— La presentación del Plan Nacional de Paz y Seguridad debería ser un llamado de atención para debatir sobre la cuestión militar y sus implicaciones para el futuro de la vida democrática en México. Retomo aquí algunas ideas desarrolladas previamente:
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Se trata de uno de los temas más urgentes de este momento histórico: componente central de una agenda de cambio político inconclusa y del escenario de violencia armada de los últimos doce años.
Como es sabido, la militarización de la seguridad pública es un fenómeno que se remonta a la segunda mitad de la década de 1990, periodo en el que las estructuras del naciente Sistema Nacional de Seguridad Pública fueron completadas con personal militar.
Pero si la militarización es una vieja tendencia, en cambio la decisión de usar la fuerza para combatir al crimen organizado marca un antes y un después en la vida pública de México: sin ella no sería explicable el escenario de violencia armada de los últimos años.
Dicha emergencia nacional debió haber hecho evidente la exigencia de cuestionar los supuestos sobre los que hasta ahora ha descansado la relación entre los civiles y los militares en México, nacida del pacto que estableció el viejo régimen político autoritario en 1929.
En este marco, uno de los hechos más sorprendentes de la transición a la democracia en México ha sido la ausencia de un debate con respecto a la necesidad de desmantelar las viejas estructuras autoritarias que persisten dentro del sector de la seguridad y la defensa.
México nunca vivió una transición militar como la que se impulsó en España pocos años después de la muerte de Franco, o como las que vivieron varios países del Cono Sur cuando llegó a su fin la larga noche de la dictadura militar en esa región del mundo.
El momento político en el que una transformación semejante pudo haber tenido lugar fue encabezado por Vicente Fox, una figura que nunca supo estar a la altura de ese momento histórico y que desdeño lo propuesto por la Comisión de Estudios para la Reforma del Estado.
México no escapa, así, de una inercia que nos ha llevado a una situación por demás peligrosa: la perdida de equilibrio en las relaciones civiles-militares — acaso una de las expresiones más claras del naufragio moral e intelectual de nuestra política de seguridad y defensa.
Lo vivido en los últimos 12 años señala que un debate sobre este tema resulta inaplazable: el uso del instrumento militar para tareas de seguridad pública ha generado agravios que sólo pueden ser resueltos con el concurso de toda la sociedad y el de las Fuerzas Armadas.
Un ejercicio de memoria histórica también reclama que soldados y civiles puedan dialogar con madurez sobre aquello que los ha distanciado. Sólo al atender esos agravios podremos paliar nuestras heridas comunes antes de que la fractura sea insalvable.
Todas las iniciativas en materia de seguridad nacional deberían de tener esta discusión como uno de sus puntos de partida. ¿Será posible que después del 1 de diciembre la nación pueda asumir con mayor serenidad los términos de este debate? Dos cosas estarían en juego:
(1) Establecer una forma de control civil objetivo que ponga fin al viejo modelo de relaciones civiles-militares, (2) pensar en una “transición militar” que defina una nueva arquitectura de defensa en México, acorde con los principios de un régimen político democrático.
Avanzar por ese camino requeriría, en suma, de una enorme determinación política y de una agenda de cambio sostenido que se inscribe en un horizonte de largo plazo. ¿Estará la nueva administración a la altura del momento histórico? La respuesta se encuentra en sus manos.