–¿Me querés contar qué pasó? –le pregunto a la paciente mientras le mando un mensaje a los de salud mental acerca del caso.
–Me secuestraron –contesta ella mirando a la puerta.
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–¿Quiénes? –pregunto sin entender nada.
–Me secuestraron para que no cuente. Me quiso matar y me encerraron para que me calle.
–¿Quién te quiso matar? –insisto.
Una de las policías me hace señas de que está loca. (+)
–No puede –contesta–. Nadie puede –dice mientras mira al techo.
Se le resbalan las lágrimas. Tiene los codos doblados y los puños cerrados abajo del mentón, como si ese solo gesto le hiciera de escudo. (+)
–Tengo que irme –dice–. Me tengo que ir antes de que vengan.
Intenta levantarse y riega con su sangre tanto la camilla como el piso. Se tambalea. Le pido que espere y que se acueste otra vez. (+)
Vuelvo a gritar que necesito un enfermero. Viene –con mala cara– uno que se destaca por su falta de tacto y temo por la paciente. Acota que no es sordo y que si tardó es porque estaba ocupado.(+)
–¿Le falta mucho ahí? –pregunta señalando el corte que estoy suturando.
–Un punto –respondo.
–Mejor.
Busca un apósito, una venda y le hace un vendaje bien apretado a la otra muñeca. Se saca los guantes, se pone otros, agarra algodón, alcohol (+)
–Vienen flojitas ahora –le dice y se ríe.
La oficial de pelo corto –que permanece de pie– se ríe con él. Su compañera no contesta.
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–Dale, despertate que no tengo camilla libre y vas a terminar en el piso al lado de la sangre –insiste él.
Lo dice con una media sonrisa y me pregunto si, dentro de su acidez, habrá algún intento de ser amable. La oficial le hace que sí con la cabeza (+)
Este lado sangra bastante más. (+)
–¿No me alcanzás un camisolín y unas antiparras? –le pido–. Por favor, que da para todos lados –agrego.
–Estoy ocupado con esto –contesta sin siquiera mirarme.
–Te espero –le respondo con mi sonrisa falsa y la sostengo mientras lo miro fijo.
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–Gracias –le digo.
–Sí, sí –emite por respuesta y vuelve a lo suyo.
La paciente ni se inmuta ante todo esto.
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–Me tengo que ir. Tengo que salir –pronuncia entre lágrimas mientras trata de soltarse del enfermero que le comprime la muñeca.
Mira para todos lados y manotea la hoja de bisturí de la mesa en la que dejé lo de la sutura. (+)
–¿No ven que me va a matar? –agrega.
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–Está loca, doctora, no la escuche –me dice, con voz demasiado alta, uno de bigote que no sé quién es.
Les indico que esperen afuera. Protestan, pero salen. La paciente no se calma de ninguna forma. (+)
(+)
–Usted tiene que saber, enfermera, que mi mujer es una paciente psiquiátrica que está muy mal.
–Doctora –lo interrumpo.
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–Da igual –contesta y sigue mientras se retuerce el bigote–. Escucha voces y ve gente que no está. No quiere tomar las pastillas y anda re loca diciendo mentiras.
Pienso que no, que no da igual, que son dos carreras distintas y que hacemos cosas distintas. (+)
–¿Y qué pastillas toma? –le pregunto.
–Unas que le dio el doctor.
–¿Cuáles?
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–No sé. Unas blancas. Están en casa. Yo cuando terminen de coserla me la llevo y la obligo a tomarlas, de verdad –dice casi sin pronunciar la D final.
Miro al hermano.
–¿Hace cuánto que está enferma? –le pregunto.
(+)
–Desde los veinte o por ahí me parece. ¿Cuándo empezó a salir con vos? –le pregunta al marido.
–A los veintiuno –contesta él.
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–No, no puede ser, porque yo me casé a los veintisiete, o sea que ella tenía veintiuno, y ya estaba enferma hacía como un año. Con vos tiene que estar desde los diecinueve –lo corrige el hermano.
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–Qué se yo. Da igual –dice el marido–. No importa hace cuánto. Solo que ahora está peor. Está re loca.
Otra vez su “da igual” que no sé si da tan igual. Algo me hace ruido.
–¿Ya terminó de coserla? Así me la llevo que mañana trabajo temprano –me apura.
(+)
–Faltan un par de puntos –le contesto y me dirijo al hermano otra vez –. ¿Y hoy qué fue lo que pasó?
–Pasó que se quiso matar de lo loca que está, eso pasó –se mete el marido.
–Le pregunté a él –lo freno señalando al hermano.
(+)
–Yo no la veía hace unos días –arranca–, y eso que tenemos la casa en el mismo terreno. La llamaba y no atendía.
El marido abre la boca.
(+)
–Así que me fui a tocarle el timbre. No contestaba nadie y me asomé por la ventana que tenía la cortina medio corrida. Ahí vi la sangre y llamé al 911.
(+)
–Es que ella hace rato que dice que se va a matar –alega el marido mientras se pone un chicle en la boca y lo masca con la boca abierta–. Ya se había cortado antes –agrega.
Cada vez lo creo menos.
(+)
–Entiendo –contesto–. Lo mejor va a ser que la vea nuestro equipo de salud mental.
–Ella ya tiene su loquero –interrumpe y otra vez se agarra el bigote–. Usted termine de coserla y yo me la llevo. O deje, me la llevo a otro lado donde sepan coser (+)
que usted está tardando mucho y yo mañana trabajo –me larga mientras avanza hacia la puerta.
Pretende entrar. Me pongo adelante y le informo que no puede pasar, que la paciente no está en condiciones de ver a nadie y que tengo que terminar de suturarla. (+)
–Usted no me puede prohibir ver a mi mujer –contesta–. Soy policía y sé de la ley.
Se me paran los pelos de los brazos y se me tensan los músculos de la nuca. Creo empezar a entender parte del miedo de la paciente. Marco el número de la psiquiatra y, apenas me atiende, (+)
–Me mentiste –ella llora y grita a la vez.
Sé que me lo dice a mí. El enfermero lucha por sostenerle la compresión sobre la muñeca que sangra. (+)
–Tranquila, mi amor, ya te voy a dar tus pastillas y vas a estar bien –le dice el marido.
–No. Por favor, me prometiste –ella llora y me mira.
(+)
–Acá hay demasiada gente –escucho desde la puerta.
Es la psiquiatra que viene con el psicólogo y el trabajador social. (+)
–Te pido que no se las saques todavía –le dice la psiquiatra con un tono que refleja una orden más que un pedido.
(+)
La policía retrocede.
–¿Y usted quién es? –interrumpe el marido.
–Yo soy la doctora encargada de evaluar a los pacientes psiquiátricos como me dicen que es su mujer.
–Pero mi mujer ya tiene su loquero –retruca él– y usted no me puede impedir llevarla con él.
(+)
–Yo tengo la obligación de evaluar a la paciente y determinar si está en condiciones de irse o si requiere internación– le contesta ella–. Si usted quiere, puede decirle a su psiquiatra que venga y con gusto conversamos.
(+)
–Usted no puede impedir que me la lleve –insiste él mientras se le acerca demasiado.
El psicólogo, que es bastante más grandote, avanza y se para entre ambos. El trabajador social, más flaco, pero con bastante más casos de estos encima, se ubica al lado. (+)
–No solo puede, sino que debe –remarca este último–. No sé si me entiende. Igual, si no le parece, damos intervención a la fiscalía y que ellos decidan.
El marido se pone blanco. La paciente llora, aunque ahora puede que de felicidad.
(+)
–Además, mire como sangra su mujer, no se puede ir así –agrega el enfermero.
Por primera vez en todos estos años siento algo de cariño hacia él.
El marido sale de un portazo y se va. El hermano se queda, con cara de preocupación genuina. (+)
Una vez que salieron todos, les pido que me den un segundo para confirmar una sospecha. (+)
Ahí están.
Son hematomas hechos por alguien que sabe dónde pegar para que no se note.
(+)
Le hago señas a los de salud mental para que miren. Ponen la misma cara de furia que debo tener yo. Ella pregunta si ya está y se viste con vergüenza. Le pido disculpas.
Resuena un ronquido de la señora del monitor y yo me pregunto si tendrá un ACV o estará dopada. (+)
(+)
–Esperá –me dice el trabajador social –. ¿No querés llamar a los de tráumato por si se cortó algún tendón? Estaría bueno que se interne en otro lado –agrega.
Sé que cuando habla de “lado” se refiere a la guardia, (+)
–Dale –contesto–. Y también a los de vascular, que ya los llamé por una arteria que está dando.
–Perfecto.
(+)
–Decime que tenés cama –le ruego.
Asiente y lo abrazo.
–Pero vos la suturás y le hacés las indicaciones –me aclara.
Acepto. No me importa. Lo abrazo otra vez. Me palmea la espalda, se suelta y se va. (+)
–Gracias, doctora –me dice.
Le aprieto la mano y bajo la cabeza. Ella me la aprieta también. Voy para donde están los camisolines y largo un par de lagrimas más. Me las seco, me sueno la nariz, me pongo –parte por parte– mi disfraz y arranco de nuevo la sutura.