- Pero profe, sólo me incapacitaron 1 semana
- Se va un mes. Y piense si realmente quiere volver. Y si vuelve, no le diga nunca a nadie su problema.
Ese fue el consejo de un Intensivista. Esa es mi historia de #Noesdelocos
Y veía en mí esa misma propensión a la melancolía. Era posible, pero iba a ser duro. Desde pequeña ya lo sabía.
Estudiar en medio de crisis depresivas no es fácil. Pero se puede.
Pero era una manera más de vivir. En la lotería de la vida, a mi me tocó conocer la depresión en muchas de sus caras. Y uno aprende.
La tristeza parecía a veces un refugio seductor donde esconderse y no salir. Pero no era lo que quería.
Esconderse en un baño a llorar y tratar de volver a recomponerse. Era mi secreto, mi closet, del cual temía salir.
Acaso mi vida no era demasiado perfecta? Acaso se puede confiar en alguien que llora?
La vergüenza tiene mil caras. Pero casi siempre lo que trata de cubrir es el miedo.
Medicina, anestesia, cuidados intensivos, bioética.
Fue difícil, pero siempre se pudo.
Así he llamado a mis crisis: quebrarme.
La tristeza es tan profunda que las lágrimas salen sin sollozos.
Y ese era el momento de consultar y pedir ayuda.
Una semana lejos de todo excepto el deporte y la música y volvía a cargar baterías.
Pero yo no contaba con esa respuesta
“No le diga nunca a nadie”.
Pero había olvidado pensar en que “pensarían” los otros de mi.
Y al parecer, era peor de lo que me imaginaba.
No, esto era algo que avergonzaba. Algo que había que esconder. Algo que había que callar.
No le cuente a nadie.
Y eso fue lo que me movió a hacer todo lo contrario.
Y reconocer que necesitaba ayuda. Y que los pacientes no tenían la culpa de mis miedos y los medios de los otros.
Que lo peor de un tabú es el secreto que alimenta al miedo.
Y lo que sí había logrado era que tuviera una voluntad férrea, y una esperanza de que era capaz de pararme no porque fuera fuerte, sino porque lo deseaba con todas las fuerzas.
Y que eso no me hacía débil.
Lo que se supone que debía ser un secreto se volvió mi carta de presentación.
Si me iban a excluir, no necesitarían inventar nada: ahí les daba la excusa.
Pero yo no deseaba irme, quería seguir. Y que, estaba antes que nada, dispuesta a pedir ayuda.
Y nos reímos todos.
La de algunos de los que me rodean es nerviosa.
He aprendido que muchos tienen miedo, miedo de saber.
Y a mí la verdad me libera.
El final de mi madre fue tranquilo, y lo único que me arrepiento es de no haberle podido brindar esa tranquilidad antes.
He estado al lado de los que amo, dándoles fuerza. Porque en lo único que les aventajo es en años de lucha.
Pero por sobre todo eso, soy una mujer que ha tratado de batallar con sus fantasmas y ha aprendido a vivir con ellos.
La tristeza me acompaña en la vida. Pero ya no es quien decide quién soy. Soy más que ella.
Descender a los infiernos y volver una y otra vez requiere un coraje que posiblemente no logren comprender.
Pero hay actos valientes en esta vida, uno de ellos es reconocer los propios miedos, los propios límites e intentar vencerlos, o sino, aceptarlos.
Y sé que muchos prefieren no hablarlo. Pero yo ya he visto que aprendo demasiado.
No me arrepiento ni me avergüenzo de una sola lágrima. Cada una de ellas ha sido maestra.
Al final de cuentas, tengo más gratitud que reclamos para hacerle a la vida.