En la valoración de las pruebas, como es bien sabido, se habla de las máximas de la experiencia (i.e. generalizaciones empíricas). A veces parece sugerirse que se trata de generalizaciones que dependen exlusivamente de cada juez y muchas otras veces, en cambio,
se sostiene que tales máximas dependen de un grupo o sociedad humana. Sea como sea, esas generalizaciones pueden ser erróneas/injustificadas y, por ende, producir decisiones equivocadas.
Por ejemplo, “los que llevan tatuajes son maleantes” o “la confesión es prueba clara de que es culpable” o “iba vestida de tal o cual manera y eso significa que algo buscaba” o “si el testigo se muestra dubitativo es que miente” y un largo etcétera.
Todas ellas son generalizaciones, que pueden ser creídas por una persona o un conjunto de personas y, pese a ser falsas, las seguimos viendo explícita o implícitamente como “máximas de la experiencia” en decisiones judiciales.
Pero, ¿por qué se sigue operando como si el juicio de la experiencia no requiriera de mayores justificaciones? No solo cuando se pueden identificar prejuicios o similares. Bueno, la situación es a veces peor,
¿cuántas veces se encuentra en las sentencias solo un genérico “según las máximas de la experiencia” o "según la sana crítica" o "según mi leal saber y entender", sin decir cuál es exactamente la generalización en juego y cuál es su justificación?
La “experiencia” (y las generalizaciones que hacemos a partir de ella) no es correcta o justificada en sí misma. Es tarea de quién usa esas máximas en su razonamiento explicitarlas y justificarlas.
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