Oporto es una ciudad preciosa con un montón de sitios chulos para visitar.
Por ejemplo, el puente Don Luis I mola muchísimo con sus dos tableros que cruzan la desembocadura del Duero a distintas alturas.
También es muy bonita la Torre dos Clérigos, con sus 75 metros de granito barroco. O la Casa da Música, que es un hipermoderno diamante de hormigón facetado, una de las últimas obras buenas de Rem Koolhaas.
Pero si vais ahora en verano, guardaos un día para ir a las Piscinas das Marés, las Piscinas de las Mareas.
No están exactamente en Oporto, sino un par de kilómetros al norte, en la localidad de Matosinhos, en el barrio costero de Leça da Palmeira.
Acompañadme y os las enseño.
Álvaro Siza Vieria tenía apenas 28 años cuando, en 1961, la Câmara Municipal de Matosinhos, su pueblo natal, le encargó el proyecto y la construcción de unas piscinas de agua salada junto al mar.
Veintiocho años.
Al ser destino vacacional preferido por los portuenses, que abarrotaban las playas en los días soleados, la localidad quería un recinto acuático controlable y seguro para los bañistas, especialmente para que los niños pudiesen bañarse cuando el océano se despertaba agitado.
Porque el Atlántico a veces se muestra embravecido y furioso, y golpea con violencia en olas propias de la marejada y la mar gruesa.
Porque el océano es inherentemente indómito y, cuando quiere, no deja al hombre, y mucho menos al niño, que tan siquiera se acerque a él.
Siza había sido educado en los preceptos de la arquitectura moderna, pero también en el respeto y la integración de las formas tradicionales y los materiales vernáculos.
Ya lo había hecho en la cercana Casa de Chá.
Sin embargo, el arquitecto se enfrentaba ahora a un programa muy sencillo —unas piscinas con sus vestuarios—, pero que debía levantar en un lugar que desafiaba a cualquier tradición. Un lugar cuyo único contacto con el hombre eran las lejanas siluetas de los barcos mercantes.
Se enfrentaba a un lugar que es más viejo que la humanidad, un lugar que es tan antiguo como el propio mundo. Un lugar infinito.
Se enfrentaba al océano.
Así que decidió no enfrentarse a él.
Si el Atlántico puede ser encrespado y brutal, Siza comprendió que no podía ser su enemigo. Comprendió que tendría que negociar con él y, como haría un domador, acariciarlo con la roca, con la piel a la que el océano estaba acostumbrado, y el hormigón, que es la roca líquida.
Como el ayuntamiento de Matosinhos no disponía de plano topográfico de la zona, Siza tuvo que pasar varias jornadas en el terreno midiendo y marcando y anotando cada entrante y cada protuberancia.
Quería saber cómo era y dónde estaba exactamente cada roca.
A mí me gusta pensar que fue en ese momento, mientras medía y dibujaba, cuando descubrió el "genius loci"; el espíritu del lugar. En arquitectura, el genius loci nos sirve para poner nombre a los aspectos intangibles que definen las características distintivas de cada sitio.
Sí, es posible que fuese allí, debajo del paseo marítimo y rodeado de rocas y arena, con el océano delante y la ciudad detrás, cuando Siza cayó en la cuenta de que las piscinas no estarían en un lado ni en el otro.
Que las piscinas de las mareas no pertenecerían al mar ni al hombre, sino a ese lugar que no es un lugar y que son todos los lugares a la vez.
Al umbral.
Un umbral no es un límite. El límite se define por un borde, por una línea divisoria: lo que está a un lado y lo que está al otro.
Sin embargo, el umbral es un alféizar y pertenece a ambos lados y a la vez es distinto a ellos.
Un umbral sirve de salida y de acceso, de prefacio y de epílogo.
Un umbral prepara la experiencia del paso y del tránsito.
Una piscina convencional tiene un borde: una pared de hormigón.
Sin embargo, Siza no estaba construyendo unas piscinas convencionales. Por eso, los propios vasos que contienen el agua están construidos en parte con muros de hormigón, pero también con las rocas preexistentes.
No podía plantear unos bordes definidos para la piscina, no en el lado del océano. Los bordes no son cuadrados, sino irregulares.
Son umbrales entre el océano y el agua domesticada.
Además, el conjunto no se levanta en la cota del paseo marítimo pero tampoco en la de la playa, sino en alturas intermedias entre ambas.
Siza parece querer dejar claro el lugar al que pertenece, que es precisamente ese lugar que no está claro.
Pero un umbral también es el lugar de la sombra.
Así, el edificio de los vestuarios transforma un camino cotidiano —quitarse ropa y zapatos, y ponerse el bañador y las chanclas— en un tránsito entre la mundana claridad de la ciudad y la luz inmensa del mar.
En los vestuarios, la escala y los materiales son todavía completamente humanos: madera embreada, tiradores de acero, lavabos, duchas y lavapiés. Sin embargo, también te prepara para el océano y te dice que el hormigón no pertenece a tu mundo y, por tanto, es intocable.
Por eso, las tuberías, las canalizaciones y los mecanismos no están embebidos en la pared sino que aparecen a la vista; y por eso la cubierta sobrevuela y apenas toca el muro de carga lo justo para sostenerse casi con la punta de sus dedos de madera.
Pero también hace un formidable ejercicio de preparación a la luz. Un ejercicio de penumbra, que deja pasar estrechos rayos entre las rendijas y coloca
lucernarios en lugares estratégicos, que te recuerdan quién eres y de dónde vienes.
Y también te recuerdan a dónde vas.
(Pero hay algo más. Claro, siempre hay algo más. El truco final, el prestigio. El saludo del gimnasta a los jueces y al público. La liebre por el gato).
Seguramente conocéis ese tipo de piscinas a las que llaman "infinity pool". Son unos artefactos muy interesantes, que cuando se ponen frente a un borde marítimo, parecen prolongar la lámina de agua de la piscina sobre la del propio mar.
Es como un truco de magia y hay que reconocer que a los arquitectos nos encantan este tipo de mecanismos. Sin embargo, como todos los trucos, si los miras por el otro lado, pierden parte de su encanto; no deja de ser un canalón que recoge el agua que se derrama.
En las Piscinas das Marés no hay ningún truco. O tal vez todo es un truco, ¿quién sabe?
Eso sí, por mucho que las miremos por todos lados no vamos a encontrar el artificio; y no porque esté perfectamente escondido, sino porque está delante de los ojos, a plena luz.
Si una "infinity pool" es el efecto de un prestidigitador, las Piscinas das Marés tienen la naturalidad de la magia.
Para entenderlo, os voy a poner a la altura de mis ojos.
Cuando yo era niño, las piscinas de verdad eran cuadradas y azules y el verano duraba mil días; mis padres me llevaban de vacaciones al pueblo de mis abuelos donde me paseaba y brincaba y corría y jugaba por sus calles incendiadas bajo el sol de agosto.
Recuerdo que siempre iba en bañador (normalmente un slip), pese a que la única piscina que teníamos era una hinchable pequeña, de plástico y redonda; no era una piscina de verdad.
También iba de vacaciones al Mediterráneo, que nunca me dio miedo porque tenía una lámina lisa y fina y se podía saltar y hacer pie en el agua caliente hasta bien alejada la playa.
De mayor me di cuenta de que el océano no es el mar y que el Atlántico no es el Mediterráneo. Que el verano oceánico a veces está cubierto por la bruma, que el agua está fría y que las olas con frecuencia rompen embravecidas.
Luego estudié arquitectura y vi planos y fotos y Álvaro Siza me enseñó que el verano brillaba en el invierno de Salazar y que construir una piscina no significa solamente contener el agua.
Hay que respetarla y, a veces, acariciarla.
Hace más de diez años que visité las Piscinas das Marés por primera vez. Bajé la rampa, compré mi entrada y doblé la esquina de hormigón en un estado de ingenuo entusiasmo: volvía a tener cinco años y correteaba en bañador (esta vez no era un slip, por suerte 😅)
Atravesé los vestuarios mirando la luz en mi reflejo y en las vigas de madera negra. Después salí al exterior y al girar el muro entendí lo que los textos y las fotografías y los libros no me podían enseñar.
Allí, con los pies metidos en la curva turquesa de la piscina infantil, mientras el viento me azotaba la cara, me di cuenta de que, como un tigre con la cabeza del domador entre sus fauces, el océano reclamaba su naturaleza y a la vez parecía querer ser amaestrado.
Las rachas de viento hacían carreras con los rayos de luz y cada gota de la espuma que formaban las olas al romper en el océano deseaba saltar las rocas y llenar las piscinas y salpicar a los niños.
Unos niños que ya no estaban en Leça da Palmeira ni en Matosinhos ni en Oporto, sino que jugaban en un océano domesticado para ellos, entre el hormigón y el horizonte.
En el corazón de un verano infinito.
Y con estas cuatro imágenes que resumen el hilo de hoy, vamos a despedirnos de Matonsinhos, de Siza, de las Piscinas das Marés y de la 2ª temporada de #LaBrasaTorrijos, porque este ha sido el último episodio.
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(Fin del HILO 🌊🌅🩳🩱🇵🇹 )
📢Pero las historias que nos molan van a seguir TODO EL VERANO en @rne
⚡️ En Gente Despierta (@GD_RNE) todas las noches de los jueves al viernes.
Mi sección se llama "La cartografía mutante" y empezamos dentro de un rato, a las 00:05h.
En Madrid hay un edificio donde el suelo es techo y el exterior es interior, que es pasado y a la vez es futuro, y que pesa 10.000 toneladas pero flota a 2 metros del suelo.
Y que supuso un reto constructivo único en el mundo.
Se recomienda acompañar el hilo de hoy con este episodio del podcast "Sonidos de Infraestructuras" en el que participo y del cual soy asesor 😬) open.spotify.com/episode/1AWlPY…
El 15 de julio de 2004, un aparatoso incendio en una subestación eléctrica dejaba sin luz a decenas de miles de madrileños y colapsaba el centro de la capital de España.
Al norte de Etiopía hay un conjunto de edificios imposibles.
Son subterráneos pero no están escondidos ni excavados. Están ESCULPIDOS EN UN ÚNICO Y COLOSAL BLOQUE DE ROCA.
En 1520, el explorador portugués Pêro da Covilhã fue invitado por el emperador etíope Dawit II a dar un paseo por la capital de su reino.
Dawitt, que era cristiano, quiso enseguida enseñarle su monumento más preciado: una seria de iglesias talladas en la roca.
A Pêro da Covilhã le acompañaba el misionero Francisco Álvares, quien hacía las veces de embajador y notario de la visita.
Asombrado hasta la incredulidad, Álvares tomaba notas y hacía dibujos de lo que a duras penas era capaz de creer pese a que lo tenía delante.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
El cielo sobre el puerto tenía el color de un televisor sintonizado en un canal muerto.
Hubo un momento y un lugar en el que España entró en la vanguardia de la arquitectura. Un evento simbólico que marcó el pasado y el futuro del país.
De todos los territorios del país.
En #LaBrasaTorrijos de hoy, los que pasó antes y lo que pasó después de la Expo '92.
HILO 👇
El 25 de julio de 1992, exactamente a las 22:40 horas de la noche, el arquero Antonio Rebollo disparó una flecha en llamas sobre el cielo de Barcelona.
Durante unos segundos que parecieron décadas, la flecha cruzó el estadio de Montjuïc.
50.000 espectadores en las gradas y varios cientos de millones en todo el mundo contuvieron la respiración.
Las casas embrujadas son uno de los fenómenos más enraizados en la cultura y el folclore arquitectónico. Lo que pasa es que, normalmente, la típica casa embrujada suele ser una mansión antigua. Algo decimonónico, como las narraciones de fantasmas.
En #LaBrasaTorrijos ya hemos visto un par de casos de casa embrujada, como el Castillo de la Muerte de H.H. Holmes...
En Donostia hay una escultura de acero que diseñó un portero de fútbol y que ocupa MILES DE KILÓMETROS.
Quizá es la mejor escultura del mundo porque, en realidad, no está hecha de acero sino de horizonte, espuma y viento.
El pasado 18 de septiembre, la 68 edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián se inauguró con la última película de Woody Allen.
Se llama Rifkin's Festival y, entre otras cosas, es una declaración de amor por Donostia.
A lo largo de unos cuantos paseos por la ciudad, la cámara de Allen sigue a Wallace Shawn, Gina Gershon o Elena Anaya, desde el Kursaal hasta la Iglesia de San Vicente, pasando por una playa de la Concha que parece extraída de la Nouvelle Vague francesa.