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Pues yo también me presento al #veranoderelatos. En mi caso, con un relato basado en la imagen número 10, y en menor medida, la 5 y la 4, y su temática sería fantasía con un poco de terror.

Se titula La flecha de Jan.

Espero que os guste😊
De noche, el cielo se vuelve negro.
No negro sin más, como el cabello de Zayne, brillante y con tintes azulados. No es el negro obsidiana de las puntas de flecha, mates, rugosas y afiladas.
No…
Nuestro cielo es tan negro que cualquier luz parece morir en su interior,
asfixiada por el abrazo de esa oscuridad que todo lo consume, que todo lo devora.
Decir lo contrario sería negar algo tan obvio como que el cielo del día es de color cobalto o que en el mundo nadie llega a cumplir cincuenta años; afirmaciones que solo se atrevería a expresar
un loco. Y eso es lo que debe ser el dios que juega con nuestras existencias. ¿Qué otro motivo hay para que sea la luz, y no la oscuridad, la que termine por sellar nuestro destino? En las noches negras como el alma de los condenados, la luz se convierte en uno de los pocos
aliados que el ser humano tiene para sobrevivir; de ahí que resulte tan irónico que nuestra maldición comience por culpa de una luz.
No es una luz cualquiera; no puede serlo si es capaz de brillar en la oscuridad del cielo. Cada cierto tiempo, una llama queda suspendida de la
negrura, un juguetón preludio de lo que está por llegar. La llama termina por expandirse, hasta formar un círculo anaranjado, un anillo que brilla hipnótico y que casi parece latir al ritmo de nuestros corazones aterrados. La primera vez que lo vi, era muy pequeño y no sabía lo
que implicaba aquel círculo maldito. Había oído decir a mis padres que cuando apareciera el círculo todos nos encerraríamos en el sótano de la cabaña antes de que “ellos” llegaran. Yo tenía siete años y solo pensaba en mejorar día a día con mi arco, para algún día llegar a ser
tan bueno como mi hermano Zayne. Fue entonces, a medianoche, cuando a través de la ventana de la cabaña entreví el círculo anaranjado ardiendo sobre nuestras cabezas. Me pareció precioso, un auténtico regalo del cielo, y alcé un dedo para mostrar mi descubrimiento a mis padres.
Ellos palidecieron; un segundo después, llegaron las criaturas.
No tenían ojos ni nariz, solo una boca de labios grises, perfilados por una mandíbula potente, de grandes colmillos. Sus extremidades largas se colaron por las ventanas como serpientes y sus cuerpos esqueléticos y
negruzcos se arrastraron hasta Zayne sin que papá pudiera evitarlo, convirtiendo a ambos en una amalgama de sangre y entrañas en lo que dura un parpadeo.
Mamá fue más rápida: para cuando la primera criatura desgarraba la yugular de papá, ella ya había agarrado la trampilla del
sótano y me introducía en ella a empujones, cayendo detrás de mí y cerrando el agujero. Las criaturas golpearon la trampilla; sus gritos y gemidos, parecidos al de dos cuchillos acariciándose con rabia, todavía resuenan en mis pesadillas.Mamá retuvo la trampilla con su cuerpo:
sus lágrimas caían silenciosas de sus mejillas al suelo del sótano mientras mantenía los brazos en cruz sobre mí, un niño tembloroso que lo único que supo hacer fue temblar y mearse encima.
Al amanecer, todo había terminado. Cuando mamá y yo abandonamos el sótano, lo único que
que quedaba de la noche anterior eran los restos irreconocibles de papá y Zayne, y un montón de cenizas negras entre los tablones del suelo.
Mamá se derrumbó ante los charcos de sangre y lloró su dolor hasta que su alma quedó muerta. Después, con las mejillas rojas y los ojos
vacíos, hundió la cabeza entre los hombros.
—¿Por qué?— susurré yo con un hilo de voz, dejando que mis rodillas cayeran sobre uno de los charcos. Mis dedos rozaron la sangre sin querer: su textura, pegajosa y gélida, se me antojó insoportable—. No entiendo...
Mamá me miró.
Siempre había tenido los ojos verdes, pero en aquel momento me parecieron tan oscuros como la noche que acababa de abandonarnos.
—Es ley de vida, pero aun así quise creer que… que no nos sucedería hasta… No a nosotros.
—¿Pero qué estás diciendo?
—Tuve que haberlo contado…
hace tiempo, pero… ¿cómo decirle a tus propios hijos que la muerte puede caer sobre ellos en cualquier momento? —Mamá cerró los ojos y sus labios ajados temblaron; después, susurró—: ¿Recuerdas el círculo de anoche? El que… el que brillaba en el cielo…
Asentí. Ella se acercó
y me estrechó contra su pecho, acariciándome los pelos de la nuca como cuando era pequeño. Su típico olor a eneldo se mezclaba con el propio de la sangre de mi hermano.
—Nadie sabe por qué ocurre, solo que las cosas son así desde el principio de los tiempos. Es nuestra maldición
; nuestro destino —Me besó en la coronilla; sus lágrimas caían tibias a través de los mechones de mi pelo al añadir:- O te conviertes en uno de ellos o mueres bajo sus colmillos. Cada vez que ese círculo ilumina el cielo, algunas personas se transforman en esas criaturas. Y
cuando el círculo desaparece, las criaturas se convierten en polvo.
Mis ojos acuosos se desviaron al mar de cenizas que nos rodeaba, y noté cómo el vértigo tiraba de mí hacia el suelo. Si no hubiera sido por mamá habría caído sin remedio, pero ella seguía aferrándome de la nuca
—Nadie sabe cómo frenar la transformación ni cómo matar a esas criaturas. No sabemos quiénes se convertirán, porque no hay ninguna señal anterior a la conversión. Tampoco podemos medir el tiempo que pasa entre un círculo y otro. A veces solo hay un día de diferencia; otras,
pueden pasar años antes de que aparezca un nuevo círculo. No sigue una pauta lógica —Mamá se sorbió la nariz y me apretó aún más fuerte contra ella, tanto que hasta me hizo daño—. Mi niño... Menos mal que te tengo a ti, Jan. No habría sabido qué hacer si… si… hubieras…
Yo la
abracé, con mis ojos deslizándose de las cenizas a la sangre y de la sangre a las cenizas.
El siguiente círculo tardó más de diez años en colgar del cielo. Mamá y yo nos salvamos tanto de la transformación como de ser devorados, pero tres semanas después, cuando un nuevo
nuevo círculo rasgó la noche, ella se convirtió en uno de esos seres. Al principio, solo se puso pálida, terriblemente pálida. Después, su piel se arrugó de golpe, tornándose negra como el betún mientras sus ojos se hundían en las cuencas.
Lo único que acerté a hacer fue saltar
por la ventana para luego subirme al tejado de la cabaña, salvándome de sus garras por un segundo. Ella exhalaba aquellos gritos inhumanos, empapados de sed de sangre; sus dedos se agitaban en la oscuridad como puñales de hojas estriadas. Estuve toda la noche observándola, con
lágrimas en los ojos y todo un mundo de sentimientos encontrados en el pecho. La venganza clamaba en mi corazón; la futilidad de cualquier intento de revancha resonaba en mi cabeza como un martillo.
No hay un enemigo como tal. Nada contra lo que luchar, pensé al rayar el alba,
cuando mamá ya se convertía en cenizas.
A partir de entonces, la obsesión tomó las riendas de mi vida.
La obsesión por encontrar un remedio contra la transformación o una forma de matar a las criaturas de la noche.
La obsesión por plantar cara a la mismísima Muerte y salir
victorioso del encuentro.
Han pasado cinco años desde que mamá muriera, y sobre mí, brilla de nuevo el círculo flamígero: sus bordes son perfectos, de un color tan anaranjado que cuesta creer que exista de verdad; su centro, sin embargo, es incluso más negro que el cielo que lo
rodea.
Debo admitir que, a su manera, es un espectáculo hermoso.
El bosque susurra a mi alrededor que ha llegado mi hora; la sangre comienza a latirme en las venas, amenazando con desbordarse. Respiró hondo y descuelgo el arco que llevo a la espalda, ese que con tanto cariño
fabricó papá para mí. Agarro una flecha del carcaj que cuelga de mi conto, la acomodo en el arco y apunto con ella al círculo. Las lágrimas nublan mis ojos, pero el disparo es certero. La flecha es impulsada hacia el cielo, y por un momento incluso parece que pueda atravesar el
círculo de parte a parte, un último acto de rabia antes de que mi paciencia se diluya en la nada, antes de caer rendido ante un enemigo al que jamás pude vencer. Mi último pensamiento antes de que la oscuridad me engulla es para esa flecha que surca los cielos en mi nombre.
Ojalá siga volando alto.
Más de lo que yo fui capaz.
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