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Es la hora: A petición de algunos de ustedes, les voy a contar aquella vez en que me vestí de centurión romano. No sabría decirles si recordaba más a Russell Crowe en «Gladiator», a Stephen Boyd en «Ben-Hur» o al Julio César de «Astérix». Quizá a ninguno de ellos. Va hilo. 👇
Les cuento; si hay alguien a quien le apasione la mullida placidez de la vida cotidiana, es a quien suscribe. Jamás me verán pararme ante el atrayente escaparate donde se publiciten excursiones a los majestuosos Andes, viajes a la misteriosa India o safaris a la excitante África.
Incluso un sencillo crucero por el Mediterráneo. Otra cosa es un viaje por Europa o una escapada a mi adorado Portugal o a Londres. No me disgusta viajar, pero adoro la plácida monotonía de mi vida diaria. La aventura y el riesgo siempre ha sido extraños a mi experiencia vital.
Pero, en fin, ya me disgrego como acostumbro. A lo que íbamos. Hace años, tendría yo casi treinta, recibí una llamada del gamberro de Chimo Suanzes. Ya saben, el que trajo las gambas de Huelva el día que Pancho apareció con aquellas yankees de intercambio en el perol.
El muy cara dura me invitaba, nada más y nada menos, que a su novena despedida de soltero en Sevilla. Les explico. Chimo se casó al final con la encantadora Anita, una cordobesa guapísima y exquisita, como es habitual en las mujeres de esta tierra. Pero tuvo, como buen tuno,
un número indefinido de devaneos amorosos universitarios. Algunas aventurillas, más de una huida estratégica, algún conflicto y nueve noviazgos formales. Tantos como años tardó en acabar la carrera de Filosofía y Letras en Sevilla. Carrera que jamás ha ejercido ni ejercerá.
Cada año, al terminar el curso, se comprometía. Como la familia es de posibles y él tiene un pico de oro, las muchachas se ilusionaban, él organizaba unas despedidas de soltero espectaculares y a vuelta de verano, si te he visto no me acuerdo con el clásico «no eres tú, soy yo».
Es verdad que la falta de novedad en las despedidas de soltero de Chimo no presagiaba nada interesante, pero ... en fin, no podía negarme. Más, cuando esta iba a ser a última porque, al fin, había terminado la carrera. Un portento. Pero sí que la tuna sintió mucho su marcha.
Así que preparé unas cuantas cosas -dos o tres maletas, creo- al fin y al cabo sólo era un fin de semana, me puse al volante del viejo Morgan de mi padre, reconozco que sin decirle nada, e inicié el camino a la ciudad de la Giralda, llevando a Pancho de copiloto.
La fiesta, dicho sea de paso, empezó con no muy buenos augurios. El aperitivo fue pobretón en calidad y cantidad; el vol-au-vent de mero y langostino, adolecía de los dos elementos que le apellidaban; el sorbete parecía un polito de a duro; el solomillo, supuestamente ibérico,
requirió de un alarde de fuerza física para ser troceado -Pancho y yo pedimos a voces un escoplo y un martillo- y la tarta del postre emanaba un meloso olor a licor barato. Una cena muy desvaída, pero ... claro, sólo a Chimo se le ocurre celebrar su novena despedida de soltero
en el restaurante que acababa de adquirir el padre de Charito Moreno, su tercera novia sevillana. De acuerdo que no lo supo hasta ese momento, pero… lo acabamos sufriendo todos. El señor Moreno, un tanto vengativo, le recordó – exagerando una barbaridad- que además de abandonar
a su preciosa hija -aquí, más que exagerar, mintió o le cegó el amor paterno, porque Charito era fea con bandera y banda- a los pies del altar, le debía un dinerillo que tasó en doscientas mil pesetas más intereses. Chimo lo negó. «A lo sumo le debo ocho o diez mil pesetas».
El tipo lo miró con ojos de dobermann airado y le gritó: «Hace seis años, payaso. Te juro que te vas a acordar de este día mientras vivas».
- Como que nos vamos a beber hasta el agua del Guadalquivir, mi arma. Gritó Pancho de modo un tanto inapropiado, que yo, reconozco, jaleé.
Finalizada la cena – o lo que fuere – Chimo decidió continuar la jarana en un tablao cercano al restaurante donde “Los Niños de Triana” conocido conjunto músico-vocal de reconocido prestigio en la ciudad amenizaría el sarao. ¡Qué quieren que les diga! Siempre fui poco flamenco.
Así que ante ese panorama tan desolador, mi único refugio fue el viejo Johny Walker. Si hasta llegué gritar Viva Escocia. La última imagen de esa noche grabada en mi mente siempre ha sido la del simpático andarín tocado de sombrero de copa entre las brumas del humo del tabaco…
Un ambiente decadente muy locos años veinte… Y también, la cara de pocos amigos de dos tiparracos muy grandes y con mal aliento que se acercaban a mí. Un coche negro. Algún traqueteo. Voces. Ruido de motores. Fogonazos de luz. Y después ... nada. Mi mente está en blanco.
A continuación, recuerdo como un agradable caballero uniformado empezó a zarandearme. Los vapores del alcohol, la terrible resaca y un intenso dolor de estómago provocado por la detestable cena que les he narrado, sólo me permitieron balbucear un «buenos días» que fue contestado
con un «ya hemos llegado, joven».
- ¿Llegado, adónde? – pregunté.
- A Madrid.
- ¿Madrid?
Sábado, media mañana, estación de Atocha, Madrid. Un calor horroroso. Bajo del AVE deslumbrado. Oigo risas a mi alrededor. Son los pasajeros y el personal de la RENFE. Un niño me señala.
Tiene cara de pillo. Me apunta con un dedo pegajoso y se carcajea. Me duele mucho la cabeza. Mucho. Me encuentro en medio del andén, aturdido, dolorido, resacoso y ... ¡horror! ¡no puede ser! Me veo reflejado en las ventanillas del tren que acaba de salir del andén número siete.
Amigos; voy vestido de romano. De romano de escuadra de procesión o de película a lo Ben-Hur. No veo bien. Pero llevo una faldita roja, sandalias -al menos sin calcetines, lo que es un consuelo- coraza, una espadita de madera al cinto y una capa roja que ondea juguetona al viento
¡Ah, y un casco de plumas de colores! Inefable. Y aquí comenzó mi terrible odisea. No puede ser, ¡no! Me horroriza el panorama, ¿cómo me paseo vestido de centurión por la Castellana o por la calle de Alcalá? Además, en pleno julio, nadie que conozca está en Madrid,
no llevo dinero, ni tarjetas de crédito, ni documentación siquiera. Me derrumbé en un banco del andén, ¿qué hubieran hecho ustedes? Pasa un rato. Me siento observado por los viandantes, -lógico, lo sé, es natural, no es habitual vestirse de centurión en agosto-, me armo de valor,
el legendario valor de mis antepasados- bueno, que me armo de valor y pregunto a un mozo por el Jefe de Estación. Entre las risas del muchacho -no lo censuro- me dirijo a las oficinas, pero el probo funcionario me despide con cajas destempladas y a gritos. Increíble, ¿verdad?
Así que no me queda más remedio que deambular por Madrid en busca de una comisaría dónde relatar mi triste historia y conseguir, al menos, la posibilidad de llamar por teléfono a casa. No pueden imaginarse la vergüenza que me acompañó por todo el Madrid de los Austrias.
Las risas de los transeúntes, las chanzas de los taxistas, las miradas estupefactas de los turistas y la sonrisa vacuna de los japoneses que inmortalizaban mi desastre en plena Villa y Corte. Los pies se me deshacían a trozos. Al fin, una Comisaría y un funcionario amable.
Llamé a casa. Mi padre se partió de risa y me dijo que iba a hacer una porra en el Club a ver cuántos de los socios se creían que fuera posible algo así. Y que me hiciera fotos. Me negué. En un rato, uno de sus amigos pasó a recogerme por la Comisaría. Apareció con un fotógrafo
y un primo suyo Notario al que había sacado de una firma para que levantara acta del hecho y de las declaraciones del policía. Me montaron en un coche para llevarme al Ritz. Antes, pararon en la Puerta de Alcalá para hacerme la foto definitiva. Dos días estuve en cama. Destrozado
Al final, unos días después, Chimo me llamó y solo entonces, lo entendí todo. Porque lo que es Pancho, sólo recordaba haber despertado en el banco de la Plaza de España de Sevilla que homenajea a la bella provincia de Córdoba. Y bien orgulloso que estaba de no haberse equivocado.
«Le dije a Chimo que nos veíamos allí y allí estaba yo. Como un clavo. Pero de ti, nada, Jacobo. Que no me acuerdo.». En fin, que entre lloros y pucheros, Chimo confesó que cuando vio a aquellos dos tipos mal encarados, que se presentaron como primos de Charito Moreno,
preguntar quién era –perdonen la vulgaridad– «er cabrón der Suanses» así, insultando y seseando, él no tuvo valor para reconocerlo y señaló cobardemente, mi cuerpo inerte y adormilado a causa de Mr. Walker. Y que me cogieron en volandas y ya no supo más. Pobre. Lo pasó muy mal.
Para fans de mi padre, que sé que son muchos -más bien muchas- les cuento que ganó veinte mil pesetas con la porra, que guarda el infame reportaje y que tiene en su despacho, enmarcada, mi foto vestido de romano en la Puerta de Alcalá. Aunque, conste, que la oculta cuando voy.
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