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Empezamos bien el #SabadodeGloria. Me llama mi madre para pedirme la temperatura -36,2º, soy un reloj- y para contarme que mi padre y tita Carmen han discutido. Y claro, eso no es raro, pero ahora están los tres en casa de mis padres. Y ya no es lo mismo. Hay tensión. Va hilo.👇
Al menos están con Conchita, la doncella de tita Carmen que lleva con ella cuarenta años y Amalia, que es la de mis padres y más o menos igual. Son de la familia. Así que aquello es un novivir. A ver, en casa no se grita ni se pelea. Cada uno se retira a su guarida y punto.
Tita Carmen se ha recluido con Conchita en una esquina del patio, la de las aspidistras. Solloza y reza. Mi padre en su despacho. Bufa. A mi madre le da lo mismo, pero, claro, «yo tengo que defender a mi marido, Carmencita» y se ha sentado con Amalia junto a los geranios.
«Y que no me entere yo de lo contrario, doña Pilar, que don Luis es un señor», tercia Amalia que es fan de mi padre. Y Conchita y Amalia son rivales en la cocina. No se lo pierdan. Una crisis. El patio debe ser como la Asamblea de la ONU cuando la crisis de los misiles de Cuba.
La cuestión es que ayer y después de seguir los Oficios por televisión, los tres se sentaron en el patio a descansar y a tomar un sobrio y austero refrigerio que sustituyera a la cena habitual en día tan señalado y dedicado al ayuno y abstinencia como es el #ViernesSanto.
Todo era paz hasta que tita Carmen soltó la bomba:
-Mañana voy a hacer torrijas.
-No hace falta Carmencita. Dijo mi madre.
-Sí, sí, sí, sí, que mañana hago torrijas para desayunar y merendar.
-¡Antes me como las aspidistras y los geranios! -gritó mi padre en plan shakesperiano.
El silencio se extendió por el patio como la bruma en un campo de batalla…
-¿A que viene ese exabrupto de tu marido? Es tita Carmen ofendidísima.
-¿Le recuerdo a tu hermana las torrijas de la Semana Santa de 1978?
Cuando se enfadan, mi madre se convierte en el Embajador Suizo.
-¿Qué te parece, Jacobo?
-Normal, aquellas torrijas nos dejaron marcados a todos. Acuérdate. Pesadillas tengo
-No me refiero a eso, sino al panorama que tengo en el patio.
- Pasará, mamá, pasará…
-Tú lo ves fácil, ¿cómo estás tan a gusto en tu casa…? Claro, qué sufra tu madre.
-Mamá, si esto pasa cada semana.
Me río.
-Encima te ríes de mí. Los hijos sois como cuervos, Jacobo. Cuervos...
-Mamá…
-Y tú, el peor. Un cuervo y un buitre carroñero. Luego querrás heredar, ¿no?
-Eso es cosa del Código Civil, mamá, no mía.
-Da igual. Ya lo arreglo yo.
Cuelga.
Antes de mediodía lo habrán arreglado. Como siempre. Mi madre hace un flamenquín, lo trincha, lo coloca en la mesa que hay junto a la fuente del patio. Coloca una botella de fino, un plato de jamón, unos picos y unos catavinos, toca una campana que puso allí mi abuelo y…
Mi padre sale del despacho y leyendo un libro como si fuera Hamlet, tita Carmen se acuerda de que ha dejado el costurero en el brocal de la fuente -allí lo ha puesto mi madre un ratito antes- y mi madre saca algún tema neutral de conversación. Et voilá! Todo arreglado.
Pero me ha hecho recordar el asunto de las torrijas de la Semana Santa de 1978. Les cuento. Tita Carmen, que ya rozaba la cincuentena, se había ilusionado con casarse con un antiguo pretendiente que acababa de enviudar. Se había ilusionado ella porque el pobre hombre no había
dicho ni esta boca es mía. Es más, hacía casi treinta años que vivía en Madrid. La cuestión es que fue enterarse de que Baldomero – creo que se llamaba así- había enviudado y se ilusionó. Le contó a las hermanas y a mi abuela que en cuanto Baldo -ella le llamaba Baldo-
viniera a Córdoba a ver a la familia -ella se enteró de que lo iba a hacer para Semana Santa-, se haría la encontradiza en los Oficios de la Catedral y seguro que volvía el amor y se casaba. Mi abuela, mi madre y tía Lolita le dijeron que no se hiciera castillos en el aire,
que Baldo no fue tampoco un novio siquiera. «Pero mi miraba y me guiñaba, ¿no os acordáis?». «Carmencita, como a todo el mundo, que Baldo tenía un tic nervioso, si parecía un perrito de los que poníamos en la bandeja de atrás del coche» dijo tía Lolita que era un sargentón
encantador y tenía el tacto limitado. Una mujer realista, según mi abuelo. Mi padre tardó diez minutos en organizar una porra. Lo estaban imaginando, ¿verdad? A mi abuelo le dio reparo jugar pero me dio cinco mil pesetas para que apostara. Yo callaba y si ganaba me daba el 10%.
Se apostaba a si había encuentro o no y si había aceptación o rechazo en ese encuentro. Tres posturas, vamos. Don Anselmo puso diez mil a que sí a todo. Arriesgado siempre. Ganó mi padre. «Ni reencuentro ni puñetas», dijo. Y así fue. ¡Qué tío! Tiene un olfato único. Pero único.
El Viernes de Dolores, tía Lolita no pudo celebrar su onomástica. Se extendió entre las amistades la noticia de que Baldomero no vendría. Había ingresado en un monasterio cartujo. A tita Carmen le dio un soponcio de campeonato y se encerró en su dormitorio. Sollozaba y rezaba.
La madrugada del Sábado Santo salió de su retiro. Al levantarnos, olía a aceite frito. «Tita Carmen está en la cocina» dijo una de mis primas. «Dios nos coja confesados» gritó mi padre. Cogió al abuelo y a tío Estanis -el marido de tía Lolita- y se fueron a la calle a toda prisa.
Volvieron a media tarde tras almorzar en El Caballo Rojo. Habían puesto la mesa en el salón para merendar todos juntos. Les dieron instrucciones al llegar. A mí y a mis primas ya nos habían aleccionado: «ponga lo que ponga tita Carmen os lo merendáis y decís que estaba buenísimo»
«¿Y si tengo que vomitar?» pregunté recordando pasadas experiencias. «Vomitáis luego» dijo tía Lolita con su habitual autoridad. Llegó el café para los mayores, el chocolate para los niños y tres bandejas inmensas de torrijas. Tocábamos a tres o cuatro cada uno. Una barbaridad.
En plan valiente, las probé el primero -si es que la quiero mucho- y me la tragué sin pensar ni masticar. Sentí como un disparo en el estómago. Pero aguanté el tipo. Y sonreí mirando a mis primas. Tras de mí, todos los demás las probaron. Con cierto reparo, pero lo hicieron.
Tita Carmen había ido a la cocina «a por más leche calentita». Al volver se encontró a la familia con los ojos fuera de las órbitas y dando arcadas. A todos menos a mi padre que se había negado en redondo -son sus palabras- «a comer la bazofia que siempre perpetra Carmencita».
Como mi padre se había tomado unos medios de más, estaba desatado y gritaba desternillándose: «Carmencita, ¿quieres heredar hasta a los niños?… Te van a llamar la envenenadora de Córdoba… voy a llamar a los guardias para que salgas en “El Caso”». Tita Carmen se enfadó muchísimo
«No sabéis apreciar la “nouvelle cuisine”, panda de bárbaros». Cogió el bolso, se puso el abrigo de astracán y se fue para su casa. Los demás salimos disparados buscando los baños. Hubo quien vomitó en las macetas del patio. Tío Estanis lo hizo en el sombrero de mi abuelo.
Los niños estuvimos una semana a caldito. Los abuelos, casi dos. A tío Estanis le costó una bronca lo del sombrero. De tía Lolita, claro. Mi madre le regañó a mi padre. Él se enfadó muchísimo por no haber organizado una porra. Y tita Carmen estuvo un mes sin hablarle al pobre.
Nunca olvidaré el sabor de aquellas torrijas. Estaban durísimas. Como piedras. Casi no llevaban leche, había confundido el azúcar con la sal y cambiado la canela por cominos molidos. Imaginen la mezcla de sal y cominos cuando uno espera el delicioso sabor del azúcar y la canela…
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