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- Quiero que practiquen un exorcismo a mi hija.
Aquellas ocho palabras llegaron a mis tímpanos a media tarde.
El hombre dejaba sus ojos descansar sobre unas enormes ojeras.
Y entre los dos hubo silencio suficiente como para que yo hiciera memoria hasta recordar quién era ella.
Su hija tenía quince años.
El curso había terminado y las notas en el colegio habían cumplido las expectativas.
Hermana mayor de cuatro hermanos que hacían del tiempo libre para sus padres un recuerdo.
Padre y madre que habían hecho casa desde las migas y el trabajo bien hecho.
Familia que se veía y vivía feliz.
Pero la felicidad siempre está haciendo equilibrio mientras no nos lo cuenta. No sabemos cuándo termina y no somos capaces de intuir desde que nunca es del todo nuestra, que tarde o temprano se va a nublar el sol.
Estaban preparando las vacaciones de verano.
Los más pequeños al campamento.
Las más mayores a casa de los abuelos.
Eran dos niños y dos niñas.
La mayor era el ejemplo.
La responsabilidad de ser la que da los primeros pasos para que los que van detrás eviten las piedras.
Su historia empezó con un portazo tras una discusión surgida al recoger la mesa.
Era sábado.
Comida con abuelos y primos.
-¿Qué ha pasado? – comentó la abuela.
Nadie habló pues lo extraño se protege con lo que no se pregunta.
Aquel instante se hizo grande tiempo después, al realizar la historia clínica. Ese momento en el que un médico rebobina en el tiempo para intentar saber qué o cómo se cae la inconsciencia que es estar sanos y no saberlo.
Tras aquel portazo llegaron gritos.
La ausencia de ganas para comer.
El despertar por la noche.
La mirada ausente y la mirada de terror.
Las noches en vela.
-¿Qué te pasa hija?
Y todos los hermanos bajo las sábanas temblando porque no entendían qué era esa tormenta.
Transcurridos varios días los padres concluyeron que aquella no era su primogénita. Era el momento de pedir ayuda, de poner nombre a lo incomprendido.
-Ven mi niña – dijo el padre.
Y su hija le pegó un puñetazo en el rostro mientras gritaba insultos hasta perder la conciencia.
Llegaron al hospital en taxi.
La niña dormida entre los brazos del padre.
La madre mirando por la ventanilla con los ojos rojos.
Dieron los datos y se sentaron en la sala de espera hasta escuchar su nombre. Caminaron hacia el vacío que son determinadas respuestas.
Les recibió una joven doctora.
Contaron su historia mientras su hija se mantenía adormecida sobre la camilla.
Constantes estables.
Respiración normal.
Exploración neurológica con letargia, distancia y ausencia de respuesta.
La doctora verbalizó una palabra.
Encefalitis.
Y esa palabra viajó de unos a otros dando pie a pruebas diagnósticas.
Se obtuvo sangre, se hizo un escáner cerebral y se tomaron muestras del líquido cefalorraquídeo.
-No sabemos qué ha causado esto, pero vamos a empezar con un tratamiento de amplio espectro.
Espectro.
Padres viendo fantasmas entre las letras de un término médico.
La niña despertó horas después.
No sabía quién era ni dónde estaba.
Dos adultos tomaban sus manos.
-¿Quiénes sois?
-Tus padres – dijeron ambos.
Y ella gritó que no tenía padres, que era mentira, que quería huir.
Llanto.
Golpes.
Y sedantes antes de llamar a intensivos.
En el servicio de cuidados intensivos continuaron las pruebas complementarias.
También persistieron los momentos de llanto, la violencia, la distancia y los balbuceos.
Madre y padre junto a su hija, que a su vez estaba a kilómetros de allí.
Atrapada por un mundo que no era ella.
Es en ese punto cuando ocho palabras llegaron a mis tímpanos a media tarde.
-Quiero que practiquen un exorcismo a mi hija.
Tras el silencio pregunté.
-¿Cómo dice?
-Un exorcismo, he llamado al párroco de nuestra iglesia, está en la puerta.
El padre me explicó que era creyente. Al principio no se había dado cuenta, pero lo ocurrido le recordaba a otras historias. Varios amigos se lo habían insinuado y él pensaba que no perdía nada por probar. Que esa no era su hija y si perdían el tiempo quizá la perdían a ella.
Revisando la clínica y la historia previa era fácil entender qué había llevado a ese razonamiento.
De hecho, situaciones como la de su hija se habían descrito antes.
No solo en nuestro hospital, también en otros hospitales en todo el mundo.
bit.ly/3iVwl8I
La encefalitis traduce inflamación del cerebro.
Ahí donde esta nuestro “yo” se hace fuego y se quema lo que somos.
Nos lleva a las cenizas.
Esas cenizas pueden ser crisis convulsivas o cambios de comportamiento.
Cuando no tienes todas las respuestas el diablo entra en el juego.
Le expliqué que nos encontrábamos ante la sospecha de una encefalitis especialmente dolorosa. Estaban producida por unos anticuerpos que atacaban su cerebro, una forma de autoinmunidad.
La respuesta sería lenta y tendría fases.
El padre me sonrió, triste.
-No tenemos tiempo.
Para los sanitarios pedir paciencia es relativamente sencillo.
La paciencia en el otro se encuentra fácil, lo complejo es ser nosotros los dueños.
No camina igual el reloj cuando no eres tú el enfermo.
Salí al pasillo.
Al final se encontraba una sombra erguida con un libro pequeño en la mano. Intuí que era el párroco. Regresé y le solicité unos minutos al padre. Quería hablar con mi compañera esa noche de guardia.
En el ejercicio de la medicina habitan muchas variables. Todas se nutren de la empatia y deben hacer frontera con el uso banal de la esperanza. ¿Qué hacer? ¿Qué cambiaba aquello? Debatimos. Es difícil dejar de lado los prejuicios y la racionalidad, pero es injusto no escuchar.
Hablé con el padre y le expliqué que aquello no cambiaría nada.
Lo entendió.
Hablé con el párroco y le expliqué lo que esperaba de su comportamiento.
- No será como en las películas - replicó.
Ambos sonreímos.
- Mejor – dije yo.
Preparamos la cama en la que estaba la niña, que dormía tranquila por el efecto de la medicación.
Me puse a unos metros de distancia para observar qué pasaba.
El padre y la madre entraron, cada uno a un lado, y cogieron las manos de su hija.
El párroco comenzó a murmurar.
Una vez terminó su labor el párroco dejó el libro que traía detrás del cabecero.
Los padres me dieron las gracias.
Se hizo de noche y regresó la calma.
Nada pasó.
Pasaron los días y la niña fue transitando las diferentes fases de aquel tipo de encefalitis.
Llegó la confirmación diagnóstica lo que permitió establecer el pronóstico.
Lentamente mejoró.
El padre pudo dormir y la madre dejó de tener los ojos enrojecidos.
Abandonaron intensivos.
Aproximadamente un mes después su hija despertó una mañana y observó a dos adultos cogiendo su mano.
-Buenos días papá y mamá – les dijo.
Hay fiestas que tienen a las lágrimas por música.
Terminaron por abandonar el hospital para volver a su casa de cuatro hermanos.
Aún quedaba verano por vivir y aún quedaban planes por cumplir.
La felicidad regresaba lenta a lo lejos y los habitantes de aquel lugar sabían que siempre merece la pena esperarla.
Me encontré con la familia un día al salir del trabajo.
Salían de revisión.
El padre me dio la mano, mirándome a los ojos.
-Gracias por entenderlo – dijo.
Sonreí mientras la observaba.
-Sean felices – dije.
Ella jugaba con sus hermanos.
Era verano.
Brillaba un estupendo sol.
PD: #HiloYTal basado en varios casos reales. La encefalitis anti NMDA tiene una presentación clínica terrible y desconcertante. Es un diagnóstico que se debe considerar en procesos autoinmunes y con predominio de clínica de trastornos del comportamiento.
scopus.com/record/display…
PPD: aquí tenéis una entrada de @Hipertextual en la que se explica de qué va la cosa y se habla del caso de Susannah Cahalan. Muy recomendable.
hipertextual.com/2019/07/cada-v…
PPPD: para terminar por supuesto el “exorcismo” es un postureo inútil. Creí que no hacía falta explicarlo. Mi opinión y postura acerca de situaciones como esta se explica en este otro hilo.
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