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Ayer les conté como surgió en mi abuelo la afición por la papiroflexia. Y que, a él y a mi padre, les empujó a ella la necesidad de encerrarse para poder huir de algo -mi abuelo- o de enclaustrarse para no hacerlo, mi padre. La abstracción genera grandes ideas. Va hilo. 👇
Corría 1952 cuando mis abuelos decidieron enviar a mi padre a Inglaterra para que pasara un verano con unos familiares lejanísimos -como de aquí a Pekín ida y vuelta según mi padre- con los que habían coincidido una vez en Oporto antes de la guerra. De las dos guerras, vamos.
Como saben, somos descendientes de ingleses. El primero de los Fitz-Edwards apareció por aquí con las tropas de Wellington durante la Guerra de la Independencia que ellos -como siempre y por llevar la contraria- llaman Peninsular War. Dicho esto, hablar inglés no es lo nuestro.
Un chorreoncito de sangre inglesa entre tanta cordobesa da un toque de color, sobre todo porque solemos salir pelirrojos, pero el seseo nos invalida para hablar un inglés de pronunciación contabrigense. En una ocasión intenté consolar a un amigo inglés que estaba desolado porque
lo había abandonado su esposa. Yo quería hacerle reflexionar y pronuncié “you must think” en plan cordobés, es decir, que sonó “yu mast sink” y el pobre se echó a llorar. Y claro, es que o es igual que, en ocasión tan dolorosa, te recomienden pensar a que te inciten a hundirte.
Bueno, que me disgrego. Mi padre tampoco habla un inglés comprensible. Llegó a un pueblecito cercano a Cambridge y allí se instaló con los primos -por llamarlos de alguna manera- Norton, Stanley y Helen. Un matrimonio mayor que mis abuelos cuya hija, ya casada, vivía en Escocia.
Su hijo, en cuya alcoba acogieron a mi padre había muerto en una misión de la RAF sobre Alemania en 1943. En fin, como habrán imaginado, a mi adolescente padre se le abría ante sus ojos un excitante verano, en plan Erasmus avant la lettre. Un peñazo, escribió en su primera postal
A los dos o tres días de pasear por Cambridge y recorrer la campiña inglesa con los tíos Norton que, al menos hablaban un español decente, el aburrimiento le había apresado. El tío Stan le invitó a montar en bicicleta. Pero los Fitz-Edwards tampoco es que seamos muy deportistas.
Defendemos que el deporte sólo crea tullidos; que correr es de cobardes y que sudar es una actividad muy poco edificante. Nuestra sangre inglesa nos empuja a las apuestas, el consumo de ginebra, los juegos de cartas y hasta la Bolsa, pero no nos hace unos sportsman.
Así que paseando por la campiña cerca de Cambridge, se cruzó con una inmensa vaca que pastaba la mar de tranquila. Una Hereford pastueña y comedida con la que, dada su total impericia y de modo inconcebible al ser el único obstáculo en un par de millas a la redonda, se estrelló.
No podemos decir que la pobre vaca no dijera ni mu. De hecho, fue lo único que dijo antes de seguir pastando, pero mi padre, de resultas del impacto salió volando, cayendo a ocho o diez yardas de la vaca que, impertérrita, continuaba dejando la pradera como una alfombra de césped
Total, dos costillas magulladas y un esguince de tobillo. Amén de una extensa colección de cardenales y heridas que mi padre aún denomina como «mi diploma cantabrigense». El bueno de tío Stan intentaba bajarle al salón a que pasara el día, pero el hombre era un poquito alfeñique.
La primera bajada de escaleras fue una especie de eslalon gigante en silla de ruedas y la consiguiente subida debió servir de ensayo a sir Edmund Hillary en su desafío de alcanzar el Everest. Así que mi padre se atrincheró en el dormitorio. Los Norton lo entendieron.
Y allí pasaba los días, mirando por la ventana hasta que llegó la sorpresa del siglo. La casa de enfrente -la calle era estrecha, unas tres o cuatro yardas- acababa de recibir a un grupo de bellísimas señoritas que formaban una troupe francesa de varietés de gira por Inglaterra.
Dieciséis años recién cumplidos, una pierna entablillada y un desfile de bellas francesitas al alcance de la vista, ensayando números picantes y cambiándose de ropa. La sicalipsis en estado puro. Y eso, recién llegado de la España de censores, lutos, mantillas y falda larga.
Es normal que el chiquillo quisiera hacerse ver. Como era un poco bruto -lo reconoce él mismo- empezó por hacer como en el internado de los Maristas de Lucena, bolas de papel ensalivado al que ataba un hilo del que colgaba un mensajito del tipo “you are beautiful” y cosas así.
Y si era poco exquisito lo de ensalivar el papel, el muy zoquete lanzaba las bolas con un tirachinas que se había llevado por lo que pudiera pasar (sic). El caso es que tenía buena puntería y dejaba las bolas pegadas en la pared de enfrente, en el espejo que había sobre la cómoda
o en los cristales de las ventanas. Un día -imagínenlo con la lengua sacada a un lado mientras guiñaba un ojo para hacer puntería- disparó con idea de dar en la puerta de la habitación que, en ese momento, se abrió. Le acertó a la dueña de la pensión justo bajo el ojo izquierdo.
«Dos milímetros y la dejo tuerta, Nene». Esa es una de sus frases favoritas cuando lo recuerda. La cuestión es que la señora, lo miró fijamente con el ojo sano, le dijo algo que no entendió y salió de la habitación. Al poco, con todo el pómulo morado llamó al timbre de la puerta
Cuando la vio la señora Norton, no supo cómo disculparse. Mi padre recuerda haber escuchado más «sorrys» en aquellos diez minutos que gitonics podía tomarse tío Ramón en una tarde. Y no eran pocos. Le quitaron el tirachinas y lo castigaron a no salir del cuarto.
Lo primero le molestó, lo segundo le pareció una idea maravillosa. Así que empezó a estrujarse el caletre. Él quería seguir saludando a aquellas flamígeras francesitas. Y encontró la solución. Aviones de papel. En las dos o tres semanas que aquellas chicas se alojaron allí
diseñó más modelos de avioncitos de papel que la Boeing en toda su historia. Le saludaban, le enviaban besos y algunos de los aviones se los devolvían con sus labios de carmín marcados en el papel. Yo creo que conserva muchos de ellos, la verdad.
Y así, lo que fue un delirio adolescente provocado por un grupo de bellas francesitas se convirtió en una pasión que reavivó su competencia con mi abuelo y que conservó hasta la muerte de este. Luego, ya no hubo rival, ni francesitas y perdió el interés.
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