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- Váyase para la casa. No una semana. Un mes.

- Pero profe, sólo me incapacitaron 1 semana

- Se va un mes. Y piense si realmente quiere volver. Y si vuelve, no le diga nunca a nadie su problema.

Ese fue el consejo de un Intensivista. Esa es mi historia de #Noesdelocos
Toda la vida había visto a mi mamá como una mujer valiente. Inteligente. Pero también conocía sus tristezas, sus cambios de ánimo.

Y veía en mí esa misma propensión a la melancolía. Era posible, pero iba a ser duro. Desde pequeña ya lo sabía.
Aprendí a vivir con la nostalgia y el color gris. La música y el deporte fueron mi refugio. Y la medicina mi pasión.

Estudiar en medio de crisis depresivas no es fácil. Pero se puede.
Seguí, adelante. Sabía que se podía. Mamá lo había hecho todos esos años. Conocía el dolor a través de ella y ahora yo también lo sentía.

Pero era una manera más de vivir. En la lotería de la vida, a mi me tocó conocer la depresión en muchas de sus caras. Y uno aprende.
Pero a medida que pasaban los años, a medida que el estudio se hacía más difícil, a veces ya sí sentía que no podía.

La tristeza parecía a veces un refugio seductor donde esconderse y no salir. Pero no era lo que quería.
Tratar de ser independiente fue difícil. Y cobró con fuerza.

Esconderse en un baño a llorar y tratar de volver a recomponerse. Era mi secreto, mi closet, del cual temía salir.

Acaso mi vida no era demasiado perfecta? Acaso se puede confiar en alguien que llora?
Escondía mi enfermedad. Incluso iba donde el psiquiatra como si estuviera yendo a un lugar indecente, donde nadie te debe ver entrar.

La vergüenza tiene mil caras. Pero casi siempre lo que trata de cubrir es el miedo.
Seguí. Y como temía que el miedo y el dolor me paralizaran, siempre me expuse para aprender antes de que los sentimientos me lo impidieran.

Medicina, anestesia, cuidados intensivos, bioética.

Fue difícil, pero siempre se pudo.
Pero hubo un momento, durante la formación en cuidados intensivos, que me quebré.

Así he llamado a mis crisis: quebrarme.

La tristeza es tan profunda que las lágrimas salen sin sollozos.

Y ese era el momento de consultar y pedir ayuda.
Mi psiquiatra y yo lo sabíamos: era el momento de descansar.

Una semana lejos de todo excepto el deporte y la música y volvía a cargar baterías.

Pero yo no contaba con esa respuesta

“No le diga nunca a nadie”.
Era obvio que no le quería decir a nadie. Me avergonzaba. Me hacía sentir débil.

Pero había olvidado pensar en que “pensarían” los otros de mi.

Y al parecer, era peor de lo que me imaginaba.
Mi hoja de vida no importaba. Ni mi rendimiento. Ni mi responsabilidad.

No, esto era algo que avergonzaba. Algo que había que esconder. Algo que había que callar.

No le cuente a nadie.

Y eso fue lo que me movió a hacer todo lo contrario.
Y si tengo una enfermedad, y si necesito ayuda, como haré para pedirla?

Y reconocer que necesitaba ayuda. Y que los pacientes no tenían la culpa de mis miedos y los medios de los otros.

Que lo peor de un tabú es el secreto que alimenta al miedo.
La depresión no me hacía ni más ni menos que mis compañeros.

Y lo que sí había logrado era que tuviera una voluntad férrea, y una esperanza de que era capaz de pararme no porque fuera fuerte, sino porque lo deseaba con todas las fuerzas.

Y que eso no me hacía débil.
Así que, todo lo contrario.

Lo que se supone que debía ser un secreto se volvió mi carta de presentación.

Si me iban a excluir, no necesitarían inventar nada: ahí les daba la excusa.

Pero yo no deseaba irme, quería seguir. Y que, estaba antes que nada, dispuesta a pedir ayuda.
Hoy en día es un chiste. Cuando llegan los psiquiatras a la UCI y hablan algo sobre los problemas de salud mental que tenemos los profesionales de salud les digo: “de acuerdo, al menos yo tengo el certificado de mi psiquiatra a la mano”

Y nos reímos todos.
Mi risa es honesta.

La de algunos de los que me rodean es nerviosa.

He aprendido que muchos tienen miedo, miedo de saber.

Y a mí la verdad me libera.
Llevo años yendo donde psiquiatras. Y he aprendido a reconocer en los míos cuando ellos también necesitan ayuda.
El final de mi madre fue tranquilo, y lo único que me arrepiento es de no haberle podido brindar esa tranquilidad antes.
He visto a otros miembros de mi familia batallar con lo mismo. Creo que describir cuánto me duele es imposible.
He estado al lado de los que amo, dándoles fuerza. Porque en lo único que les aventajo es en años de lucha.
Soy una buena médica. Soy una buena tía. Soy una buena profe.

Pero por sobre todo eso, soy una mujer que ha tratado de batallar con sus fantasmas y ha aprendido a vivir con ellos.

La tristeza me acompaña en la vida. Pero ya no es quien decide quién soy. Soy más que ella.
Así que, permítanme burlarme de su supuesta superioridad moral ante los que hemos tenido momentos de “locura”.

Descender a los infiernos y volver una y otra vez requiere un coraje que posiblemente no logren comprender.
Comprendo que hablen desde el miedo, el prejuicio, el desconocimiento.

Pero hay actos valientes en esta vida, uno de ellos es reconocer los propios miedos, los propios límites e intentar vencerlos, o sino, aceptarlos.
Ahora que estoy donde estoy, no cambiaría la historia que me ha traído hasta acá.

Y sé que muchos prefieren no hablarlo. Pero yo ya he visto que aprendo demasiado.
Soy quien soy, y me alegra que la vida me haya traído hasta acá.

No me arrepiento ni me avergüenzo de una sola lágrima. Cada una de ellas ha sido maestra.

Al final de cuentas, tengo más gratitud que reclamos para hacerle a la vida.
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