#CosasQuePasanEnLaGuardia #65. Guardia de lluvia, siete de la tarde. Esperábamos que el diluvio espantara a los que consultan por pavadas, pero –hasta ahora– lo hizo a medias. En lo que va del día atendí dos pacientes con diarrea desde ayer que no probaron con hacer dieta, (+)
(-) cinco con gripe, tres adolescentes borrachos, un chico cuyo brazo fue “apuñalado” por una tijera, una mujer resfriada, otra que consultaba por una reacción alérgica –aunque no tenía ni una roncha y respiraba perfecto–, dos cabezas abiertas, (+)
(-) una nariz rota, una uña encarnada, un señor que refería haber sentido a su vesícula explotar tras haber almorzado lechón –de lo que no se arrepentía– y una mujer de treinta y largos a la que no logré convencer de que lo suyo no era una “pulmonía”, (+)
(-) como le había dicho su novio, sino una simple gripe.
Llega una ambulancia con un chico de ventipocos que estaba jugando al fútbol y empezó a convulsivar. El médico que lo trae refiere que no sufrió ningún golpe y que –según los compañeros– no es epiléptico. (+)
(-) En la ambulancia tuvo una segunda convulsión que frenó sola al igual que la primera. El paciente está completamente dormido, con la cabeza hacia un lado y la boca abierta. Su pantalón deportivo está húmedo en la entrepierna. (+)
(-) Emana un aroma bastante parecido al del anciano del consultorio cuatro que constantemente se arranca el pañal y lo revolea al piso. Detrás de la camilla aparecen cinco chicos de edad similar con camisetas de fútbol de equipos ni sabía que existían. (+)
(-) Uno –colorado de pelo mota y bastante desgarbado– está mucho más pálido que el resto y agarra la camilla como si fuera parte de un cortejo fúnebre. El resto alternan miradas hacia su compañero caído en combate con el uso compulsivo de sus celulares. (+)
(-) Les pido que esperen en la sala de espera. Asienten y se alejan casi aliviados, todos menos el colorado que se queda anclado a la camilla.
–Va a estar bien –le aseguro casi como si me lo dijera a mí misma.
Tiene los ojos demasiado abiertos, medio vidriosos.
(+)
(-) No me escucha. Me acerco, le agarro la mano y de a poco afloja los dedos. Se los despego del metal al que parecen haberse fusionado.
–Va a estar bien –repito.
(+)
(-) Recién ahí hace un mínimo movimiento afirmativo con la cabeza y da un paso hacia atrás.
El médico de ambulancia y el chofer me ayudan a acomodar al paciente en la camilla –todavía tibia– que dejó hace unos minutos el adicto –vaya a saber uno a qué– (+)
(-) al que mi compañero amenazó con llamar a la policía al ver que le robaba al viejito del pañal sucio. Lo ponemos de costado y levantamos las barandas para que no se caiga si las convulsiones vuelven a empezar. Pregunto los vitales y el médico me los canta. (+)
(-) Son normales, demasiado normales, tanto que no le creo. Apenas se va le pongo el saturómetro y le escucho la espalda. Respira bastante aceptable. Igual le pongo oxígeno. La presión está bien y tiene frecuencia cardíaca de deportista. No tiene fiebre. (+)
(-) Decido buscar a sus compañeros para ver si me pueden aportar algún dato más. Salgo del consultorio y casi choco con el colorado que espera a unos metros caminando para un lado y para el otro en el pasillo. Le chorrea la frente. Parece un padre preocupado. (+)
(-) Me dice que el que está “ahí adentro” es como su hermano y me ruega que por favor no lo deje morirse. Hay algo en su pedido que me hace transpirar la espalda. Los pelos de mis brazos también lo detectan.
–¿Por qué lo decís? –le pregunto–. ¿Tiene alguna enfermedad?
(+)
(-)
–Es que nunca lo vi así. Él estaba bien. Tiene que estar bien –contesta y desvía la mirada hacia sus compañeros que se acercan.
No habla más. Mira al piso, a la mesada, a la pared. Se rasca el cuello, la oreja, su intento de barba.
(+)
(-) Todo su cuerpo parece querer teletransportarse fuera del hospital. Uno de los otros, el más grandote, pregunta cómo está su amigo. "¿Cómo está Fefe?", pregunta como si también fuera amigo mío. (+)
(-)
–Por ahora está durmiendo –le digo–, es normal después de una convulsión. Le voy a hacer unos estudios y con eso vamos a ver qué está pasando.
Las cabezas de los cuatro que llegaron de la sala de espera suben y bajan. El colorado parece estar en otro planeta.
(+)
(-)
–¿Alguno le avisó a los padres? –pregunto.
–Los llamé y no atienden. Igual, les dejé mensajes. Iban al cine –contesta él y vuelve a su limbo.
–¿Saben si tiene obra social? –indago.
–Sí.
–Seguro.
–Seguro que sí –contestan.
(+)
(-) Les pregunto cuál y no tienen idea, aunque aseguran que una buena. Les pido ayuda y le revisamos los bolsillos buscando la credencial; nada. No tiene ni el DNI.
El paciente emite un gruñido sin llegar a roncar. (+)
(-) Los cuatro de la sala de espera retroceden y se ríen de sí mismos. El colorado los mira con cara de querer abofetearlos. Pido que se quede uno solo. Él se apoya contra la pared y reclina la cabeza hacia atrás. Los demás salen sin protestar. (+)
(-) Hago las órdenes de laboratorio, le pido a la enfermera que le ponga un suero y me apuro al área de imágenes a pedirle una tomografía. El técnico no está. Les pregunto por su paradero a sus compañeros y me dicen que hace unos minutos estaba. (+)
(-) Voy al estar de los de rayos y a ecografía.
–Ni cagar en paz se puede con vos –escucho.
Viene arrastrando sus zapatillas nuevas de color azul eléctrico. Lo saludo con la mano. No se apura.
–¿Qué querés? –grita.
–Un cerebro.
(+)
(-)
–Eso ya sé que necesitás –contesta haciéndose el cómico y se ríe de su propio chiste–. Traelo –agrega.
Se encierra en la cabina de tomografía y camino para la guardia. Uno de los de limpieza me pide si no tengo un ibuprofeno que le duele la cabeza. (+)
(-) Le ofrezco revisarlo. Se niega e insiste con el comprimido. Le digo que no tengo y recalco que igual no lo medicaría sin revisarlo.
–Usté siempre tan correcta –me dice con una sonrisa que no es tal.
Imito el gesto y sigo de largo.
(+)
(-) Apenas llego al pasillo de los consultorios me llama la atención la cantidad de gente. Me acerco y la enfermera me pasa por al lado con el suero en la mano al grito de "es tu paciente". Corro al consultorio. El chico está convulsivando otra vez. (+)
(-) Mis compañeros lo sostienen de costado. El colorado está sentado contra un rincón –en una silla sin respaldo– inclinado hacia adelante con las manos en posición de rezo y la cabeza que se desplaza rítmicamente unos centímetros para adelante y otros tantos para atrás.
(+)
(-)
–Lleva más de un minuto –me informa mi compañera.
La enfermera la inyecta un anticonvulsivante y acomoda todo para ponerle la vía. Me acerco al amigo y le digo que por favor espere afuera. Sigue en lo suyo, otra vez sin escucharme.
(+)
(-) Lo agarro del brazo y hago que se levante. Tiene los ojos llenos de lágrimas. Lo acompaño al pasillo y lo siento en una silla.
–¿Consumió algo? –le pregunto.
Sacude la cabeza para los costados.
(+)
(-)
–Vos sabés algo y no me lo estás diciendo –insisto–. Necesito saber qué pasa para poder tratarlo.
Niega enfático. Niega y llora. Se agarra el pecho y dice que le falta el aire. Le pongo el saturómetro y le muestro que el aire le entra bien.
(+)
(-) Sigue con lo mismo. Me asomo al consultorio. El paciente ya dejó de convulsivar. Se lo informo al amigo. Busco una bolsa y le indico que respire adentro. Tarda un rato en calmarse. Cuando creo que ya está en condiciones de hablar intento averiguar por qué se puso tan mal.(+)
(-)
–Nada. No pasa nada –contesta–. Él me dijo que está bien, que dio todo bien.
–¿Qué es lo que dio bien?
–Los análisis. Le dieron bien.
No llego a preguntarle qué análisis que la enfermera me llama del consultorio.
(+)
(-) Mis compañeros salieron hace nada y el paciente volvió a arrancar con sus sacudidas. Cargo más medicación. Se la paso. Espero unos segundos. Es como si le hubiera pasado agua. Le pido que lo sostenga de costado y llamo al emergentólogo. (+)
(-) Llega con dos jeringas, le pasa una y me hace señas de que me tranquilice, que ya va a parar. A los pocos segundos, efectivamente, para.
–¿Cuántas convulsiones va? –me pregunta.
–Dos acá, dos en la ambulancia y una por la que llamaron.
–¿En cuánto tiempo?
–Una hora o menos.+
(-) Pone la cara que ya conozco. Esa de las cejas fruncidas y una comisura desviada. Es la cara que pone cuando piensa que hay algo que no cierra. Me pregunto qué cara tendré yo ahora, porque a mí tampoco me cierra nada de lo que pasa con este paciente. (+)
(-) Ni tiempo me da a analizar mis gestos que arranca otra vez.
–Buscate una camilla –me ordena.
Corro. Corro como si fuera mi hermano. Me cruzo a mi compañera y le pido que me ayude. En el camino aparece otro y lo mandamos a buscar a un camillero (+)
(-) que dudamos que vaya aparecer a tiempo. Nosotras seguimos recorriendo los pasillos donde –si tenemos suerte– tal vez haya una camilla. Pero no, hoy la suerte no llegó al hospital, se la llevó la tormenta al igual que a los camilleros.
(+)
(-) Los hacemos llamar por altoparlante y nada. Llamo al jefe. Hace bajar una camilla de la ambulancia y la llevamos al consultorio. Para cuando llegamos el área está sobrepoblada. Tres enfermeros, dos de mis compañeros y el emergentólogo que ya durmió al chico y lo intubó.(+)
(-) El colorado reza inclinado para adelante en la silla en que lo dejé. Tiene la bolsa para respirar entre las manos. Le prometo que ya vuelvo y ayudo a llevar a su amigo al shock room. El emergentólogo me pide detalles y no tengo ninguno para darle. (+)
(-) Sólo sé que no se golpeó, que no es epiléptico y que hasta antes de esto estaba bien. Que se hizo análisis que dieron bien. O no. Por lo menos dijo que se los hizo y que dieron bien.
–¿Salió un laboratorio completo? –me pregunta.
–Sí.
–¿Con HIV?
(+)
(-)
–No. Eso no. No tenía quién firme el consentimiento –le digo, aunque en realidad no se me ocurrió.
–Que lo firme el yeta ese.
–¿Quién?
–El colorado. El yeta.
Asiento mientras mi cerebro carbura. Mis neuronas mastican algo, aunque no llego a entender bien qué.
(+)
(-) Camino hasta secretaría, busco la carpeta con los formularios, saco un consentimiento informado y me acerco al chico de la bolsa para respirar que está casi hecho un ovillo.
–Necesito que me firmes una autorización para hacerle una prueba de HIV a tu amigo –le digo (+)
(-) y me pregunto si realmente es legal lo que estoy haciendo.
Abre los ojos como cuando llegó. Creo que él también se pregunta lo mismo. Le doy la lapicera. La mira, la apoya en la mesada y me mira.
–¿Eso no lo tienen que hacer los padres? ¿O él?
(+)
(-) Y sí, creo que sí, pero él no puede firmar y los padres no están. Se lo digo. Le digo eso y que es algo que necesitamos descartar porque cambia todo. Cambian los diagnósticos probables, los tratamientos y hasta el pronóstico, pero esto último no se lo digo. Firma. (+)
(-) Lo hace temblando, pero firma. Lo abrazo. Él no entiende nada y medio que aleja el cuerpo. Lo suelto y vuelvo al shock room. El paciente convulsiva un par de veces más, aunque cada vez más espaciadas. El emergentólogo me hace señas de que no me preocupe (+)
(-) y que vaya a seguir atendiendo. Veo a una chica con dolor de panza desde hace una semana y descargo parte de mi frustración en ella con mi discurso de por qué no vino antes. Se automedicó con mil cosas encima y ya le duele por todos lados. (+)
(-) Le pido análisis, le pongo un suero y hasta logro hacerle una tomografía antes de la hora de su llegada. Tiene un plastrón apendicular (el apéndice inflamado con el intestino pegado encima por los antiinflamatorios y por el tiempo que pasó). No me gustaría estar en su lugar(+
(-) Llamo a los de cirugía. Están operando. Le pido disculpas a la chica por el reto que le pegué y le explico que se va a tener que quedar internada. Contesta que no puede, que tiene un chiquito enfermo y que es ella sola para cuidarlo. (+)
(-) Me pregunto cuántos años tendrá el nene; ella tiene diecisiete. Le explico que no hay opción de que no se interne, que si se va puede terminar muy mal, que por favor llame a algún pariente o a una amiga, que alguien tiene que haber. (+)
(-) Llora que solo ella sabe cómo hacer con él. Aprieto las muelas para no llorar yo también. Me siento la peor del mundo. Saca el celular y manda un mensaje. El aparato suena. Ella contesta. La dejo hablar tranquila y salgo a prenderme un pucho. (+)
(-) En la puerta una pareja bastante mayor le pregunta al de seguridad dónde es la guardia, que trajeron a su hijo hace un rato por una convulsión. Doy una pitada más mientras los miro. Parecen de setenta y largos, sobre todo ella. (+)
(-) Igual, el único que entró por convulsiones fue mi paciente. Apago el cigarrillo y le hago señas al de seguridad para que les diga que esperen. Me acerco y me presento. Preguntan qué pasó. Les cuento y no entienden nada. (+)
(-) Me da vergüenza decirles que todavía no tenemos mucha más idea que ellos. La mujer llora y el hombre la agarra por los hombros y le pide que pare. Indago sobre los antecedentes de su hijo. Repiten lo mismo que el colorado, que es un chico sano y que todo estaba bien. (+)
(-) Los llevo hasta la puerta del shock room y le aviso al emergentólogo que llegaron. Sale a hablarles y –una vez que los preparó para lo que van a ver– los hace pasar. No me puedo imaginar lo que se debe sentir ver a un hijo intubado. (+)
(-) Les cuenta que ya le hicimos análisis y que en un rato le va a hacer una tomografía.
–¿Qué tipo de análisis? –pregunta la mujer.
–Todos los que se pueden hacer por guardia –contesta él.
–¿Qué son todos? –interrumpe el marido.
(+)
(-) El emergentólogo me mira a través de la puerta con cara que sé que es de fastidio aunque no se le note demasiado.
–Análisis de los glóbulos blancos, la glucosa, de los riñones, del hígado, de HIV… –les dice. (+)
(-)
–Mi hijo no tiene eso. Es un chico normal –responde la madre cortante.
Toda la dulzura que expresaba su llanto se evaporó. Enseguida habla sobre la obra social y por qué no lo derivamos. Él le explica que su hijo no tenía el carnet ni el documento y que así resulta imposible+
(-) La mujer pone mala cara, sale del shock room y lo deja hablando solo. Pasa por al lado mío y llama a alguien por teléfono. El marido se disculpa y sale atrás de ella.
En una hora aparece una ambulancia privada con todos los chiches para llevarse al paciente.(+)
(-) Acá todavía no llegaron los resultados de laboratorio y los padres se negaron a que le hiciéramos la tomografía con un seguro que el tomógrafo del sanatorio va a ser mejor emitido por los labios de la madre.
A los que estaban en la sala de espera, no los vi más. (+)
(-) El colorado me dice gracias mientras suben a su amigo a la ambulancia, y se va con el padre del chico –la madre va con el hijo– a donde sea que lo lleven. Es el único que agradece. (+)
(-) Vuelvo a ver a la mujer del plastrón. Se quedó dormida pese a la luz y al ruido. Pienso que se debe haber agotado de llorar y preocuparse. Sigo atendiendo.
Antes de irme a dormir busco al emergentólogo y le pregunto por el resultado del análisis de HIV del paciente. (+)
(-)
–¿Y vos qué pensás? –me contesta.
Aprieto los ojos, las muelas, los puños y voy para la entrada a fumarme un pucho.
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