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He pasado una noche que me río yo de la de Hernán Cortés en Otumba. No sabía si contarla o dejarla enterrada en mi corazón. He intentado olvidarlo todo, pero no puedo. Fue pura violencia gratuita. No quiero preocupar a mis octogenarios padres. Me desahogaré con ustedes. Va hilo👇
A eso de las once acabé de cenar. Un magro refrigerio en la soledad, no sólo de mi casa, sino de toda la finca. Ya saben que todos los vecinos han salido hacia sus residencias de verano. Las Hermanas Toledano llegaron bien a Lanjarón y allí andan tomando las aguas tan felices.
Me preparé un choco frito al estilo alentejano -se me antojó con tanto hablar ayer de Portugal- un vaso de gazpacho fresquito, la botellita de fino de rigor y un pastel cordobés de postre. Poca cosa, como ven. Me senté en la biblioteca y leí un rato. «Estambul» de Orhan Pamuk.
Este libro siempre consigue dormirme sobre la página ocho o nueve. Ayer tampoco falló. Me despertó el ruido que hizo al caer a plomo en el suelo. Era la una. Me preparé el chocolate con bizcochos de cada noche para conciliar el sueño y me retiré a mi alcoba a descansar por fin.
Serían las tres de la madrugada cuando escuché un ruido estruendoso. Salté de la cama como un resorte. Bueno, me levanté a los diez minutos. Tampoco les voy a engañar. Somos amigos. Di diez o doce vueltas en la cama antes de abandonar los brazos de Morfeo y volver a la realidad.
En mitad de la noche oyendo ruidos intermitentes en un edificio de cinco plantas en el que estoy actualmente solo. Me puse la bata sobre el pijama y armado con el atizador de la chimenea de la biblioteca recorrí la casa. Nada ni nadie. Todo en su lugar. Plácido y tranquilo.
Me senté en mi sillón orejero, encendí una pipa, me serví un whisky -a estas horas ayuda más a razonar- y medité sobre qué hacer ante esta situación. La opción más conservadora -seguían escuchándose ruidos como si movieran muebles- era atrincherarse en casa y defender la posición
Pensé cruzar sofás y sillones y fortificar el vestíbulo en recuerdo de las líneas de Torres Vedras que con tanto brío y mayor suerte defendió el mayor James Fitz-Edwards en la Guerra Peninsular que es como los ingleses llaman a la Guerra de la Independencia porque ellos son así.
Me resultó muy inapropiado organizar un zafarrancho de madrugada y además, si una horda de asaltantes estaba vandalizando las propiedades de mis vecinos, mejor que fuera otra. La mía está muy bien puesta y no era cuestión de convertirla alegremente en campo de Agramante.
Decidí que la mejor defensa siempre es un buen ataque. Así que apuré el whisky y me vestí apropiadamente para la ocasión. Un pantalón chino de algodón crema; una camisa polo azul marino y unos mocasines cómodos y elásticos. Necesitaba un arma. Algo de lo que no dispongo.
Mi padre sí tiene un arsenal de carabinas de cuando practicaba el tiro olímpico, pero ninguno, ni él ni yo, hemos salido cazadores. A las cacerías organizadas por familiares y amigos vamos a almorzar. Suele ser muy divertido y no requiere madrugar ni vestirse de boina verde.
Recordé que en la biblioteca tengo una tizona de esas que se usan en las bodas para cortar la tarta que me compró tía Adelita en un viaje a Burgos. Visitamos la Catedral. Creo que iba a algún congreso de beatas rezadoras y otras damas pías que tanto le gustaba y me llevó con ella
Tendría yo diez años y me quedé frito en la Catedral. Imagínense lo que es levantar a un niño Fitz-Edwards a las cinco de la mañana y llevárselo a rezar el Santo Rosario a la Catedral de Burgos un gélido día de noviembre. Me arrebujé en el banco y al tercer avemaría, a dormir.
Me desperté justo cuando el señor Arzobispo nos bendecía y sin que tía Adelita, imbuida de la espiritualidad del momento, se diera la más mínima cuenta. Ella cantaba «Juntos como hermanos» plena de pasión y yo me desperezaba con un agujero en el estómago como el cráter del Etna.
-Jacobo, hijo, vamos a desayunar, que estarás hambriento.
Aquella propuesta me sonó a música celestial y me sintió mejor que la bendición del señor Arzobispo. El desayuno, contundente y espectacular, me emocionó más que la bendición de Su Santidad y que me perdone @PDeclan
La verdad es que tía Adelita estaba tan feliz que me quedé mirando una réplica de la Tizona del Cid como de un metro de larga y decidió comprármela. Cuando llegó el padre Gaztambide y me vio con la espada, le noté el miedo pánico en la mirada. Siempre tuvo poca confianza en mí.
Después de almorzar, nos dirigimos al autobús, yo con mi tizona al hombro y tía Adelita emocionada, hablando con el padre Gaztambide. En la puerta del autobús, oí un ladrido y me volví. Recuerden el episodio del Domingo de Ramos. ¿Un perro a mí? ¿A Jacobo Fitz-Edwards? ¡Ja!
Al girarme, y sin intención alguna, el padre Gaztambide se enredó las piernas con la tizona, cayó al suelo desde el tercer escalón del autobús y se dio una costalada en pleno paseo del Espolón y delante de medio Burgos. Al incorporarse se clavó la tizona en sus orondas posaderas.
Gritó y cayó de bruces otra vez. El perro lo vio indefenso, saltó hacia él y yo le lancé un mandoble sin tener en cuenta que al tener correa, el dueño lo había contenido y rematé el mandoble sobre las espaldas del pobre don Telesforo que hizo de estafermo de mi torneo burgalés.
El viaje de vuelta fue algo tenso. Me senté abrazado a mi tizona junto a doña Concha, con su bigote de carabinero y sus ronquidos de orca. Al otro lado del pasillo, tía Adelita junto al padre Gaztambide, magullado y dolorido, y quejándose de «ese pequeño monstruo de su sobrino».
Al llegar a Córdoba quise bajar con la espada en alto como había visto al Cid en Burgos. Al alzarla para saludar a todos, la clavé en el techo del autobús rasgando el escay de la tapicería. Mil pesetas le costó a mi padre el arreglo. Claro que le ganó diez mil a tío Fernando.
Mi padre las apostó a que la liaba como en cada viaje y tío Fernando -pobrecito, siempre me ha querido mucho- defendió que con diez años no iba a ser tan torpe como el Domingo de Ramos. «Fernando, mi Jacobo es invencible armando estropicios» le dijo mi padre al guardar el billete
Así que agarré mi tizona y salí a la escalera. Todas las luces estaban encendidas. Bajé a la planta de las Hermanas Toledano. Todo tranquilo. El ruido provenía de la casa de Celedonio. Por un momento pensé en dejarles hacer a los vándalos. Aquello era un estruendo continuo.
Pero los Hermanos Maristas me enseñaron a ser un buen cristiano y un honrado ciudadano y no podía dejar que, incluso ese antro de mal gusto, fuera profanado por una pandilla de vándalos. Entré en casa de Celedonio. El fragor de la batalla aumentaba. Cristales que estallaban.
Cosas que caían. Crujidos de muebles. Estrépito, gritos. Aquello era una barahúnda. Llegué al salón. No se pueden imaginar la sensación de nausea. Los sillones tapizados en piel de leopardo estaban rasgados, trozos de unos colmillos de elefante hechos de escayola que se veían
desde la calle estaban esparcidos por el suelo, los cajones abiertos de una cosa muy rara que tienen el salón y que dice que es un mueble, dejaban clara la brutalidad y violencia de los asaltantes. La cocina parecía Verdún tras la batalla. La biblioteca estaba intacta. No tiene.
Al fin del pasillo se oían auténticos aullidos. Avancé al paso con la tizona por delante, como hizo el mayor Fitz-Edwards, armado con su sable en la batalla de Buçaco. Al llegar a la puerta del dormitorio, lo vi. Jamás superaré esa imagen tan violenta, desagradable y nauseabunda.
Era Celedonio. En slip. Con unos calcetines cortos a rayas. Sudoroso y medio ido. Aparté la mirada. Jamás olvidaré esa barriguilla incipiente, los slips de un color celeste desvaído y los calcetines en rayas multicolores. Tendré terribles pesadillas hasta el fin de mis días.
Me contó que se le había perdido un fajo de billetes. Cincuenta mil euros, me dijo. Y que no sabía donde los había escondido la Paqui. Y le hacían falta para la timba de la que venía y … no sé que más. Me despedí. Subí a casa. Me serví un whisky y luego otro. Y no he dormido.
Supongo que tendría calor para estar así. Con esa pinta. Y también, según me ha dicho luis el portero, que no encontró el fajo de billetes. Así que va a tener que amueblar otra vez la casa. Una buena noticia para Madame Tussaud si se dedica a la decoración.
Un horror todo. Todo.
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