–¿Pero de qué estás tan cansada, boluda? Siempre estás cansada últimamente. No entiendo. Son las ocho de la noche, no hiciste ni la guardia entera… –me larga mi amiga por teléfono.
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Me resulta raro que haya llamado; siempre manda audios. Escucho de fondo lo que está viendo en la tele. Parece ser La Casa de Papel. Hago una nota mental acerca de ver la última temporada que tengo pendiente.
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–Es que todo esto agota. Te pasa por arriba. No sé cómo explicarlo –le contesto sin demasiadas ganas.
–¿Para tanto? Pensé que solo trabajabas tipo tres días a la semana –pregunta sin preguntar.
Se acerca el bondi. Lo paro y no le contesto. Subo con el teléfono en la oreja(+)
–Yo estoy harta del home office –sigue–. Reunión de acá, reunión de allá. Mail que va, que viene, que vuelve; ni en la oficina contestaba tantos mails. Por el chat interno encima me vuelven loca. Y ni siquiera puedo almorzar con mi compañero ese que te conté que (+)
Me siento en el único asiento vacío con la bolsa con el ambo sucio sobre los muslos. Ubico la mochila abajo en el piso entre mis piernas, me acuerdo de lo que dice mi abuela de la plata y la invierto con la bolsa.
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–No creas que por trabajar tres o cuatro días a la semana trabajo poco, eh –intento lograr que entienda–. Son tres o cuatro guardias, dos o tres de veinticuatro horas y a veces algunas de doce. Y la guardia te consume… la noche previa te cuesta dormir, a (+)
–Ah, no, perdón, no pensé que era para tanto, qué mal. Igual, prefiero eso que mi home office. Vos por lo menos ves gente –remata.
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–Veo gente, sí. Sobre todo, veo gente enferma que puede contagiarme coronavirus, gente que internamos, alguno que otro que termina intubado, una joda bárbara –apelo a la ironía para no matarla.
La señora sentada al lado mío abre grandes los ojos, (+)
–Me levanto cinco y pico, viajo hasta el hospital cargada con el ambo para cambiarme allá porque ni puedo ir con el ambo limpio puesto desde casa por miedo a que me puteen o filmen. Vos están en tu casa, podés levantarte cinco (+)
–Ay, boluda, bueno, ¿estás sensible? No se te puede decir nada –pronuncia masca su eterno chicle que ya me resultaba raro no escuchar.
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–Estoy muerta. Muerta mal. O quiero estarlo. Quiero dormirme y no despertarme por una semana entera. Me duele todo, hasta el traste. Quiero que me lo rebanen, en serio.
–Ni se te ocurra que gomas ya no tenés –se ríe.
(+)
Le cambio de tema y le pregunto por su compañero que está bueno. Me cuenta que es alto, castaño, bastante ancho de hombros, de dientes muy blancos y que tiene manos grandes con uñas prolijas. Se ríe. Yo también y me pregunto si alguna vez evalué (+)
–Bueno, amiga, te dejo que duermo un rato –intento finalizar la charla–. Se me cierran los ojos.
–Uy, si, pobre, pero esperá –me frena–. Yo te llamaba por mamá, ¿te acordás? Por las recetas que te pedí hace una semana –remarca esto (+)
–A la guardia no las llevé, no.
–Bueno, ¿pero las hiciste? Te mando una moto para cuando llegues, porque me la está secando, boluda. Está infumable.
–No me acuerdo ni de qué eran –confieso–, solo que eran muchas.
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–Tantas no. Eran algunas. Es que está vieja, ¿viste? Vieja y rompe, y te dije, me la seca. Por favor, hacelas así me deja en paz.
–Sí, está bien, mañana se las hago. Vos haceme acordar y mandame de qué son y la foto del carnet que se las hago, mientras no incluyan (+)
–No, está loca pero no tanto. Pero no, mañana no, por favor, hacelas cuando llegues así deja de quemarme las neuronas, en serio –insiste.
(+)
–Cuando llegue me voy a bañar. Después pongo a lavar el ambo, limpio las crocs y cocino. Y de ahí me quiero dormir, en serio. No cambia nada que se las haga mañana… –argumento.
–Sí cambia, cambia en que yo pueda dormir en paz. Te lo ruego –presiona–. Hasta (+)
(+)
Sé que no me va a dejar en paz hasta que acepte.
–Bueno, pero me esperás hasta que termine de hacer mis cosas, en serio.
–Dale, está bien, te re espero, ídola –se ríe–. Ya mismo te mando de nuevo lo que necesita. Vos dormí y cuando llegues lo hacés.
(+)
Pienso en que no, que quedamos en que primero me voy a bañar, cocinar y demás, y que así va a ser, pero no se lo digo. Corto, cierro los ojos y reclino la cabeza para atrás.
Me despierto tres veces antes de la parada y una cuarta justo unos metros antes. (+)
Me levanto y grito “parada por favor”, porque sé que no voy a llegar al timbre a tiempo. El choffer pega un frenazo y me bamboleo agarrada del parante hasta que casi le apoyo en la cara el traste –dolorido, cansado y listo para amputar– a un tipo de unos sesenta (+)
–Perdón –le largo mi culpa apenas entro.
Ella no contesta y avanza hacia el ascensor.
(+)
–Subí por el otro mejor –sugiere–, no te quiero contagiar, aunque creo que es alergia.
Le digo que no pasa nada, que el coronavirus no da mocos, y que además yo tengo puesto un barbijo en serio. No hablo de que quiero llegar ya mismo a mi cama y que el otro ascensor está en(+
–Sabés que no me gusta tomar pastillas –arranca mientras me da mi juego de llaves.
–Pero estás destruida y te juro que no es de cianuro. Tenela por las dudas –insisto.
Baja la cabeza. (+)
–Veo qué hago –contesta y cierra sin despedirse.
Meto la llave en la cerradura y giro despacio la mano con los ojos entrecerrados y la cara fruncida. Ruego para adentro no (+)
–¡Qué onda que tenés, boluda! ¿Ya hiciste las recetas?
–No, ni las pienso hacer ahora porque me quedé encerrada afuera de mi casa y necesito un cerrajero –gruño.
–¿Cómo que te quedaste encerrada, boluda? ¿Qué hiciste? –sigue mascando chicle y me pregunto si será el mismo.
(+)
–Creo que me dejé la llave puesta del lado de adentro…
–Qué garrón, boluda. Y si está puesta, ¿con qué estás tratando de abrir?
–Con la tijera de la guardia y un clip del pelo –me sale del hartazgo.
–¿En serio? Mirá que si se te rompen adentro va a ser peor.
–Ajá.
(+)
–Y un cerrajero a esta hora y encima en cuarentena te va a romper el orto que querés que te rebanen, bolú. ¿Por qué no te venís para casa y domís acá? Mañana llamás a uno de día.
(+)
–Es que quiero mi almohada –protesto, aunque sé que tiene razón–. Encima no tengo más ropa limpia.
–Tengo algunas cosas que se dejó mi hermana acá y ella viste que es así culona como vos… algo te tiene que entrar –contesta.
(+)
Le quiero gritar que no se meta con mi culo, que no tengo tiempo de hacer esos ejercicios pelotudos que ella hace a la tarde para estar linda para su compañerito de dientes blancos, pero me callo.
–Dale, venite. Hacemos las recetas y te preparo algo rico de comer –insiste.(+)
El perro de mi vecina no para de ladrar y justo ella abre la puerta.
–¿Qué te pasó? –pregunta.
–Debo haber dejado puesta la llave adentro –le contesto.
Mi amiga en el teléfono habla de que ya le dije eso y que por qué no me apuro para su casa así comemos juntas. (+)
–Uy, qué macana –arranca–. ¿Y ahora qué vas a hacer? Porque un cerrajero a esta hora y encima con todo esto que está pasando te va a cobrar un disparate.
(+)
Levanto los hombros y no digo nada. Espero nomás. Hasta que finalmente larga:
–Yo te invitaría a quedarte, pero viste que la cosa está peligrosa… Yo tengo principio de asma y vos sos personal de salud encima…
(+)
Quiero ladrarle que el “principio” de asma no existe, que me cambié de ropa y me puedo bañar en su casa y no la contagiaría, que puedo dormir en el sillón o en el cuarto del hijo que ya no vive más con ella y después limpiárselo de punta a punta, pero me callo (+)
–Sí, estoy segura –responde con la voz algo menos gangosa desde atrás del tapabocas y me pregunto si se habrá tomado el antialérgico–. Igual, esperame un segundo –agrega.
(+)
Mete al perro adentro y cierra la puerta de nuevo, para volver a los cinco minutos con una bolsa de tela que me entrega.
–Para que pase el mal rato. Había hecho de más para darte como agradecimiento por lo que hacen por nosotros –dice.
(+)
Miro adentro y veo que hay dos tuppers. Por un lado, me pregunto por qué no me los dio cuando me dio las llaves y, por otro, me siento una hija de puta por desconfiar de su lindo gesto. Le agradezco y le prometo que mañana se los devuelvo.
(+)
–Cuando puedas, no te preocupes, sé que no me los vas a robar –responde y se encierra nuevamente con el perro que insiste con los ladridos.
Llamo a mi amiga y le digo que sí, que me voy para su casa, que busque plata para (+)
Llego y tiene un buzo puesto con la capucha cerrada, un par de guantes y un tapabocas de Popeye detrás del cual sigue mascando chicle. (+)
(+)
–Vamos a mantener la distancia social –arranca–. Vos viste cómo está la cosa –se saca las zapatillas junto a la puerta y me señala la mías.
Hago lo mismo. Quiero informarle que no tengo Lepra, que ya me cambié y me lavé las manos y (+)
–¿Y si hacés antes las recetas mejor, boluda? Así mi vieja no jode más, ¿viste?
(+)
–¿No tenés miedo de que las contamine y se contagie tu mamá? –le contesto segura de que eso no pasaría, pero que ella sí lo va a creer muy factible.
–Ay, sí, boluda, qué goma, tenés razón. Gracias por cuidarla –lanza finalmente el toallón.
(+)
Yo voy para el baño sin tocar nada mientras siento sus ojos en la nuca, vigilándome. Me baño largo, dejando que el agua me acaricie. Esta vez no logro sacar en forma de lágrimas el nudo que tengo adentro. Subo la temperatura y me masajeo los hombros (+)
–¿Te falta mucho? –grita mi amiga.
(+)
Le contesto que no y me pongo el shampoo. Me apuro a revolvérmelo sobre la cabeza, enjuagarlo y seguir por la crema de enjuague. Distribuyo jabón varias veces por todo el cuerpo y paso a la cara. Una vez lista, me seco y me pongo el pijama que justo me ofrece (+)
(+)
–Quedate ahí –me ordena–. Ya casi está.
Me ofrezco a poner la mesa y a llevar la bebida.
–Dejá, vos sentate en una silla y mirá tele que yo me ocupo –dice y estoy segura de que es porque no quiere que toque nada.
(+)
Escupe el chicle y yo miro el techo y doy gracias. Aprovecho y me dejo mimar.
Viene con una carne en cubitos con hongos secos y las papas cortadas igual. El vino lo trae servido en copas y creo que también se lo puso a la carne. Me prepara a mí para (+)
Pienso en mi vecina, en sus tuppers y en qué me habrá mandado. Me levanto y avanzo hacia la heladera. Mi amiga me grita que qué hago. Le digo que no se preocupe, que abro la heladera con una servilleta de papel y responde que más me vale. Saco los tuppers (+)
–¿Tenés dulce de leche? –grito yo esta vez.
En la heladera no vi.
(+)
Se acerca y me pide que me corra. Pasa y se fija en un mueble que tiene en el lavadero. Saca un pote chiquito, lo abre y dice que ella me sirve. Me río. Le ofrezco flan. No quiere, así que lo como del tupper. Trago las dos porciones con mucho dulce y casi soy feliz. (+)
–¿Terminaste? –escucho a los pocos minutos.
Le hago que sí con la cabeza y me pide que me aleje para llevarse tupper, cuchara, individual, copa y servilleta. La dejo hacer y miro Friends desde otra silla. Ella lava los platos y no me ofrezco para secarlos porque no va a (+)
–¿Vamos a dormir? –le digo apenas termina–. No doy más.
–Sí, pero esta vez dormís acá –me señala el sillón.
Siempre que me quedé a dormir, dormimos las dos en la cama grande que es más cómoda. Entiendo su miedo y no me quejo. (+)
–Yo te hago la cama y vos hacés las recetas –propone.
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Me mato de risa y acepto el truque. Saco unas hojas de recetario que me quedaron del hospital, el sello y la lapicera.
–¿Dónde me apoyo? –le pregunto antes de que me rete.
–Hacelas en la mesa que yo mañana limpio bien.
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Escribo una por una con cuidado de no pifiarle en nada y me pregunto cómo va a hacer para agarrarlas.
–¿No te servían por foto? –indago.
–No sé, no quiero que se las reboten, mejor así, por las dudas.
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Levanto los hombros. Ella arma la cama y yo le muestro que ya están. Se va y vuelve con un sobre de papel –con flores dibujadas en blanco y negro en el centro– que me entrega. Tiene un par de guantes puestos. Agarra las recetas y las mete en folios que saca (+)