Hola, amigos

Os dejo un cuento para participar en #veranoderelatos. Está inspirado (de manera algo tenue, lo reconozco) en la imagen 9. Se llama Regreso a casa.

Saludos y mucho éxito con vuestra iniciativa.
Anoche, después de muchos años, regresé a mi casa.
Quería, anhelaba, necesitaba más bien, volver a ver el lugar donde transcurrieron mi infancia y adolescencia, ese vetusto caserón donde las arañas se colaban por los resquicios del techo para decorar los rincones con sus telas,
pero también ese hogar acogedor donde me sentí seguro y querido, y donde soñé mis primeros sueños, creé en mi inquieta mente mis primeras fantasías, acogí en el fondo de mi pecho mis primeras ilusiones y, también, no faltaba más, conocí el agudo dolor de los primeros desengaños.
Hubiese querido que fuese la nostalgia, esa tibia mezcla de deseo acuciante y tristeza profunda, la que me trajese de vuelta, pero no: fue el remordimiento, ese gusano implacable que se anida en nuestras mentes y las corroe de manera incesante e implacable;
ese dedo acusador que nos señala cada vez que, temerosos, cerramos los ojos; ese ¿por qué lo hiciste? constante, permanente, perseguidor, acosador, al que no sabemos, o no queremos, dar definitiva respuesta.
Quería volver como una forma de castigo, para sentir en toda su dimensión el dolor de la pérdida; para doblegarme ante la pena infinita que genera la conciencia de lo irreparable,
la certeza de que nada de lo que pueda hacer servirá para enjugar esas lágrimas injustas que derramó mi madre a causa de mi imperdonable conducta.
A paso lento, recorrí los polvorientos pasillos y me dirigí a mi cuarto. Cuando abrí la puerta, fue como si filosas garras se hubiesen enterrado en mi pecho. Estaba tal como lo dejé cuando salí de él por última vez: las mismas mantas, el mismo cubrecamas,
los mismos dibujos y fotografías adheridos a las paredes, el mismo escritorio, mi escritorio, con todos los cuadernos y lápices que lo atestaban; en fin, los mismos libros, mis queridos libros, los que habían sido mis amigos y confidentes por tantos y tantos atardeceres,
por tantas y tantas noches, y que ahora parecían mirarme con sus lomos con rostro acusador.

Me senté en la cama y miré con lágrimas en los ojos las dos fotografías que, delicadamente encuadradas, me contemplaban desde la cubierta del escritorio.
Una era de mi fallecida mascota, ese ángel afectuoso y efusivo que había sido mi fiel compañía hasta que la vida, cruel y despiadada, me lo había arrebatado. ¿Cuándo había sido la última vez que había pensado en ella? ¿Cuándo, la última lágrima derramada en su memoria?
Tanto que ni siquiera lo recordaba. ¿Cómo pudo ocurrirme eso? ¿Por qué? ¿En qué me convertí, santo cielo?

Sollocé al mirar la otra foto: era mi madre, con su mirada tranquila y su sonrisa luminosa, las mismas que me dedicaba cuando me marchaba al colegio y cada vez que,
tras besarme en la frente, me daba las buenas noches. Como una marejada, vinieron a mi mente las imágenes, tantas y tantas, que había relegado a las profundidades de mi conciencia, pero que aún estaban allí, esperando el momento oportuno para surgir a pedirme cuentas.
¿Por qué las olvidé? ¿Por qué olvidé a mi madre? ¿Por qué? ¿Cómo pude hacerlo? ¡Si yo la amaba con todo mi corazón! Si yo… aún la sigo amando.

Durante los primeros años de mi lejanía, le escribía cartas todos los meses y, en ocasiones, en especial para sus cumpleaños,
la llamaba por teléfono. Después, paulatinamente, fui distanciando esos contactos hasta que, por último, dejé de efectuarlos. Mi madre pasó a ser un recuerdo muy poco frecuente, que se desvanecía apenas la rutina volvía a controlarme.
Así, pasaron los años, las décadas incluso, hasta que me llegó el mazazo. Mi hermana me contactó por las redes sociales para hablarme de la enfermedad terminal que la aquejaba y de su deseo de volver a verme por última vez.
«No quería contártelo», me escribió en tono feroz, «porque sé que no te interesa, pero no puedo decirle eso a mamá. Ahí te lo dejo. Tú verás qué haces con ello».

Fue una carrera desesperada. Abandoné lo que estaba haciendo y, ese mismo día, tomé el tren.
Ni siquiera cogí equipaje. Por fortuna para mí, pues si no el dolor habría sido intolerable, alcancé a verla antes de que se fuera para siempre. Parecía que hubiese estado esperándome, pues esa misma noche, anoche, cerró sus ojos por última vez.
Mis hermanos no me acusaron abiertamente, pero sus fríos saludos, el reproche que vi en lo profundo de sus miradas y su decisión de no haber traído a sus familias para conocerme fueron más que suficientes.
Recibirme era un trámite que querían cumplir con la mayor premura para luego, en lo posible, no verme más y, ojalá, no saber más de mí. Hay ocasiones, como esa, donde los hechos dicen mucho más que las palabras.
Ahora tendrán otro motivo más para despreciarme, pues desde aquí, desde el que fuera mi hogar, partiré directamente a la estación ferroviaria. No iré a los funerales. No podría soportarlo.
¿Cómo se puede llorar tranquilo cuando quienes se hallan a tu alrededor creen que estás fingiendo? ¿Cómo se puede vivir un dolor semejante en medio de la soledad que generan la frialdad y el desprecio? Yo no podría. ¡No puedo!
Tal vez, algún día, vuelva en silencio y sin que nadie se entere a arrodillarme ante su tumba, a pedirle, a suplicarle que me perdone.
Mientras ese día llega, y para evitar que el imperdonable olvido vuelva a hacerse cargo de mis recuerdos, he decidido llevarme las dos fotos y todos mis libros. Cuando vuelva al que ahora es mi hogar,
los pondré en un lugar destacado, para que siempre estén allí recordándome mi enorme pecado e impidan que, otra vez, la inercia del día a día me transforme en un monstruoso autómata carente de sentimientos.

Fin
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