Llega una ambulancia con un chico de ventipocos que estaba jugando al fútbol y empezó a convulsivar. El médico que lo trae refiere que no sufrió ningún golpe y que –según los compañeros– no es epiléptico. (+)
–Va a estar bien –le aseguro casi como si me lo dijera a mí misma.
Tiene los ojos demasiado abiertos, medio vidriosos.
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–Va a estar bien –repito.
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El médico de ambulancia y el chofer me ayudan a acomodar al paciente en la camilla –todavía tibia– que dejó hace unos minutos el adicto –vaya a saber uno a qué– (+)
–¿Por qué lo decís? –le pregunto–. ¿Tiene alguna enfermedad?
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–Es que nunca lo vi así. Él estaba bien. Tiene que estar bien –contesta y desvía la mirada hacia sus compañeros que se acercan.
No habla más. Mira al piso, a la mesada, a la pared. Se rasca el cuello, la oreja, su intento de barba.
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–Por ahora está durmiendo –le digo–, es normal después de una convulsión. Le voy a hacer unos estudios y con eso vamos a ver qué está pasando.
Las cabezas de los cuatro que llegaron de la sala de espera suben y bajan. El colorado parece estar en otro planeta.
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–¿Alguno le avisó a los padres? –pregunto.
–Los llamé y no atienden. Igual, les dejé mensajes. Iban al cine –contesta él y vuelve a su limbo.
–¿Saben si tiene obra social? –indago.
–Sí.
–Seguro.
–Seguro que sí –contestan.
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El paciente emite un gruñido sin llegar a roncar. (+)
–Ni cagar en paz se puede con vos –escucho.
Viene arrastrando sus zapatillas nuevas de color azul eléctrico. Lo saludo con la mano. No se apura.
–¿Qué querés? –grita.
–Un cerebro.
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–Eso ya sé que necesitás –contesta haciéndose el cómico y se ríe de su propio chiste–. Traelo –agrega.
Se encierra en la cabina de tomografía y camino para la guardia. Uno de los de limpieza me pide si no tengo un ibuprofeno que le duele la cabeza. (+)
–Usté siempre tan correcta –me dice con una sonrisa que no es tal.
Imito el gesto y sigo de largo.
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–Lleva más de un minuto –me informa mi compañera.
La enfermera la inyecta un anticonvulsivante y acomoda todo para ponerle la vía. Me acerco al amigo y le digo que por favor espere afuera. Sigue en lo suyo, otra vez sin escucharme.
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–¿Consumió algo? –le pregunto.
Sacude la cabeza para los costados.
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–Vos sabés algo y no me lo estás diciendo –insisto–. Necesito saber qué pasa para poder tratarlo.
Niega enfático. Niega y llora. Se agarra el pecho y dice que le falta el aire. Le pongo el saturómetro y le muestro que el aire le entra bien.
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–Nada. No pasa nada –contesta–. Él me dijo que está bien, que dio todo bien.
–¿Qué es lo que dio bien?
–Los análisis. Le dieron bien.
No llego a preguntarle qué análisis que la enfermera me llama del consultorio.
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–¿Cuántas convulsiones va? –me pregunta.
–Dos acá, dos en la ambulancia y una por la que llamaron.
–¿En cuánto tiempo?
–Una hora o menos.+
–Buscate una camilla –me ordena.
Corro. Corro como si fuera mi hermano. Me cruzo a mi compañera y le pido que me ayude. En el camino aparece otro y lo mandamos a buscar a un camillero (+)
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–¿Salió un laboratorio completo? –me pregunta.
–Sí.
–¿Con HIV?
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–No. Eso no. No tenía quién firme el consentimiento –le digo, aunque en realidad no se me ocurrió.
–Que lo firme el yeta ese.
–¿Quién?
–El colorado. El yeta.
Asiento mientras mi cerebro carbura. Mis neuronas mastican algo, aunque no llego a entender bien qué.
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–Necesito que me firmes una autorización para hacerle una prueba de HIV a tu amigo –le digo (+)
Abre los ojos como cuando llegó. Creo que él también se pregunta lo mismo. Le doy la lapicera. La mira, la apoya en la mesada y me mira.
–¿Eso no lo tienen que hacer los padres? ¿O él?
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–¿Qué tipo de análisis? –pregunta la mujer.
–Todos los que se pueden hacer por guardia –contesta él.
–¿Qué son todos? –interrumpe el marido.
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–Análisis de los glóbulos blancos, la glucosa, de los riñones, del hígado, de HIV… –les dice. (+)
–Mi hijo no tiene eso. Es un chico normal –responde la madre cortante.
Toda la dulzura que expresaba su llanto se evaporó. Enseguida habla sobre la obra social y por qué no lo derivamos. Él le explica que su hijo no tenía el carnet ni el documento y que así resulta imposible+
En una hora aparece una ambulancia privada con todos los chiches para llevarse al paciente.(+)
A los que estaban en la sala de espera, no los vi más. (+)
Antes de irme a dormir busco al emergentólogo y le pregunto por el resultado del análisis de HIV del paciente. (+)
–¿Y vos qué pensás? –me contesta.
Aprieto los ojos, las muelas, los puños y voy para la entrada a fumarme un pucho.