#CosasQuePasanPorSerMédica #16. Martes a la tarde. A mi amiga que se pinchó con la paciente con Hepatitis C le mandan un mensaje para que vaya esa semana a que le saquen sangre para el control de ya no sabe cuántos meses. Estoy sentada al lado suyo. (+)
(-)
–Tengo consultorio y guardias. No estoy para esto –me dice mientras me muestra el mensaje.
Se desata la colita del pelo y se masajea el cuero cabelludo. Resopla. Pienso que, si fuera yo, probablemente estaría llorando.
(+)
(-)
–Contestales que no podés y poné una fecha que te quede bien a vos –le sugiero.
–¿En el 2099?
–En el 3010 mejor.
Se ríe y sé que es para no llorar. La abrazo. Contesta que va la semana que viene y nos vamos a atender.
(+)
(-) Le dejo los pacientes que tienen algo para punzar, suturar o drenar, así por lo menos descarga con lo manual que sé que le encanta. No llora en todo el día. Miércoles de la semana siguiente once de la mañana me llega un mensaje suyo. (+)
(-) “Me olvidé de lo de la Hepatitis. Recién me escribieron para recordarme que tengo que ir esta semana sí o sí o lo toman como incumplimiento del contrato”. Pienso que eso no fue un olvido, que es su cerebro que no quiere saber que nada con la situación. (+)
(-)
–Vamos mañana. Yo te acompaño –le suelto sin pensar en los pacientes que voy a tener que reprogramar para poder ir.
–Planazo –contesta.
Me río y aplaudo como cuando arreglamos para ir a comer pizza con cerveza. (+)
(-) Sé que es el mejor plan que le puedo sugerir dadas las circunstancias.
–Eso sí, salimos y nos tomamos un helado –agrego.
Ahí la que hace un intento de aplauso es ella.
(+)
(-) Llamo a la secretaria. Le pido que me corra todos los turnos de mañana para la semana que viene. Espero que mis pacientes sepan comprender. Le digo que me llame si hay algún problema. Por suerte, no lo hace.
Jueves a las ocho paso a buscar a mi compañera. Se quedó dormida.(+
(-) “Otra trampa de su inconsciente”, pienso. Le digo que se apure a través del portero eléctrico y me siento en el escalón de la entrada. Salen juntos dos hombres de traje y una mujer digna de una revista de moda y me pregunto si habrán hecho un trío la noche previa. (+)
(-) Se suben los tres al mismo auto y desaparecen. Una mujer de ochenta y pico abre la puerta con un perro que parece mezcla de caniche con el de Susana Gimenez. El bicho me olfatea. Lo acaricio y tira un tarascón.
–No le gustan los extraños –dice la mujer sin disculparse.
(+)
(-) Ambos siguen su camino hasta el arbolito del que la señora no levanta la caca. El encargado del edificio de al lado pone mala cara. Miro a ver si le dice algo a la mujer. No lo hace.
Mi compañera aparece justo cuando el hombre se dirige al árbol con una bolsa. (+)
(-) Su cara está ahora sobrepoblada de resignación. Caminamos hasta la esquina por donde pasa el colectivo que nos lleva al lugar al que ninguna tiene muchas ganas de ir. Va repleto. Nos distraemos mirando hombres lindos e inventando qué vida llevan. (+)
(-) Uno increíblemente atractivo se saca la alianza, se la guarda en el bolsillo y comienza a hablarle a una morocha con la mejor campera de cuero que vi en mucho tiempo. Me dan ganas de preguntarle dónde la compró y, de paso, avisarle del anillo. Se lo comento a mi compañera (+)
(-) y me sugiere que mejor no me meta. A las quince paradas nos acercamos a la puerta; la nuestra es la que viene. Mi amiga queda al lado del hombre desanillado y de la morocha. Cuando estamos a punto de bajar, le toca el hombro a la mujer. Ella se da vuelta. (+)
(-) Su cara denota algo de molestia por la interrupción.
–Tené cuidado –le dice mi amiga–. Hace un mes que nos contagió sífilis tanto a mí como a su mujer.
–¿Qué decís? –nos grita el hombre mientras bajamos–. Te juro que no las conozco –se escucha que le dice a la morocha.
(+)
(-) Nosotras estallamos en risas mientras caminamos hasta el centro diagnóstico que le tocó. Trato de que sigamos en eso, pero no hay caso; apenas atravesamos la puerta la cara se le transforma. Está pálida y se le notan más las ojeras. (+)
(-) Las comisuras de su boca caen con la gravedad. Sus párpados también parecen tironeados para abajo. Se la nota agotada. Hacemos fila, hay cinco personas antes. Una mujer se pelea con la recepcionista porque juntó la orina de veinticuatro horas, (+)
(-) pero resulta que la orden está vencida. La señora pide traerla otro día o incluso a la tarde. Del otro lado llega una negativa tras otra. Me ofrezco a rehacerle el pedido. Agradece. Mi compañera se ríe de que haya traído el sello, aunque sabe que siempre lo llevo conmigo.(+)
(-) Me acerco a la mujer con recetario, lapicera y sello en mano y le pido la credencial. Le hago la orden. La del mostrador sacude la cabeza para los costados. Me informa que la obra social de la señora solo permite médicos de la cartilla y yo no figuro. (+)
(-)
–¿Para qué me hace perder tiempo si no me va a ayudar? –gruñe la señora, esta vez hacia mí–. ¿No ve que se me pone feo el pichín? –agrega.
Con mi compañera nos miramos con los ojos extremadamente abiertos y los labios apretados para no explotar de la risa (+)
(-) frente a la señora que se va con su botella dorada mientras chista y sacude la cabeza.
El resto de los de la fila pasan sin mayores problemas. Cuando llega el turno de mi compañera, le pregunta a la que atiende cómo hace para descargar los resultados de la página (+)
(-)porque la otra vez no pudo hacerlo.
–No puede descargarlos –le contesta la administrativa–. La ART nos lo prohíbe.
–¿Cómo? Pero si es MI análisis –remarca mi compañera.
–Ya sé, pero la ART se los tiene que entregar.
(+)
(-)
–Es que siempre tardan un mes en mandármelos.
–Eso se lo tiene que reclamar a ellos –sigue la administrativa con cara de hartazgo.
Me pregunto cuántas de estas conversaciones tendrá por día.
(+)
(-)
–Se los voy a reclamar. A ellos, a ustedes, a todos. Ya les va a llegar mi carta documento, y voy a poner que vos “fulana de tal” –le contesta mi compañera mientras señala su nombre en el distintivo que tiene prendido en la camisa– no me quisiste facilitar (+)
(-) la obtención de mis propios resultados.
Sé que son su angustia y su bronca por la situación las que hablan. Igual le hago señas a la secretaria de que nos disculpe. Ella no le hace caso, llena los datos de mi compañera en un formulario (+)
(-) y le entrega un talón impreso para que se lo de al extraccionista.
Nos sentamos a esperar. El reloj avanza y yo le cuento de mis citas fallidas de Tinder con tal de distraerla. Casi no se ríe. (+)
(-) Le hablo de mi ex novio que se hizo gay y del que lastimó a la novia siguiente a mí con un piercing que decidió ponerse ahí abajo cuando cortamos. Al menos esboza un intento de sonrisa.
A los veinte minutos nos llama un chico de cara redonda (+)
(-) que parece haber terminado el colegio anteayer. Llegamos a la puerta del cuartito de extracciones y me indica que espere afuera. Mi amiga le pide por favor que me deje entrar con ella, que no está bien. Él permanece firme en su postura (+)
(-) y le dice que si no se siente bien lo mejor sería que vuelva otro día.
–No puedo volver otro día. Vivo de guardia –le grita ella entre lágrimas mientras entra y cierra la puerta.
(+)
(-) A los cinco minutos, tal vez diez, el chico abre y grita que necesita un médico. Me levanto propulsada y doy pasos tan largos que parece que alguien me hubiera regado las piernas. Ahí está mi compañera, tirada en el piso (+)
(-) mientras el chico le sostiene las piernas para arriba con un brazo y la abanica con la otra mano.
–Se desmayó –dice como si no fuera obvio.
Le agarro la muñeca a mi compañera y le busco el pulso. Es débil pero está; eso es bueno.
(+)
(-) Agarro la mano del extraccionista que hace de abanico y la freno con un “ya está bien”. Me mira como si lo que estuviera haciendo fuera algo imprescindible. Me resigno y lo suelto. Una chica se asoma por atrás mío.
–Soy médica, ¿ayudo en algo? –pregunta.
(+)
(-) Mi compañera –que ya está reviviendo– sacude la cabeza para los costados.
–Yo también, no te preocupes –le digo a la chica–. ¿Accidente laboral? –agrego apenas gira hacia su asiento.
Sacude la cabeza para arriba y para abajo. Sonrío en señal de suerte.
(+)
(-)
–¿Vamos? –pregunta mi compañera que ya abrió los ojos e intenta bajar las piernas.
–Esperá un poco – le ordeno mientras le vuelvo a buscar el pulso.
Ya está bastante mejor. Ella levanta una mano y frena el abanico humano del extraccionista. (+)
(-) Le doy las gracias al chico de parte de las dos y me trago el “me tendrías que haber dejado entrar con ella” que me muero por largarle. El color vuelve a la cara de mi compañera que repite que ya está bien. De a poco el chico le baja las piernas y ella se sienta. (+)
(-) La hago quedarse un rato así, luego la ayudo a pararse. Salimos y ella habla del moretón que le quedó, de su abogado, de las cartas documento, de la demanda que les va a meter y de que ésta se la van a pagar. La abrazo. (+)
(-) La agarro con fuerza hasta que deja de hacerlo. Me abraza ella también y no me hace mal. Siento que me humedece la remera con sus lágrimas. La dejo que largue todo lo que acumuló y hasta lloro yo también, ni sé por qué de todo. (+)
(-)
–Ya está –dice y sé que está pidiendo que la suelte.
Aflojo el agarre, me alejo y ambas nos secamos las lágrimas.
–Vamos a tomar el helado –le digo–. Creo que nos lo merecemos más que nunca.
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