entre gritos y llantos. Se enteró Gábor y medio campo.
Su día a día era siempre igual: se levantaba a las 4:30 de la mañana y tenía unos pocos minutos para lavarse o pasar por letrinas, cuyas únicos 6 bloques daban servicio a 32 barracones. Pero no importaba. El kapo del bloque a veces les daba con un palo para que fueran más rápido.
Para desayunar tenían un café o un té. Luego empezaba el recuento de prisioneros y se dirigían a su lugar de trabajo, cuya jornada se extendía durante 12 horas. Para comer tenían una sopa aguada, que a veces contenía carne y otras verdura.
A las 7 de la tarde se hacía un nuevo recuento para volver a los barracones. Para cenar tenían 300 gramos de pan, con un poco de queso, mermelada o margarina. A las 9 tocaba dormir y vuelta a empezar, salvo los domingos, que no trabajaban y tenían que limpiaban el barracón.
Durante su estancia allí, le tocó limpiar el terreno que estaba detrás de “México”, una zona de Birkenau en ampliación (nunca llegó a acabarse) y dónde habían metido a su madre. Gábor tuvo dos ocasiones para hablar con ella, pero no para despedirse. Un día, su madre ya no estaba.
¿Cómo se asume la pérdida en un lugar así? Esas personas que un día estaban con su familia y al día siguiente les meten en el infierno, los separan y los asesinan. Sin más. No hay ningún tipo de progresión psicológica. Solo un golpe, un shock.
Algunos no podían soportarlo y se suicidaban en las alambradas. Es curioso que solían ser los más jóvenes los que más fuerza psicológica solían tener. Cuánto más adulto se era, cuánto más asentada tuvieran su visión del mundo o del bien y del mal, más costaba asimilar el horror.
Semanas mas tarde, Gábor fue seleccionado. Ya estaba. Para él, todo había terminado. Le llevaron junto con 600 personas más a la cámara de gas y le hicieron desnudarse en la sala exterior, un lugar que simulaba el paso previo a una inocente ducha.
Sin embargo, las SS decidieron hacer una nueva selección en el último momento y concluyeron que Gábor y otros 50 prisioneros aun podían ser “productivos”. Gábor volvió a vestirse mientras veía a los demás entrar en la “ducha” de la que ya no saldrían vivos.
Así era la traumática vida en #Auschwitz, con niños que se habían enfrentado a un horror que ni los adultos eran capaces de soportar, siendo testigos de palizas y muertes casi a diario. Hasta que un día, en enero de 1945, todo cambió.
Un día, Paula salió de su barracón y los nazis ya no estaban. Las torres de vigilancia estaban vacías. Unos días antes, habían obligado a 58.000 prisioneros a salir en las Marchas de la Muerte. Pero los niños, los enfermos y los que no podían andar se quedaron en Birkenau.
De fondo, se oía la artillería soviética. El Ejército Rojo estaba cerca. Las SS tenían órdenes de fusilar a todos los que se quedaron, pero a medida que los soviéticos se iban acercando, la disciplina se iba rompiendo y prefirieron huir a cumplir sus órdenes.
Sin ningún tipo de autoridad ni orden, la suciedad y los cadáveres se acumulaban en el campo. Los presos estaban abandonados a su suerte, sin calefacción en pleno invierno, sin electricidad y sin tener nada que comer más que lo que podían encontrar.
Durante 3 días, no hubo nazis en el campo. Paula y Miriam, ahora enferma de tuberculosis, así como otros presos, se las ingeniaron entonces para colarse en los almacenes y coger comida y ropa para el duro invierno polaco.
Pero los nazis volvieron. Un oficial de las SS llegó a donde los niños: “Quién quiera salir y ponerse a salvo, que dé un paso al frente”. Miriam lo hizo, aunque en el último momento se echó atrás. Los prisioneros que se fueron con los nazis los encontraron muertos en las afueras.
A Gábor también se lo intentaron llevar, pero se escondió debajo de la litera y espero durante días, acongojado por el miedo. Un día empezó a oír tiros y bombazos en la puerta principal del campo. Cuando salió del barracón horas después, vio que habían llegado los soviéticos.
Aquel 27 de enero, el Ejército Rojo liberó a los 9.000 presos quedaban en Auschwitz, Birkenau y los subcampos. 180 eran niños menores de 15 años. Los presos que podían salían a recibirles, les abrazaban. A Eva Mozes Kor le dieron galletas y chocolate.
Un soldado cogió a Paula entre sus brazos y le ofreció salo, un alimento a base de tiras de cerdo. Pero Paula tenía aun trozos de pan que había cogido de los almacenes, así que simplemente se quedó mirando los ojos de su salvador.
Aquel hombre tenía la cara arrasada por las lágrimas, y Paula, a sus 11 años de edad, se preguntó si por fin había encontrado a alguien en ese mundo tan horrible que se preocupaba por ella, una sensación que ya no recordaba.
Para los soldados soviéticos que liberaron a los prisioneros, Auschwitz fue un shock. En los días siguientes, reporteros de guerra soviéticos entraron al campo a filmar aquel terrible lugar y las pobres condiciones de vida que existían.
También hicieron fotos de los supervivientes, los cuales ya tenían ropa nueva. En esta, una de las más famosas, podemos ver a los niños. De izquierda a derecha, en los círculos, Miriam Ziegler, Paula Lebovics, Gábor Hirsch y Eva Mozes Kor.
Los soviéticos establecieron hospitales de campaña para curar a los enfermos y a aquellos que sufrían los efectos de la inanición. Algunos no pudieron ser salvados. Sin embargo, el mayor dolor no era físico. Las secuelas psicológicas les marcarían de por vida.
Porque, ¿cómo se recupera toda una vida? ¿Cómo se vuelve a empezar cuando han muerto tus familiares, tus amigos, cuándo te lo han quitado todo? ¿Cómo se vuelve a creer en algo después de estar en el infierno? ¿Esta historia puede tener final feliz para alguien?
Miriam Ziegler fue enviada a diversos hogares infantiles polacos para su recuperación. Salió de Birkenau sin saber dónde estaba su familia, ni siquiera si seguían vivos, así que dejó una cartel en la estación de tren de Cracovia con sus nombres esperando que alguien lo supiera.
Un día, su madre apareció. Un antiguo amigo de la familia había visto el cartel. Juntas emigraron en 1948 a Canadá, donde Miriam trabajó como contable y montó su propia tienda de ropa. Esta casada, tiene tres hijos y también es abuela.
Gábor Hirsch pesaba 27 kilos cuando los soviéticos llegaron a Birkenau. Pasó 7 meses en diferentes campos soviéticos hasta que se recuperó. Luego viajó a Budapest donde se reunió con su padre.
Tras pasar por la universidad, emigró a Suiza durante la Revolución Húngara de 1956, donde empezó a trabajar como ingeniero eléctrico. Está casado, tiene dos hijos y tres nietos.
Eva Mozes Kor fue con su hermana a recuperarse a Katowice. Desde allí volvieron a la casa de su infancia, el único hogar que habían conocido, esperando encontrar a su familia y poder continuar la vida dónde la dejaron. Pero no había nadie. Todos habían muerto en #Auschwitz.
Afortunadamente, Eva y su hermana fueron acogidas por una tía que vivía en un pueblo de al lado. En 1950, Eva fue a Israel, y sirvió en el ejército durante 8 años. Luego se trasladó a EEUU, donde fundó una asociación para supervivientes de los experimentos de Mengele.
Esos experimentos sufridos tuvieron secuelas de por vida. Su hermana no desarrolló bien sus riñones y terminó muriendo de cáncer en 1993. Eva sufrió numerosos abortos y tuvo tuberculosis. Por fortuna, formó una familia. Se casó y tuvo dos hijos. Murió en 2019 a los 85 años.
Paula Lebovics perdió a su padre en Birkenau, pero encontró a su madre en el campo principal de #Auschwitz, a salvo. Juntas fueron a la casa de su abuelo donde Paula había pasado sus primeros años de vida. Cuando llegaron, el encargado del edificio les saludó con incredulidad.
“¿Seguís vivas? ¿No os han matado?”. No les devolvió el edificio, pero les permitió quedarse en una habitación hasta que Herschel, que también había sobrevivido a Birkenau, las llevó a un campo de desplazados en Alemania, donde se encontraron con Josef.
Allí estuvieron 6 años y Paula fue por primera vez al colegio, a sus 12 años. Josef terminó emigrando a Israel, Herschel lo hizo a Australia, y Paula y su madre se fueron a EEUU. Viuda desde 1996 y con dos hijos, continúa compartiendo su historia a estudiantes de todo el mundo.
1.100.000 personas, la inmensa mayoría judíos, fueron asesinadas en Auschwitz. A medida que los supervivientes van muriendo, corresponde a las nuevas generaciones tomar el testigo de contar el horror de lo que ocurrió allí.
Porque la historia siempre enseña y advierte. Y la lección de #Auschwitz es que la intolerancia al diferente es la semilla de la deshumanización que condujo a millones de personas a las cámaras de gas. Su recuerdo y sus historias son y serán la vacuna contra el odio.
Fin de hilo.
PD: Hace unos días, DW subió a Youtube un documental en el que Eva Mozes Kor cuenta su experiencia en Auschwitz, su vida después y su cruzada contra Mengele y contra el olvido de lo que ocurrió. Podéis verlo aquí:
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