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#CosasQuePasanEnLaGuardia #81. VEINTICUATRO DE DICIEMBRE (parte 1). Cinco de la tarde. Pensé que la gente se contendría un poco –no por piedad hacia nosotros sino por estar cocinando, durmiendo la siesta o entrenando el estómago–, pero me equivoqué. (+)
(-) La lista está llena y la mitad de los pacientes no son para la guardia. Los consultorios también están repletos y se nos está complicando atender. Recorro los anotados en busca de alguno que se pueda ver en el pasillo (+)
(-) y noto que hay un hombre escrito como “Infección Uro”. Estoy a punto de ir a retar al orientador por no haberlo mandado a un hospital con urólogo de guardia cuando caigo en que debe ser una forma de no mandar al frente a alguien con una ETS (enfermedad de transmisión sexual)+
(-) Me río y lo felicito para adentro por la ocurrencia. Pienso que en el pasillo no lo puedo revisar, pero que tal vez pueda interrogarlo y –a lo sumo– que me muestre la cuestión en el bañito de alguno de los consultorios. (+)
(-) Decido llamarlo y abro la puerta que da la sala de espera. Se me acerca un hombre de unos ochenta y algo con cara de pocos amigos.
–Al fin se dignan a atender –me ladra.
(+)
(-)
–No paramos en ningún momento, señor. Solo que no hay lugar y muchos llegan en ambulancia –le acaro con mi sonrisa falsa.
Tengo ganas de gritarle que hace ocho horas que no hago pis y que almorcé en menos de veinte minutos. Me contengo. (+)
(-)
–Eso dicen y están brindando desde ahora seguro –sigue–. Y yo mientras me muero del dolor de panza sin que me vean –agrega mientras se lleva las manos hacia el ombligo y pone cara de sufrimiento poco creíble.
Lo recorro con la mirada: se lo ve con buen color de piel (+)
(-)y sumamente entero. Respiro hondo y ni le contesto. Pronuncio el apellido del que creo que debe tener el pene a medio pudrir y lo busco con la vista. La única persona que se levanta es una mujer de sesenta y pico que camina hacia mí mientras señala sus piernas tumefactas (+)
(-) con manchas color ocre que denotan que es algo crónico. Apenas la tengo al lado me increpa:
–¿Y a mí cuándo me van a llamar? Porque este mogólico no me quiere anotar –dice señalando al orientador y ya me cae muy mal por usar dicha palabra como insulto. (+)
(-)
–¿No ve que ni puedo estar parada? ¿Cómo quiere que cocine así? –sigue.
Cuento hasta cinco y me trago las ganas de largarle que cocine sentada y se deje de joder (ya el señor de antes me voló bastante los patos, y así fue todo el día). (+)
(-)
Trato de pensar en mi tía abuela que era bastante de ir a la guardia por cosas del estilo y le hablo como si fuera ella, aunque omito el tuteo. (+)
(-)
–Mire, la guardia está para urgencias y emergencias. No vamos a poder solucionarle acá algo que tiene hace mucho y que requiere una evaluación por consultorio de cirugía vascular… –arranco.
(+)
(-)
–¡Pero usté qué sabe hace cuánto tengo yo esto! Si me apareció anteayer nomás y no pude venir por el trabajo que me dejó de cama –me miente (sobre todo porque anteayer fue domingo).
–Tal vez usted anteayer se haya dado cuenta de que lo tiene, pero eso que me muestra (+)
(-) es algo de larga data –insisto.
–Esto es abandono de persona. Sepaló –dice enfatizando la acentuación errónea de esta última palabra–. Yo le voy a hacer una nota. Los voy a denunciar a todos, va a ver –me amenaza con el índice en alto y agrega–. Ya se va a acordar de mí.
(+)
(-)
Pienso en mi ahijado y en cómo hace lo que se le canta con los verbos (por ejemplo, dice “yo sabo” en vez de “yo sé”) y también en cómo nos mandonea a todos con el mismo dedo estirado. Me alegro de que cada vez falte menos para verlo (+)
(-) (mañana vamos a almorzar con toda mi familia) y decido no dejar que ninguno de estos pacientes me amargue el día. Los ignoro y llamo nuevamente –por encima de sus cabezas– al paciente de la ETS: definitivamente no está. (+)
(-)
–Si ése no contesta, ¿por qué no llama a alguien más? –me grita un hombre de unos cuarenta años, pelado, largo y extremadamente flaco despatarrado en la fila de sillas del medio en el asiento de la punta de mi lado –. Yo soy el que sigue.
(+)
(-)
–Estoy llamando las consultas que se pueden resolver en el pasillo. Igualmente, no se atiende por orden de llegada sino por gravedad del cuadro –le respondo cortante.
–Claro, todo con tal de no atender –se mete el anciano que ya no se agarra el abdomen de forma teatral (+)
(-) y solamente gruñe.
–No paramos de atender, señor. Apenas frenamos unos minutos para comer por turnos y casi ni tomamos agua –le retruco.
Estoy a punto de explotar del todo.
–Es su trabajo. Para eso cobran –murmura el despatarrado mientras mira el celular.
(+)
(-)
Camino y casi que me teletransporto hasta al lado de él. Sin tutearlo (pese a lo joven) como me hacían los profesores al retarme en la escuela le largo:
–No se confunda. Nuestro trabajo no es no comer, no hacer pis y no tomar agua. Nuestro trabajo es atender urgencias (+)
(-)
y emergencias, y eso es lo que estamos haciendo. El tema es que ninguno de ustedes entra en esa categoría y pretenden pasar antes que los que sí. Eso es egoísmo puro y no me agrada ni un poco.
Me mira con los ojos demasiado abiertos. No se esperaba una respuesta del estilo.(+
(-) Giro y vuelvo al consultorio del que salí mientras lo escucho mascar chicle.
Entro y comienzo a cerrar la puerta para volver a buscar en la lista a alguna “consulta pasillo” cuando un chico me frena con la mano. Estoy a punto de escupirle toda la bronca que acumulé (+)
(-) con los otros tres cuando noto lo agitado de su respiración y el chiflido que emite su pecho. Lo hago pasar de inmediato y le pongo el saturómetro sin prestarle atención al anciano que grita que él estaba antes.
–¿Sos asmático? –le pregunto mientras me acomodo (+)
(-) el estetoscopio.
Mueve la cabeza para arriba y para abajo igual de rápido que su respiración. Veo el saturómetro. Marca noventa y tres que es poco para alguien de su edad, aunque no tan terrible. Le levanto la remera y le ausculto la espalda: es un solo silbido. (+)
(-)
Le hago señas para que me siga y le indico que se siente en una silla en la que puedo nebulizarlo mientras cargo la pipeta y le pido al enfermero que le aplique un corticoide endovenoso. Le conecto la nebu y lo tranquilizo con que pronto va a estar mejor. Asiente y (+)
(-) ya se lo nota un poco menos asustado.
Camino por el pasillo de vuelta hacia la lista. Una de las chicas está viendo contra el office de enfermería a una mujer anotada como “Traumatismo torácico” que se señala la parte lateral derecha del tórax. (+)
(-)
–¿Está segura de que no se golpeó ni hizo ningún esfuerzo? –escucho que le pregunta mi compañera.
La mujer asiente y comienza a relatarle todo lo que hizo en el día desde que se cepilló los dientes hasta que le cambió el pañal a su nieto que es precioso, (+)
(-)
pero que –hoy en particular porque siempre es un santo– no se portó demasiado bien y en medio de su pataleo metió el piecito derecho –no, era el izquierdo– adentro del pañal con caca de esos que son como calzoncillitos porque sus papás están tratando de sacarle los pañales(+)
(-) para que no les hagan problema cuando arranque salita de tres.
Me alegro bastante de no ser su médica y miro alrededor a ver en qué anda el resto. Veo a mi compañero más alto mirándole las uñas con hongos a un señor que hizo sentar en una silla del pasillo (+)
(-) sin lograr que el hombre entienda que eso no es para guardia y que mi compañero es neurólogo y sabe poco y nada de uñas. Otra de las chicas, la pelirroja que no es mi amiga colo –sino una versión bastante menos empática y amorosa que se la pasa repitiendo (+)
(-) que ella es cirujana y no está para idioteces como las que vienen acá– está revisándole la cabeza a una mujer de cincuenta y tantos que consulta porque “le salió un cuerno” cerca de la frente de ayer para hoy, que seguro que es un tumor y que necesita que se lo saquen (+)
(-) urgente antes de que la mate.
–Señora, eso no sale de un día para el otro y de tumor no tiene nada –le dice la pelirroja sin darle más explicaciones.
–Usted diga lo que quiera, pero yo ayer no lo tenía. Y además mi vecina que sabe mucho me dijo que segurito que es un tumor,+
(-) o si no un cuerno, porque los cuernos existen de verdad. Nosotros tuvimos un vecino que tenía uno –insiste la mujer con la cabeza inclinada hacia adelante mientras mi compañera le recorre la lesión con sus manos enguantadas.
(+)
(-)
–Bueno, si cree que es un cuerno, vaya y pregúntele a su marido –le larga ella entre risas y sigue revisándola.
Yo desde un costado me río un poco también sin poder contenerme. La mujer da un paso atrás.
(+)
(-)
–¡Pero mire qué viva que se cree usted! –sacude la cabeza mínimamente para arriba y para abajo mientras chista–. ¡Ya quisiera tener un marido como el mío! Pero no. No le gustan las escuálidas engreídas, ¿sabe?
(+)
(-)
Yo me acerco, no demasiado para evitar quedar atrapada en el conflicto, pero sí lo suficiente como para ver en qué consiste el cuerno. Es una lupia (quiste sebáceo de cuero cabelludo) y es cierto que no salen de un día para el otro. Miro a mi compañera y espero a ver (+)
(-) qué le contesta a la señora.
–No sé, no sé. Anoche su marido me dijo que las rellenitas no le gustan tanto –contraataca ahora bastante seria.
La paciente abre la boca grande y aprieta los puños que temo que aterricen en la cara pecosa de mi compañera (+)
(-) que un poco lo tendría merecido.
–Y ahora le voy a pedir que me disculpe, porque la guardia está para urgencias y su cuerno no lo es, ni tampoco es un tumor ni nada grave –continúa mi compañera mientras casi empuja a la mujer hacia la puerta del consultorio (+)
(-)que da a la sala de espera.
La señora se adelanta para que no la toque y atraviesa parcialmente dicha salida.
(+)
(-)
–Va a tener que sacar turno con el consultorio de cirugía para que se lo saquen –concluye mi compañera y, cuando la mujer está completamente afuera del consultorio, agrega –, y yo le sugeriría que se apure, porque con uno solo no es tanto problema, pero si le sale (+)
(-) otro ahí cerquita...
Temo que la mujer ahora sí que le revolee una piña y me alejo.
–Usted es una chiquilina maleducada –le grita la semi-cornuda–, y encima mala médica que ni me dice lo que tengo.
(+)
(-)
–Pasa que mi escualidez no me permite pensar. ¡Mejor pregúntele a su vecina! –responde mi compañera con igual tono de voz, le cierra la puerta en la cara y pone la traba.
–¡No me haga pasar Navidad con esto así! –grita la mujer con tono suplicante desde el otro lado (+)
(-) de la puerta.
Mi compañera hace montoncito con ambas manos y las sacude para arriba y para abajo mientras me mira.
–What?!! –me larga prolongando la “A” que suena como “O” –. ¿Hoy están todos chiflados o qué?
(+)
(-)
–Bastante –le contesto sin aclarar que me parece que nosotras también.
La dejo quejándose sobre lo desconsiderada que es la gente y la falta de criterio para ir una guardia un veinticuatro de diciembre cuando no se están muriendo y vuelvo hacia la lista.
(+)
(-) Estoy por llamar a alguien con nombre árabe o algo así anotado como infección urinaria cuando escucho que piden shock-room preparado por altoparlante. Me apuro hacia ahí y se me adelanta mi compañero petiso corriendo adelante del camillero teñido de rubio (+)
(-) que lleva en la silla de ruedas –a casi cincuenta kilómetros por hora– a un hombre que se agarra el pecho con la mano hecha una garra.
–La Nochebuena se viene con todo –me larga el petiso antes de meterse en el shock-room.
Yo me toco sutilmente la teta izquierda (+)
(-) y ruego –mirando el techo– para que el chico asmático no se complique.
El emergentólogo, mi compañero alto, la pelirroja, dos enfermeros –uno más groso que el otro por suerte– y yo esperamos la ambulancia que pidió el shock-room listo.
(+)
(-) Me pregunto si será alguien que se puso a jugar con fuegos artificiales demasiado temprano o si ya arrancaron con las balas perdidas; espero que sea lo primero.
La cardióloga le pide a los enfermeros que le pongan una vía de buen calibre al paciente de mi compañero petiso(+)
(-) mientras putea porque no atiende nadie para derivarlo a hemodinamia. “Era un infarto nomás”, pienso y casi rezo para que el que llegue tenga mejor suerte. La enfermera rubia se apura y en tres segundos tiene todo listo. (+)
(-)
Se escuchan gritos y entra a los piques una camilla con uno de los chicos del SAME reanimando a una paciente que no supera los cuarenta años. Parece que el que sea que esté arriba no me escuchó.
(+)
(-)
–Tienen que salvarla –grita un hombre de edad similar con ropa deportiva desde la puerta.
Lo veo todo rojo y empapado en transpiración. El de seguridad cierra dejándolo del otro lado.
(+)
(-)
–¿Hace cuánto está así? –le pregunta el emergentólogo al médico de ambulancia mientras la pasamos entre todos a la camilla correspondiente.
Los enfermeros le conectan el monitor y el de la ambulancia sigue masajeando. Recién ahí noto que está sumamente pálido. (+)
(-) No llega a los treinta y puede que sea su primer paro.
–Dos minutos máximo –contesta él–. La traigo de acá nomás. Estaba en el gimnasio de su edificio. Se había desmayado y hace nada, en la ambulancia, se paró.
(+)
(-)
Yo lo relevo en el masaje cardíaco a ver si se recupera. Además, seguro que los brazos no le dan más. Mi compañero alto sustituye al chofer de la ambulancia con el ambú (el dispositivo de máscara y bolsa que se usa para ventilar a los pacientes (+)
(-)que todavía no están intubados).
–Tiene que salir –dice el emergentólogo–. ¿Antecedentes?
–Sana. Deportista. No fuma. Chupi social y poco. No remedios, no cirugías. Nada –contesta el que la trajo con algo más de color en la cara.
El emergentólogo asiente.
(+)
(-)
–Andá tranquilo, capo. Nosotros seguimos –le agradece a la vez que apoya el desfibrilador en el pecho de la paciente.
Yo paro de masajear y miro el monitor. Los de la ambulancia nos desean suerte y se alejan con un “Que la cosa mejore”. Nadie dice “Feliz Nochebuena”.
(+)
(-)
La paciente tiene una arritmia horrible. El emergentólogo da la orden de que nos alejemos y la paletea. Sigue igual. Va de vuelta. Nada. Una de los enfermeros consiguió una vía y sacarle sangre y arrancamos con las drogas para reanimarla mientras la pelirroja vuela (+)
(-) con las muestras al laboratorio.
El emergentólogo me reemplaza en el masaje y me pide que vaya a interrogar al hombre que gritó que la salvemos. Corro a buscarlo. Lo encuentro en la sala de espera con uno de seguridad al lado. (+)
(-)
–Quería pasar a toda costa –me explica el de seguridad.
Le hago con la mano que está bien y me siento rápido al lado del hombre que tiene las conjuntivas rojas y respira con una voracidad extrema. Me acuerdo del chico asmático y hago una nota mental (+)
(-) de ir a ver cómo sigue en cuanto pueda. Le apoyo al hombre la mano en el hombro izquierdo y le hablo firme:
–Si respirás así te vas a marear, y necesito que estés bien para que me des toda la información que pueda servirnos.
(+)
(-)
Baja un poco la cabeza y frena.
–¿Qué necesitan saber? Es sana.
–Todo. ¿Toma algún remedio? ¿Alguna vez refirió dolor de pecho o dificultad para respirar? ¿Consume alguna droga?
(+)
(-)
–No remedios, no drogas, nada de lo que preguntás salvo una molestia en el pecho justo antes de desmayarse.
–¿Cambió algo en el último tiempo? En sus hábitos me refiero.
(+)
(-)
–Está obsesionada con que está gorda. Meta speed, gimnasio, dieta y creo que un polvo para perder peso.
Todas mis neuronas se prenden. Mis ojos deben haberse abierto tan grandes como los siento o más todavía porque él me pregunta:
(+)
(-)
–¿Qué pasa?
Yo me levanto de un salto y corro. Mientras me alejo le contesto con voz fuerte como para que me escuche:
–Pasa que fuiste muy útil.
(+)
(-)
Llego a donde siguen reanimando a la paciente. No pasaron ni cinco minutos y ya está intubada con vías en ambos brazos y todos los chiches puestos.
–Super dieta, energizantes, gimnasio y algo para adelgazar –le largo al emergentólogo y agrego –, capaz hasta vomita.
(+)
(-)
Justo llega la pelirroja agitando el papel del laboratorio.
–Tiene el potasio por el subsuelo –grita.
El emergentólogo y la cardióloga –que ya logró derivar al infartado a hemodinamia– dan indicaciones varias a los enfermeros sobre qué pasarle por la vía de una (+)
(-) y qué colgarle a qué velocidad y encabezan la reanimación.
–Miren en ritmo –pronuncia con entusiasmo el enfermero varón no más de tres minutos después.
(+)
(-)
Todos giramos la cabeza hacia el monitor.
–Busquen pulso –ordena la cardióloga.
La colorada y yo lo hacemos en la ingle y el emergentólogo en el cuello.
–Tiene –gritamos los tres casi a la vez.
(+)
(-)
La enfermera rubia levanta los brazos en señal de victoria.
–¡Vamos piba! –aplaude el emergentólogo refiriéndose a la paciente.
–Bien, chiquita –la felicita la cardióloga.
(+)
(-)
La pelirroja, mi compañero alto, el petiso que recién llegó, los dos enfermeros y yo nos fundimos en múltiples abrazos.
Miro la hora. La cardióloga me ve hacerlo.
–Va a estar bien –me tranquiliza–, no pasó mucho.
(+)
(-)
Recién ahí me aflojo y se me resbalan un par de lágrimas. La abrazo en agradecimiento por sus palabras. Ella me aprieta fuerte, sabe que en este momento lo necesito.
–¿Dónde está el familiar? –me pregunta apenas nos soltamos.
(+)
(-)
–En la sala de espera –contesto–. Voy con vos.
Cuando el hombre me ve, se pone pálido. Caigo entonces en que mis lágrimas siguen brotando.
–No, no, no –me apuro a aclararle mientras me las seco–. Son de alegría.
(+)
(-)
–¿Va a estar bien entonces? –pregunta y a él también se le caen unas cuantas.
–Hay que ver cómo evoluciona, pero por lo menos salió del paro y está estable –le contesta la cardióloga con prudencia.
Él la abraza primero a ella y después a mí.
(+)
(-)
–Gracias –nos larga con algo de alivio.
Yo le quiero agradecer el abrazo que, junto con que su mujer saliera del paro y los abrazos de mis compañeros, me hizo el día. Trato de decírselo, pero no me salen las palabras. (+)
(-) Bajo la cabeza con los ojos cerrados, le sonrío y vuelvo para adentro a ver cómo sigue el chico del asma.
–Se olvidó de mí –me dice con una sonrisa apenas me acerco.
Ya tiene color y respira bastante más lento. Le pongo el saturómetro. (+)
(-)
–No. Vino una emergencia –le aclaro mientras espero que aparezca el valor.
Noventa y cinco. Vamos bien.
–Era chiste –aclara–, igual el enfermero me estuvo mirando.
(+)
(-)
Le cargo la próxima nebulización y voy al estar de enfermería a agradecerle al alto canoso –que siempre trabaja impecable– por haberlo vigilado.
–Es mi trabajo también, doc –me subraya con una sonrisa.
(+)
(-)
–Sí, pero no todos le ponen las mismas ganas –le contesto.
Levanta los hombros y los vuelve a bajar. Las comisuras se le estiran más todavía, llenas de orgullo, aunque no dice nada.
(+)
(-)
–¿Con quién lo pasás hoy? –le pregunto ansiosa de un poco de charla trivial de época de fiestas.
–Con mi señora, los chicos, los nietos y creo que mi hermana y su familia.
(+)
(-)
–¡Qué lindo! Que pasen una feliz Navidad–le digo mientras pienso en lo mucho que me gustaría pasarlo con los míos.
–Gracias, doc. Que esté potable acá.
Me saluda, agarra sus cosas y se aleja.
(+)
(-)
Voy para la lista. No hay nada que urja y sigue sin haber lugar. Camino hacia la entrada y me prendo un pucho. Voy dos pitadas cuando escucho otra vez el alto parlante. “Shock room preparado”. No son ni las siete de la tarde.
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