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Con eso de que van a poder sacar a pasear a los niños a partir del lunes, y mientras me tomaba unos cuantos gintonics hablando por Skype con mi querido Pancho, hemos recordado aquella vez en la que nos quedamos cuidando a sus ocho primos para sacarnos un dinerillo. Va hilo. 👇
Un tío de Pancho, el calavera y ya maduro hermano de su madre, el tío Pablete, se casó con una viuda millonaria que acarreaba con ocho hijos de su primer matrimonio. A saber: Alfonso (14), Blanca (13), Carlos (12), Diana (10), Ernesto (8), Felipe (7), Gabriel (7) y Hortensia (4).
El fallecido padre de la antecitada horda de infantes, don Iñaki Machimbarrena, era uno de los más reconocidos teóricos mundiales de la Biblioteconomía y fue su intenso amor a la organización el responsable de que sus retoños fueran bautizados en un estricto orden alfabético.
El tío de Pancho nos convenció a los cuatro de siempre para que nos hiciéramos cargo de los niños, a los que arteramente definió como encantadores, durante unos cuantos días en los que quería llevar a su reciente esposa a Granada y Málaga para descansar del Viaje de Novios.
Les diré que los cuatro jinetes del Apocalipsis eran los sobrinos del Pato Donald comparados con aquel azote de la Humanidad encarnado en ocho diablos con forma de niños. Les juro que aún tenemos pesadillas en las que aparecen hordas de Machimbarrenas sedientos de sangre y fuego.
Pues allí estábamos los cuatro una tarde a eso de las seis cuando apareció por el chalé de Pancho su tía Cuquita -la tía Paca de toda la vida hasta que se ennovió con un sueco al que había conocido en Marbella y que decía que era conde o marqués- que volvía de un crucero.
Los padres de Pancho, que habían huido subrepticiamente al cortijo esos días, no aprobaban aquel amancebamiento, así que no supimos cómo actuar. Se presentaron sin previo aviso para ver a los «nenes de Pablo» que estaban en la piscina, gritando, pegándose y haciéndose aguadillas.
Mientras Pancho y Chimo intentaban apriscar a los chavales, Paco y yo nos tragamos un rollo de la tía sobre un convento en los Alpes suizos donde quería retirarse a meditar con Magnus. Justo cuando intentaba contarnos el apasionante relato del crucero, llegaron los diablillos.
Pancho pastoreó al rebaño hasta el porche donde saludaron a gritos a la tía Cuquita y a Magnus. Entonces, Diana escrutó con sus negros ojillos parapetados tras unas gafitas de miope al conde sueco, se retiró, volvió a mirarle, y una vez analizado, gritó a los cuatro vientos:
-Me gusta el vejete de la tía Paca.
-Cuquita, querida, Cuquita.
-¡Paca, Paca, Paca! Empezaron a corear los ocho monstruos.
Ante el desaliento de la pobre señora que sonreía como una muñeca de porcelana, se pusieron a hacer palmas con ritmo de grada de campo de fútbol de tercera.
De pronto, el mayor gritó:
-¡Paaaaaaaaaaca!
Y el resto contestó:
-¡Vaaaaaaaaaaca!
El sueco no entendía nada y la pobre tía Cuquita tragaba saliva y se secaba el sudor con un pañuelito rosa que había sacado del bolso.
Los demonios coreaban a grito pelado:
-¡Paca, Paca, Paca!
La pobre señora había pensado darle coba al tío Pablete con el objetivo de ablandar la rígida postura de la madre de Pancho. Sin pensarlo, se había comprometido a llevar a los niños de paseo. Al verlos, acabó rogando que la acompañáramos. Lo cerramos en cinco mil por cabeza.
Ni que decir tiene que el tío Pablete, tras una rapidísima negociación, nos había soltado veinticinco mil pesetas por barba. Si no, ¿de qué nos íbamos a encargar de ocho niños desconocidos? Nos extrañó lo fácil de la negociación. Luego lo entendimos. Debimos pedir el doble. O más
Vamos al quid de la cuestión; la buena señora pretendía llevarlos a todos al Rastrillo que una Asociación de las que dirigía tía Adelita, las Piadosas Damas de Nomeacuerdo de Noséquesanto habían organizado en unos locales del Bulevar cedidos para la ocasión por algún prócer local
Al escuchar propuesta tan temeraria, Chimo tembló, Paco empezó a sudar y yo carraspeé.
-¿Estás constipado, Jacobo? – preguntó doña Cuquita.
-No, no, he carraspeado para llamar la atención de Pancho.
-Es un viejo código secreto entre nosotros, tita.
-¿Y? – inquirió la buena señora
-Que ... señora, no creo acertada la decisión de llevar a estos chicos a un lugar como el Rastrillo, lleno de porcelanas, cristalería, relojes y demás artículos de ese tipo.
-Por favor, jovencito –terció el intruso escandinavo– unos chicos tan encantadores no serán un estorbo.
-Que bien hablas, Magnus
El vikingo, bebido o inconsciente, decidió adornarse…
-Estoy seguro de que en el Rastrillo se respirará un ambiente de alegría, paz y amor. ¿No te parece?
-De la inconsciencia nacen los héroes, señor mío– contesté
-¿Qué ha querido decir tu amigo, Pancho?
-Que los nubarrones anuncian la tormenta y tenemos ocho.
-No seáis cenizos, los llevamos – sentenció tía Cuquita.
Los cuatro nos miramos y sentimos, en lo más profundo de nuestros corazones como se empezaba a mascar la tragedia. Al menos, elevamos la gabela a diez mil por barba.
A las cinco de la tarde nos acomodamos en cuatro autos; tía Cuquita y su boreal adlátere en un precioso descapotable color marfil; dos taxis con los Machimbarrenas y cerrando la comitiva el Renault Fuego con Pancho al volante, Chimo de copiloto y Paco y yo en el asiento trasero.
A Dios gracias, el trayecto al Rastrillo era corto. Pancho, con ese desparpajo que le caracteriza iba desgranando el comportamiento de los pequeños monstruos
-Mirad, mirad… Alfonso lleva medio cuerpo fuera de la ventanilla
-¿Para qué?
-Juegan a la diana, nos aclaró Chimo
-¿Cómo?
-Sacan a Diana por la ventanilla del taxi y desde el otro le lanzan guijarros con un tirachinas a ver quien da en la diana.
-Tus primos son unos bárbaros, Pancho.
-Ya me lo dijo mi madre…
-La niña me cae muy mal pero esa crueldad … dijo Paco.
-Ya se vengará – intervino Pancho.
En la puerta del Rastrillo, los taxistas exigieron un suplemento que el sueco soltó sin rechistar. Y allí estaba tía Adelita con su delantalito organizándolo todo. Nos saludó cariñosísima. Incluso al sueco. Y no habíamos terminado de presentar nuestros respetos cuando oímos:
-Mirad, ¡un árbitro!
-Pues vaya pito más raro que lleva colgando
-¿De quién hablan?–pregunté mientras intentaba encontrar al árbitro
-Del Obispo.Contestó Chimo
-¿Y por qué lleva un silbato el Obispo?
-Es la cruz pectoral,Jacobo
-Para cruz la nuestra, dije
-Amén. Contestaron todos
El señor Obispo, que no había oído nada, se dirigió a saludar a tía Adelita, que le estaba presentando a tía Cuquita y a Magnus, a doña Rafaelita de Mora, ancianísima, sordísima y riquísima señora. Cuquita besó reverencialmente el anillo y presentó a Magnus como “un amigo”.
-No es un amigo, es su querido y es un gigoló – gritó Alfonso, con evidente mala idea, porque una cosa es que tía Cuquita se hubiera amancebado y otra hacerlo público ante media ciudad.
-¡Viven en pecadooooo! – jaleó Diana.
-Pero pecan poco. Son muy viejos – terció Blanca.
-¿Me dejas tocar el pito? – preguntó Felipe, mientras agarraba la cruz pectoral del monseñor y Gabri gritaba:
-¡Goooooooool!¡Gol de la Real Sociedaaaaaaad!
El pobre Magnus estaba lívido, Cuquita arrebolada, el Obispo epatado y doña Rafaelita, feliz, repartía caramelos a los niños
a la vez que celebraba el gol de la Real Sociedad que era lo único que había captado y ella era de veranear en la Bella Easo desde tiempos de Alfonso XIII. De pronto, la megafonía nos invitaba al concurso de villancicos. El prelado sonrió, dio media vuelta y se dirigió al estrado
Nosotros asistíamos divertidos al azoramiento de tía Cuquita y Magnus, observados con morbo y curiosidad por todos los presentes, hasta que nos percatamos de que los gemelos iban, junto con Carlitos, hacia el estrado del concurso de villancicos. Y empezamos a mascar la tragedia.
Doña Rafaelita de Mora, rodeada de Machimbarrenas, se dirigió al público y anunció: Ahora, este Orfeón de Querubines, venido desde mi adorado San Sebastián, va a deleitarnos con un precioso villancico con el que daremos comienzo al concurso de este año.
Aplausos en la sala.
Tensión en nuestros rostros.
La tormenta se declaró de inmediato. Ante el señor Obispo, que departía con tía Adelita, esos monstruos cantaron la letra que transcribo con pudor infinito:
San José era carpintero
Y vendía las virutas
El dinero que ganaba
Era pa’gastarlo en p...
El escándalo fue mayúsculo. Tía Adelita se desmayó, Cuquita sufrió un colapso nervioso, el conde Magnus, rojo de ira, lanzó a los gemelos contra el puesto de relojes, el señor Obispo se explayó a collejas con Alfonsito, nosotros intentamos placar al resto de Machimbarrenas…
Y en mitad de aquella hecatombe, doña Rafaelita de Mora, encaramada al escenario, aplaudía emocionada y feliz y con su vocecita de niña pudorosa felicitaba a “estos deliciosos angelitos vascongados que, con sus cándidas voces, nos han regalado esta bella pieza navideña”.
La horda consiguió atrincherarse en el puesto de mantecados de las monjitas del Cister. Mantuvimos el asedio durante una hora de durísimos ataques. Cuando ya estaban casi doblegados sacaron bandera blanca. El señor Obispo negoció la rendición con su proverbial bondad y sabiduría.
De todos modos, una salida de tono de Alfonsito, cuando el señor Obispo se retiraba estuvo a punto de acabar con las condiciones pactadas. Sólo a un monstruo se le ocurre despedir al señor Obispo al grito de ¡Árbitro! para que sus hermanos le coreen ¡caaaa....! Ustedes ya saben.
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