El jefe estuvo moviéndose de acá para allá tratando de hacer espacio. (+)
En todo el día logramos subir a cuatro pacientes a las salas de internación respectivas, y las camillas se ocuparon enseguida con otros cuyas patologías volvían imposible el manejo ambulatorio. (+)
Once de la noche. Estoy por llamar al que sigue en la lista cuando empiezan a golpear a lo loco desde la sala de espera. Le pregunto al orientador si hay alguna emergencia. (+)
–Pasa que me duele demasiado –contesta mirándose los brazos con los que se agarra la panza.
Tendrá unos cuarenta años, tal vez menos.
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–Entiendo –le contesto– el asunto es que tiene que anotarse y el médico orientador lo pondrá en la lista según la prioridad que su caso requiera. Afuera hay muchos pacientes doloridos y enfermos que esperan hace horas, (+)
–Es que me duele, no sea inhumana, ¿no ve que estoy sufriendo? –responde.
Su cara denota –tal vez– algo de dolor, pero, más que nada, esfuerzo. (+)
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–Entiendo que le duele, y no le estoy diciendo que no lo vamos a atender, sólo le pido que se anote y así la persona encargada de evaluar la prioridad de los pacientes lo puede poner en la lista en el orden que corresponda.
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–Es que no puedo más –grita, lloriquea y se refriega los ojos.
Me hace acordar –por su falta de lágrimas– al llanto de mi ahijado cuando quiere tal o cual juguete que está usando su hermana.
–¿No le puede dar algo para el dolor? –se mete el de seguridad.
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–No puedo medicarlo sin antes revisarlo, estudiarlo y saber qué tiene, y eso va a suceder cuando toque su turno, porque él se metió por este lado, por el que no deberían haberlo dejado pasar, (+)
–El de seguridad de la entrada me dijo que pase –interrumpe el paciente– porque supo ver lo mal que estoy, a diferencia de usted que no tiene corazón.
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–Bueno, bueno. Le voy a pedir que pase a la sala de espera mientras lo busco, entonces. Porque si no tengo corazón que bombee sangre hacia mi cerebro, no voy a poder analizar su caso y decidir cuál sería la medicación indicada para usted –le contesto sin pensar en nada más(+)
–No se lo tome así –me dice ya sin agarrarse la panza mientras lo guío hacia la puerta que da a la sala de espera.
Camina resignado. Abro, lo hago salir y cierro atrás suyo mientras el de seguridad me mira con la frente fruncida (+)
–Te voy a pedir por favor que no vuelvas a emitir opinión sobre el tratamiento de un paciente –le digo ya con los patos por las nubes.
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–No es mi culpa si ustedes no tienen ganas de trabajar.
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–Hagamos una cosa. Estudiá ocho años de medicina, hacé cuatro de residencia, vení a la guardia, atendé sin parar y ahí bancate que un avivado sin criterio de urgencia que finge estar dolorido se le quiera colar al resto. (+)
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–¿Cuánto falta, doctora? No puede ser lo que están tardando –arranca.
–En cuanto terminamos con los pacientes que estamos atendiendo, vamos llamando. Hay una sola camilla libre así que le pido que tenga paciencia –le contesto y lo invito con las manos a salir.
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–Es que yo no puedo más. Me cago encima. Ya fui cuatro veces y necesito que me den algo YA.
Es el paciente del que me habló el orientador. Busco con la vista al de seguridad. Se evaporó. Cuento hasta cinco otra vez y me dirijo al paciente.
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–Disculpe, la señora, como puede ver, tiene prioridad sobre una diarrea. Sé que ir al baño muchas veces es molesto, pero eso no lo hace urgente. Le ruego que espere afuera, porque mientras más rápido la atienda, más rápido va a llegar su turno.
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–¿Tengo que romperme un hueso para que me atiendas? –agrega mientras repite el gesto.
Saco el celular y marco 911.
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–Yo no veo huesos rotos, esos los ve el traumatólogo y está operando. Haga como quiera. Solo le pido que salga así no resulta necesario que llame a la policía –contesto sin pararme a pensar en su agresividad ni en que casi me duplica en ancho.
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–La próxima tal vez no tengas tanta suerte –murmura mientras sale.
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Cierro, pongo la traba y me acerco a la mujer que no tiene la culpa de nada de lo que está pasando.
–¿Está bien, doc? –me pregunta.
–Sí –contesto aunque ni sepa bien si es cierto.
–¿Esto siempre es así? –indaga.
–Bastante seguido –respondo.
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–¿Y la fiebre se la tomó con termómetro? –indago.
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–Sí, sí. Le dije que marcaba treinta y nueve, casi cuarenta, y que tomé el ibu.
–Perdón, no le entendí –contesto y sonrío en un intento de ocultar mi distracción–. ¿Hace cuánto empezó con esto?
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–Cinco días. O seis –dice y cuenta con los dedos mientras levanta los ojos como buscando la fecha en su cerebro–. Cinco –afirma finalmente y se ataja– no pude venir antes porque no tenía con quién dejar a mis nietos, doc. (+)
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–Entiendo. Vamos a hacer todo lo posible para apurarnos y ver cómo está todo –le digo y tiemblo por esos nenes y ese vecino si la tengo que dejar internada–. ¿Tomó algún remedio en estos días? –pregunto.
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–Sí, uno para la gripe que me dio mi vecina. Era una tirita de pastillas redondas naranja. Y como no me ponía mejor después mi cuñado me dio otro de caja roja. Los tomé cada seis horas como él dijo que era, pero sigo jodida.
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–Es que si falto a trabajar no les puedo dar de comer, ¿entiende? –se disculpa.
Quiero disculparme yo con ella. Me dan ganas de abrir un consultorio de noche para atender gente en su situación. (+)
Enseguida me acuerdo de que no me da el tiempo para nada, de mi eterno cansancio y de lo mucho que mi cuerpo me pide que duerma y descarto la idea. Le ofrezco hacerle un certificado para el trabajo y se ríe; es empleada doméstica y está en negro. (+)
En vez de buscar al de seguridad para que me acompañe, esta vez le pido ayuda la emergentólogo y le relato el incidente de las piñas.
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–Usted debe ser el garca –le contesta el emergentólogo.
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–¿Qué dice? –contesta el de la diarrea.
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–Sí, es usted, se huele desde acá –sigue el emergentólogo y sacude la mano con los dedos estirados por delante de su nariz.
–Yo no le voy a permitir… –arranca el hombre.
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–¿Qué no me va a permitir? ¿Qué diga la verdad? Porque yo no le voy a permitir que maltrate a mi compañera. ¿Por qué no me tira una piña al aire a mí a ver qué pasa?
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El hombre diarrea mira al emergentólogo como tratando de adivinar bajo el guardapolvo el tamaño de sus bíceps. Son más o menos de la misma altura, aunque el emergentólogo le lleva unos diez años, no solo de edad sino de modales, de ubicación, de viveza (+)
–¿Usted me está invitando a pelear? –pregunta el hombre diarrea.
El señor de la hipertensión se baja de la camilla y se acerca a defender al emergentólogo. Él le hace señas de que no es necesario. (+)
–No se confunda –le contesta–. Lo estoy invitando a ubicarse.
El paciente achina los ojos. Creo que lo está midiendo. Está cada vez más colorado y le caen gotas de la frente, no sé si de la bronca o por los cólicos. De repente su puño derecho sale propulsado hacia adelante(+)
El señor no tiene la presión tan alta, aunque tampoco está normal. Devuelvo el tensiómetro y procedo a interrogarlo. (+)
–Yo solo vine porque ella insistió y no me dejaba en paz, ¿vio cómo se ponen ustedes a veces? –dice con una sonrisa.
–Igual que ustedes cuando se sienten mal –le contesto con otra.
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La pastilla se la tomó hace casi dos horas, que es lo que tuvo de viaje hasta acá, y por eso la presión da apenas algo elevada. Le pregunto por su boca, si no notó nada raro. Dice que no. Saco mi celular, pongo la cámara frontal y lo hago mirarse. (+)
–¿Qué querés? –me dice–. Sabés que es tarde.
Es el técnico.
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–Ya sé, perdón –contesto a sabiendas de que la disculpa, aunque no corresponda, es el único camino–. Es un ACV en ventana –le digo.
Él sabe lo que significa, tengo que correr. Tenemos. Y si lo hacemos y todo sale bien, tal vez el señor quede bastante entero.(+)
–Safaste porque no me había acostado –me dice y se ríe.
Esta vez es una sonrisa cómplice; sé que se ríe de su propio mal carácter.
–Traelo YA –agrega.
Le hago que sí con la cabeza y corro mientras agradezco para arriba por su buen humor. (+)
Busco al paciente y ni me gasto en pedir camillero. Caminamos hasta el tomógrafo mientas el hombre recalca que él no estaba así, que si hubiera visto su cara tan mal seguro que venía antes y que no quiso dejarse estar.
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La tomografía da normal –lo que no significa que no tiene el ACV, ya que los cambios por falta de llegada de sangre demoran bastante más de lo que pasó desde que empezaron los síntomas–+
–Solo está operado del apéndice –lo interrumpo en un grito de felicidad.
–¿Cómo? –pregunta.
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–Eso, que no tiene más antecedentes que la apendicectomía. No fuma, no toma, no está medicado para nada, nunca se infartó, nada –digo y aplaudo.
Miro el tubo y me pregunto si se habrán escuchado mis palmas. Me río sola. El médico acepta la derivación (+)
Llevo a la mujer a rayos –también caminando– mientras espero el traslado del señor. La placa es bastante fea. Volvemos al consultorio y la nebulizo una vez más. De afuera no dejan de golpear. No abro. Busco el laboratorio. (+)
–Pero usted entiende que eso es imposible –afirma.
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–Suerte –le grito al hombre mientras se aleja y ruego que salga todo bien.
La señora de la neumonía se va con las últimas muestras de antibióticos que me quedan (+)
Abro la puerta sin acordarme del Señor Diarrea y de llamar al emergentólogo. No lo veo. (+)
–Son mis riñones –dice–. Tengo piedras y me mata el dolor.
Le golpeo la espalda. Salta demasiado y se nota que es fingido. Le toco la panza. Es blanda y otra vez grita por un dolor que se nota que no existe. No tengo ni ganas de pelear.
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–Le voy a poner un suero con analgésicos y en un rato seguro que va a estar mejor –le informo.
–¿Qué me va a poner? Mire que me dijeron que avise que no me calma con otra cosa que no sea morfina –contesta e incrementa su cara de dolor extenuante.
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–Entiendo. Vamos a empezar por una placa y un análisis de orina, y le voy a colgar algo que considero que le tiene que calmar el dolor seguro. Lo que sí, le aviso desde ya que en la guardia no tenemos morfina –miento al notar su intención.
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–¿Cómo que no tienen morfina? ¿Esto es una hospital o una salita? –responde y se levanta–. Al final, el hombre de la diarrea tenía razón: ustedes no sirven para nada.
Sale y cierra la puerta de un portazo. Repaso los que siguen en la lista: gripe, gastroenteritis y mareos.(+)
–Después no me venga con que no para de trabajar –me larga sin levantar la vista de la pantalla.
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–La cena –me dice señalando el sándwich.
Recién ahí caigo en que todavía no comí.
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