El curso había terminado y las notas en el colegio habían cumplido las expectativas.
Hermana mayor de cuatro hermanos que hacían del tiempo libre para sus padres un recuerdo.
Padre y madre que habían hecho casa desde las migas y el trabajo bien hecho.
Pero la felicidad siempre está haciendo equilibrio mientras no nos lo cuenta. No sabemos cuándo termina y no somos capaces de intuir desde que nunca es del todo nuestra, que tarde o temprano se va a nublar el sol.
Los más pequeños al campamento.
Las más mayores a casa de los abuelos.
Eran dos niños y dos niñas.
La mayor era el ejemplo.
La responsabilidad de ser la que da los primeros pasos para que los que van detrás eviten las piedras.
Era sábado.
Comida con abuelos y primos.
-¿Qué ha pasado? – comentó la abuela.
Nadie habló pues lo extraño se protege con lo que no se pregunta.
-Ven mi niña – dijo el padre.
Y su hija le pegó un puñetazo en el rostro mientras gritaba insultos hasta perder la conciencia.
Contaron su historia mientras su hija se mantenía adormecida sobre la camilla.
Constantes estables.
Respiración normal.
Exploración neurológica con letargia, distancia y ausencia de respuesta.
La doctora verbalizó una palabra.
Encefalitis.
Se obtuvo sangre, se hizo un escáner cerebral y se tomaron muestras del líquido cefalorraquídeo.
-No sabemos qué ha causado esto, pero vamos a empezar con un tratamiento de amplio espectro.
Padres viendo fantasmas entre las letras de un término médico.
También persistieron los momentos de llanto, la violencia, la distancia y los balbuceos.
Madre y padre junto a su hija, que a su vez estaba a kilómetros de allí.
Atrapada por un mundo que no era ella.
De hecho, situaciones como la de su hija se habían descrito antes.
No solo en nuestro hospital, también en otros hospitales en todo el mundo.
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Ahí donde esta nuestro “yo” se hace fuego y se quema lo que somos.
Nos lleva a las cenizas.
Esas cenizas pueden ser crisis convulsivas o cambios de comportamiento.
Cuando no tienes todas las respuestas el diablo entra en el juego.
La respuesta sería lenta y tendría fases.
El padre me sonrió, triste.
-No tenemos tiempo.
La paciencia en el otro se encuentra fácil, lo complejo es ser nosotros los dueños.
No camina igual el reloj cuando no eres tú el enfermo.
Lo entendió.
Hablé con el párroco y le expliqué lo que esperaba de su comportamiento.
- No será como en las películas - replicó.
Ambos sonreímos.
- Mejor – dije yo.
Los padres me dieron las gracias.
Se hizo de noche y regresó la calma.
Nada pasó.
Llegó la confirmación diagnóstica lo que permitió establecer el pronóstico.
Lentamente mejoró.
El padre pudo dormir y la madre dejó de tener los ojos enrojecidos.
Abandonaron intensivos.
-Buenos días papá y mamá – les dijo.
Hay fiestas que tienen a las lágrimas por música.
Aún quedaba verano por vivir y aún quedaban planes por cumplir.
La felicidad regresaba lenta a lo lejos y los habitantes de aquel lugar sabían que siempre merece la pena esperarla.
Salían de revisión.
El padre me dio la mano, mirándome a los ojos.
-Gracias por entenderlo – dijo.
Sonreí mientras la observaba.
-Sean felices – dije.
Ella jugaba con sus hermanos.
Era verano.
Brillaba un estupendo sol.
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