Me quedo callada a la espera de que se presente. En cuanto lo hace, sigo callada, pero ahora por miedo. (+)
–Uy, estás re dormida, ¿no? Disculpame –sigue.
Yo persisto en mi estado de mutismo en el que, si no formulo la pregunta acerca de mi viejo y si está sano, entero, en una pieza digamos, no existe la posibilidad de que (+)
Respiro nomás, bastante rápido probablemente. Lo suficiente como para que él lo escuche del otro lado y acote:
–Tranquila, linda. Tranquila que no llamo por tu papi.
(+)
Y ahí sí que hablo. Digo algo por primera vez en esos segundos que se me hicieron eternos. Se lo largo así como me sale:
–¡Hijo de puta! ¿Vos me querés matar a mí?
No logro endulzarlo ni contenerme. (+)
Salen las palabras y con ellas se resbalan un par de lágrimas que dan forma a una parte del infierno que me hizo pasar en este rato.
–Perdón, perdón. No me di cuenta, te juro. Vos viste que a esta hora el bocho no carbura bien, y menos a mi edad –se excusa.
(+)
Yo vuelvo al silencio para no seguir escupiéndole el odio que todavía no me saqué de adentro. Si no es por papá, se viene algún mangazo, estoy segura. Su hija con dolor de panza que él jura que es apendicitis, su hijo drogado y borracho en una guardia en la que (+)
Él espera, también en silencio. Espera mi “¿Qué necesitás?” que no va a llegar. (+)
Pasan unos cuantos segundos, casi que minutos, hasta que finalmente alguien abre la boca y no soy yo.
–El tema es… este… –arranca prolongando la “E” final.
(+)
Parece el chico con el que salí a los dieciséis, que me quería dejar y no sabía cómo. Estaba lleno de “Estes”.
–Bueno, lo que pasa, es que –ahora prolanga la “E” del “que”.
(+)
Resoplo. Estoy cansada y quiero dormir. Se lo dejaría bien en claro sino fuera uno de los pocos amigos que le quedan a mi viejo. En vez de eso, respiro hondo y le otorgo la pregunta que tanto esperaba formulada como oración y adornada incluso con algo de buena onda. (+)
–Dale, no te voy a morder. Decime qué necesitás –le largo.
–Es que es mi mamá –contesta.
–¿Qué le pasa? ¿Se siente mal?
–No. No. Ya no.
–¿Y entonces? –le pregunto impaciente.
–Es que la cosa está en que… bueno… –esta vez estira la “O” del final.
(+)
Me dan ganas de sacudirlo para que complete la oración y poco a poco las pocas neuronas ubicadas que quedan en mi cerebro comienzan a apagarse.
–Son las tres de la mañana. Más. Tres y todos los minutos desde tu primer llamado. ¿Me explicás por favor qué pasa?
(+)
–Sí. Sí. Perdón, perdón. Es que encontré fiambre a mi vieja.
Lo pronuncia así, con esas palabras, realmente utiliza la palabra “fiambre”. Yo tan acosumbrada al término “óbito” y él me larga un “fiambre”. Mi boca hace un ruido. Uno que tapa la risa, aunque algo se nota. (+)
Él me conoce desde que soy chica. Sabe que me río como mi papá.
–Dale, no te rías, che –me dice con una mezcla de risa y llanto.
(+)
–Perdón –respondo y casi que lo duplico como él–. ¿Pero cómo que la encontraste fiambre? ¿Qué le pasó?
–No sé. No sé. Estaba así. Tenía noventa y cinco ya. Alguna vez le tenía que tocar.
–Sí, claro –le contesto y agrego–, lo siento mucho.
(+)
–Gracias, gracias –pronuncia mientras se suena la nariz y sigue–. Y bueno, la encontré tirada en la cocina, ahí, fría. No sé cuánto habrá estado así hasta que se me fue.
–¿Pero recién la encontraste? –indago y me pregunto si se habrá levantado a tomar agua como yo.
(+)
–Casi, casi. Sí. Llamé a tu viejo y él me dijo que te llamara a vos. Pasa que me separé, no sé si sabías, y me volví a lo de mamá. ¿Viste? Y anoche salí con una mina que me presentaron. No salía hace un montón. Y me la presentaron y no creí que me fuera a dar ni la hora, (+)
Ahora sí, por primera vez en lo que va de la conversación, llora. Lo hace fuerte y se suena seguido la nariz para que no se le note. Llora parecido a mi viejo: los dos lloran queriendo no llorar.
(+)
–Tu mamá estaba grande –trato de consolarlo–. A esa edad pasa cualquier pavada y ya no salen. No es tu culpa. Mirá si quedaba postrada, cuadripléjica o algo así. Eso hubiera sido mucho peor para alguien de noventa y cinco años.
Hace una pausa. Su nariz hace ruido.
(+)
–Tenés razón. Tenés razón, lo sé, pero bueno… –prolonga la “O” –. Uno piensa, ¿viste? El cerebro es así. Se da cuerda a sí mismo y no para.
Yo pienso en que mi cerebro está casi apagado, que siento mucho lo de su madre, pero que no hay nada que pueda hacer por él (+)
–Bueno… –arranco a despedirme–. Espero que dejes de culparte, que llores todo lo que necesites llorar y vas a ver que con el tiempo vas a estar menos triste.
Son palabras truchas, casi de manual, lo sé, pero a esta hora mis neuronas (+)
–Sí. Espero que sí. Gracias, gracias.
–Te mando un abrazo –le digo antes de cortar.
Y ese fue mi error, la paciencia, el dilate, el no haber apretado de una el botón rojo. Porque ahí llegó el tema, ahí me lo largó.
(+)
–Esperá, esperá. No cortes.
Pensé en hacerme la boluda y cortar igual, en apagar el teléfono. El agotamiento me rogaba que lo hiciera. Quise toser y que mi tos apagara su ruego, para después sumergirme una vez más en el colchón. Pero no, no pude. (+)
–Es que yo te llamé por el papel ese –responde.
–¿Qué papel?
–El certificado...
–¿Para tu trabajo? –consulto todavía dormida–. ¿Pero no te dan días por defunción de familiar? Qué jodidos.
(+)
–No. No. No para mí. Para… Para ella.
–¿Para quién? ¿Para tu novia nueva?
–Ojalá fuera mi novia. No. Para la mina no. Para mi vieja te pido.
–¿Cómo? –pregunto todavía sin caer.
(+)
–El papel ese que dice que se murió por causas naturales. Necesito eso para que no le hagan autopsia.
Ahí mis neuronas conectan los puntos. Sé que lo de la autopsia en una persona tan mayor que tenía todas las ñañas es una cagada, (+)
–¿Vos lo que me pedís es que le firme el certificado de defunción, no?
–Sí, por favor, si no te pongo en mucho compromiso. Sé que es un montón, pero no quiero que abran a mi vieja y le revuelvan las entrañas cuando se murió de vieja. ¿Me entendés?
(+)
–Entiendo. El problema es que no tengo –le contesto–. Yo siempre usé los certificados del hospital y tampoco conozco a nadie que pueda tener alguno en su casa.
Pienso en los médicos de paliativos, en que tal vez ellos tengan, pero no, (+)
–Ah. Perdón entonces. Perdón, perdón. Perdón que te desperté. No sabía cómo era.
(+)
Miro la hora. Son cerca de las cuatro. Cierro los ojos y trato de dormir las dos horas que me quedan. (+)
Atiendo sin preocuparme por ocultar mi mal humor.
–¿Sí? ¿Qué pasa? –largo de un gruñido.
–Pasa que me llamó el Negro. Dice que no le querés hacer el certificado –es mi viejo con más mala onda que la mía.
(+)
–Nada que ver –le ladro–. Yo los certificados los hago siempre con los del hospital y no tengo idea de cómo conseguir uno –sentencio.
Aunque en el fondo de mi mente una idea empieza a dar vueltas sobre si, de llamar a la policía, ellos no tendrán. (+)
Espanto todos estos pensamientos de mi cabeza y vuelvo a contar mis inhalaciones.
–Dejame dormir, pa. Por favor, que mañana tengo guardia –le ruego.
–Está bien. Descansá. Solo espero que lo que me decís sea cierto.
(+)
Aprieto los puños, los dientes, frunzo hasta el cuero cabelludo y corto sin despedirme. Me levanto, revuelvo mi mesa de luz hasta que encuentro los puchos y salgo al balcón a fumarme uno. Lo apago, entro y prendo la tele. Ya no creo que pueda volver a dormirme.