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Antonio Moreno @Antonio1Moreno
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–«Ana, sal a despedir a tus tíos».
Caleb y Judith eran en realidad tíos de su, desde ayer marido, Joaquín, y volvían a Nazareth después de la boda. Había que despedirlos con honores pues habían sido los más generosos con los regalos. #HiloDeLaInmaculada #InmaculadaConcepción
El resto de invitados se quedaría de celebración en Belén al menos una semana, pero estos familiares tenían que adelantar su regreso porque la enfermedad de Judith le impedía pasar largas temporadas fuera de casa.
–«Gracias por todo, Ana. Lo hemos pasado muy bien y volvemos encantados por vuestra acogida. Que Adonai bendiga vuestro matrimonio y os haga fecundos, que Él no aparte nunca su mano de vuestras cabezas».
«Mi sobrino es un buen hombre, pero tú eres una mujer excepcional. ¡Qué buen partido se ha llevado!»
–«Gracias a usted, Judith –responde Ana sin perder aún el sonrojo– Han sido muy generosos con nosotros. Espero que el viaje no se le haga pesado y pueda descansar pronto en casa».
–«¡Ay, sí! Gracias hija. Es lo que más deseo en el mundo. Poder estar ya en casa. Cuando pase todo esto y os establezcáis por fin en Nazareth espero que vengáis mucho por casa».
–«Así lo haremos, tía. Adiós, buen viaje».
Mientras que la caravana se iba alejando, la música comenzaba a sonar de nuevo en casa de Joaquín, donde se había celebrado el enlace. El olor a vino y a cabrito asado impregnaba el ambiente
Mientras paseaba por la casa saludando a los invitados, Ana no podía dejar de pensar en el día más maravilloso de su vida. ¡Qué hermoso lo vivido!
¡Cuánta emoción ayer en la dulce espera de su esposo rodeada de sus hermanas, de sus primas, de sus amigas del alma!
Cuando al fin oyeron los primeros sones de la música venir de tras la colina, el corazón parecía que se le iba a salir del pecho. Y, enseguida, las primeras lucecitas, allá a lo lejos, en lo alto del cerro.
Los amigos de Joaquín, todos elegantes, guapísimos, con sus antorchas encendidas, bajaban cantando con tambores y cítaras:
"«¡Abreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, mi perfecta! Que mi cabeza está cubierta de rocío y mis bucles del relente de la noche.»"
«¡Ya viene Joaquín! ¡Ya viene Joaquín!», gritaban las primas chicas.
¡Ay, qué gozo! ¡Qué ilusión cumplida! Solo podía rezar y dar gracias al Señor del universo: “Pon en mi corazón la capacidad de amar, dale a mi espíritu el don del perdón”
Ana sabía por experiencia que el perdón era muy necesario en el matrimonio. Lo había vivido en el de sus padres.
Peleaban a diario, tenían un carácter fuerte; pero a la luz del fuego, en la noche de Nazaret, había visto a su padre pedir perdón y a su madre perdonar, había visto a su madre pedir perdón, y a su padre perdonar.
«¡Qué galante Joaquín! –pensaba Ana–. Me trató como a una reina en el camino desde mi casa hasta casa de su padre. En medio de la comitiva, rodeados de todos los invitados con luces encendidas».
«Yo ya sabía quién era él. Le había visto trabajar por su casa, honrar a sus padres, cuidar de sus hermanas pequeñas. Nunca decía no a hacer algo por los demás, y ¡qué ojos!»
«La mirada de Joaquín tenía algo especial parecían penetrarte hasta el fondo de tu ser para reírse contigo cuando estabas alegre y llorar contigo cuando estabas triste».
«Muchas casamenteras habían intentado echarle el lazo, pero a él no le interesaban ni las dotes de los padres, ni la belleza de las candidatas, ni que fueran la más hacendosas del pueblo».
«Él y sus padres primaban una mujer que temiera al Señor, porque “engañosa es la gracia y vana la belleza”, dice Proverbios».
Ana siempre decía que fue un ángel quien los unió. El ángel era Peraj, la hermana pequeña de Ana, que a sus dos añitos era un torbellino, una enorme fuente de vida.
Ana tenía devoción por su hermanita, pero hace tres años el Señor, alabado sea su nombre, se la llevó en un desgraciado accidente.
A Abir, el hermano mayor de Joaquín, le gustaban mucho los caballos. Era la oveja negra de la familia, poco amigo del trabajo y mucho de las juergas.
Uno de los días de borrachera, Abir se había apostado con uno de sus amigos a ver quién llegaba antes a la fuente de los siete caños, en la parte baja del pueblo.
La pequeña Peraj estaba en la puerta de la casa jugando con el gato cuando este, al escuchar el galope de los caballos se asustó y salió corriendo.
Ana fue testigo desde la ventana del horrible desenlace. La pequeña se levantó tras el gato con la mala suerte de que se metió bajo los cascos del caballo de Abir, que ni la vio.
La familia prohibió a Abir y a Joaquín y a sus hermanas acercarse a su casa de por vida. Sin embargo, Joaquín pasó los dos días en que duró la agonía de la pequeña, tirado en el suelo, rezando, frente a la casa.
Cuando al fin Peraj dio su último suspiro, Ana salió afuera a llorar sola y se encontró a Joaquín en la puerta, arrodillado.
–¿Qué haces aquí?
–Lo siento Ana. Perdónanos.
–¿Perdónanos? ¿Qué has tenido tú que ver en los líos de tu hermano?
–No hemos sabido educarlo, no hemos sabido retenerlo.
–No digas tonterías, Joaquín, yo a tu hermano lo perdono.
–No tiene perdón. La niña era inocente.
–No digas barbaridades, si “Dios es mi­se­ri­cor­dio­so y com­pa­si­vo, len­to a la ira y rico en mi­se­ri­cor­dia y fi­de­li­dad” ¿Quién soy yo para juzgar a tu hermano?¿Y quién eres tú para hacerlo?
–Pero… Ojo por ojo y diente por diente…
–¡Joaquín! le regañó Ana entre lágrimas. Nadie va a echar más de menos a Peraj que yo, pero “Misericordia quiero y no sacrificio”, dice el Señor.
–¡Te perdono, Joaquín! ¡Lo perdono a él y te perdono a ti!
En ese momento, una tonelada de peso cayó de sobre los hombros del muchacho, que rompió a llorar.
Ella nunca olvidó esos ojos inundados. Esos preciosos ojos llenos de lágrimas mirarla de una forma en que nunca nadie la había mirado.
Desde aquella noche, Joaquín y Ana fueron inseparables, el yugo del odio dio paso al yugo suave del perdón y del amor.
Los padres de Ana entendieron enseguida que la muerte de la pequeña Peraj y el encuentro de su hija con Joaquín escondían la voluntad del Todopoderoso y admitieron el desposorio.
Anoche, cuando al fin se quedaron Joaquín y ella solos en el “cheder”, la habitación nupcial, fue un momento mágico.
Joaquín había decorado la cámara con cientos de flores. Peraj en hebreo significa flor. Era un homenaje a la pequeña hermana de Ana y a la obra de reconciliación y amor que propició.
El lecho nupcial estaba cubierto de pétalos de azucenas que llenaban de su dulce aroma la habitación.
El encuentro fue místico e inolvidable
¡Cuánto amor tanto tiempo esperado y derrochado por fin en el cheder! Fuera quedaron la búsqueda de sí y los egoísmos, dentro la donación, la entrega y el proyecto común.
Dulzura, ternura, devoción mutua, respeto…
Entendieron cuando el Cantar de los Cantares reza: “Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo. Si alguien ofreciera todos los haberes de su casa por el amor, se granjearía desprecio”.
–«Ana, ¿dónde estabas? Llevo un rato buscándote».
La pregunta de Joaquín sacó a Ana de su ensueño.
–«Pues ¿dónde voy a estar, esposo mío? Atendiendo a los invitados».
–«¿Por qué no nos vamos a dar un paseo para poder charlar y bajar un poco la comida? ¡Que llevo dos días sin parar de comer!»
–«Espera que salude a mis primos de Siquem y nos escapamos», sonrió Ana.
El paseo les llevó hasta las cercanas piscinas del Rey Salomón. Unos enormes depósitos de agua alimentados por un manantial subterráneo y ubicados en un jardín frondoso, lleno de árboles frutales
Iban caminando al borde del agua haciendo chistes sobre el estrafalario atuendo de algún invitado y las ingeniosas frases de felicitación de algún familiar más bebido de la cuenta, cuando...
en un instante, una serpiente salió de entre unas matas y mordió a Ana en el talón. Al tratar de apartarse en un movimiento reflejo, cayó al agua sin que Joaquín tuviera tiempo ni de tratar de agarrarla. Cayó y se hundió como plomo hasta el fondo.
Mientras se hundía, Ana tenía la sensación de estar cayendo también en un profundo sueño. Sus sentidos se embotaron y todo se volvía cada vez más oscuro y tenebroso.
En el sueño aparecía un ajusticiamiento. Un hombre ensangrentado, completamente magullado, con heridas horribles, estaba siendo clavado en una cruz. No podía verle el rostro porque los soldados romanos no se apartaban de delante de él
El descenso terminó y Ana tenía la sensación de haber caído sobre un fondo limoso. Trató de ponerse de pie, pero la capa de lodo era profunda y, cuanto más trataba de enderezarse, más se hundía
El barro le cubría casi hasta el pecho mientras que la visión se hacía cada vez más nítida.
El hombre fue levantado en la cruz junto a otros dos. Al verlo ahí arriba Ana sintió una fuerte punzada en el lugar de la mordedura de la serpiente y el dolor y la hinchazón desaparecieron de repente.
Enseguida, la noche sobre el monte de los crucificados se hizo cerrada y empezó a llover. Paradójicamente, estando en el fondo de la cisterna, Ana sentía cómo la lluvia la mojaba.
No era agua, parecían gotas de perfume de nardo puro. De ese que su tía Judith le había regalado en un caro tarro de alabastro.
Las gotas iban limpiándole el barro, hasta que desapareció por completo. Nunca se había sentido tan limpia y pura.
Ni siquiera en la Mikvah (el baño ritual judío) del día antes de la boda, donde sus primas le habían preparado los mejores aromas.
De repente, un fuerte grito dio paso a la oscuridad total y a un silencio sepulcral que inundó todos sus sentidos.
Muerte y desolación, tristeza y angustia, abandono y desesperanza. Borbotones de estos sentimientos, más profundos que en la más profunda de las muertes, brotaron de su corazón durante un día, dos, tres…
¿O fueron tres segundos? La percepción del tiempo no era la habitual, se estiraba como la masa del pan y se volvía a juntar. Un segundo parecía un día entero; 50 años, un suspiro.
Dos hombres, con vestiduras deslumbrantes aparecieron de entre la oscuridad y empujaron una gran piedra que dejó entrar de nuevo luz al abismo.
Desde esa luz, una mano comenzó a llamarla, a pedirle que se acercara. Su cuerpo empezó a hacerse ligero y a elevarse hacia la luz, hacia esa mano que la llamaba.
La fuerza que tiraba de ella hacia arriba parecía venirle desde su vientre, como si una burbuja de aire dentro le empujara hacia la superficie.
Conforme se acercaba y la luz celeste iba abriéndose paso entre las tinieblas comenzó a reconocer al personaje que la llamaba. Era el hombre de la cruz al que por fin podía ver el rostro.
Le era tremendamente familiar, casi todos sus rasgos, pero especialmente sus ojos…
¡Eran los ojos de Joaquín!
Estiró la mano y sintió cómo el hombre la agarraba fuertemente y tiraba de ella hacia arriba.
–¡Ana! ¿Estás bien? ¡Déjame que te vea la mordedura! ¡Tenemos que ir al pueblo!, metralleó Joaquín mientras la terminaba de sacar del agua y la tumbaba sobre su manto.
–¡Joaquín! ¿Eres tú? balbuceó Ana.
–¡Claro que soy yo! ¿Quién va a ser? Estás delirando, el veneno te está afectando. Déjame que vea la herida
–¿Pero qué herida? No me duele nada
Ciertamente, junto a los orificios de los colmillos de la serpiente no había ni rastro de hinchazón, y su aspecto era rosado y sano
–Has tenido suerte, respiró Joaquín aliviado. Se ve que la serpiente acababa de morder a otra presa y no le quedaba veneno.
–¿Cuánto tiempo he estado en el agua? Pregunta Ana con la mirada aún perdida.
–¿Cuánto tiempo? Si ha sido un instante. Has llegado al fondo y has vuelto a subir en un pestañear de ojos
–¿En serio? A mí me ha parecido una eternidad. Y ese hombre, Joaquín, ¡se parecía a ti!
–Mira, vámonos para la casa a ponerte ropa seca y a que te vea mi primo Absalón, que es médico porque yo no me quedo tranquilo.
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Esta historia de Joaquín y Ana me la contó mi madre, que es la partera de Nazaret.
Nueve meses después de este episodio, un 8 de septiembre, nació un precioso bebé al que pusieron por nombre María. Mi madre, me contó que nunca vio a una madre tan feliz de ver que su primogénito no era un varón.
Y en el parto ocurrió algo excepcional, al romper aguas, la sala se inundó de olor a nardo. Nardo puro como nunca mi madre había olido cosa igual.
A la niña yo la he visto varias veces por el pueblo, y es verdad que tiene los ojos del padre.
Cuando la gente se lo menciona Ana, siempre responde lo mismo: «Los ojos, de Joaquín; y la boca y la nariz de un ángel. De mi pequeña hermanita ángel Peraj». #FindelHilo #InmaculadaConcepción #María
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