–Hay códigos –me larga.
–¿Cómo? –pregunto sin entender.
–Que yo lo llamé antes.
–Yo no te vi –le respondo y giro hacia el taxista–. ¿Fue así?
Él levanta los hombros y al cabeza en señal de que no tiene idea.
Miro la hora. Estoy demasiado justa.
(+)
–Disculpá, no te vi llamarlo antes y llego tarde a la guardia –pronuncio como pidiéndole una tregua.
–Y qué carajo me importa tu guardia… ¿Quién te creés que sos? ¿Esperás que te aplauda también? A mí no me das lástima. Yo también estoy (+)
La gente de la parada mira atenta la disputa. Un señor de la edad de mi viejo, pero de espalda enorme, se nos acerca dispuesto a intervenir. Yo miro al que ya no me parece pintón. (+)
(+)
–¿Sabés qué? Subite. Espero que nunca necesites ir a una guardia –le escupo mientras freno el otro.
–¿Y? ¿Sube o no? –escucho que pregunta el taxista mientras me alejo.
Veo que el hombre ya para nada pintón se me queda mirando. (+)
(+)
–¿Es doctora? –pregunta el conductor en vez del habitual “es enfermera”.
Tengo miedo de decirle que sí y que me salte con una consulta sobre un grano infectado que tiene en la axila o algo por el estilo. Subo y bajo la cabeza despacio, sin abrir los ojos. No sé si me ve o no+
–Ya llegamos, doc –sonríe.
Busco el reloj. Está apagado. Le pregunto cuánto es con miedo a que me tire cualquiera.
–Nada. No es nada. Muchas gracias por lo que hacen, a usted y a sus compañeros –sonríe una vez más.
(+)
Insisto en pagarle. No me deja. Me dan ganas de abrazarlo, pero no puedo. Agarro una lapicera, un papel y anoto mi número de teléfono, mi nombre y apellido.
–Por si tiene algún tema médico y lo puedo ayudar –le digo mientras se lo alcanzo.
Se queda mirándome. (+)
–Se lo dejo acá por cualquier cosa. Si quiere, lo agarra con guantes –agrego y apoyo el papel en el asiento del acompañante.
Salgo. El taxi permanece en el lugar unos segundos hasta que le tocan bocina. Lo saludo con la mano. (+)
Sonrío, cierro los ojos, tomo aire y entro a la guardia. Veo a la pelirroja, al petiso y al ruludo –que viene de reemplazo– tomando café.
(+)
–¿Me cambio volando y hacemos el pase? –les largo mientras me meto al baño.
–Ya está. Había solo un paciente –contesta el petiso antes de que cierre la puerta.
–Iba en bolas en el pasillo y preguntaba por vos –agrega el ruludo, jocoso.
(+)
Pongo la traba y apoyo la mochila sobre la tabla del inodoro. Voy pisando sobre las crocs limpias y la ropa va, por turnos, sobre la mochila que tampoco debe estar muy limpia que digamos, pero es lo que hay. Golpean.
–No se puede –contesto y sigo en lo mío.
(+)
Vuelven a golpear y se me cae al piso la musculosa que iba debajo del ambo. La dejo ahí un rato y me pongo la chaqueta directo. Golpean una vez más. Guardo la ropa limpia en la bolsa, levanto la musculosa con el índice y el pulgar por la parte limpia, me pongo la mochila (+)
Salgo y me encuentro con el jefe de guardia. Él me mira, mira la musculosa que no atiné a bajar, (+)
(+)
–El mío está tapado –aclara mientras da un paso al frente que me hace retroceder.
Yo aprieto los labios para no estallar de la risa y me pregunto si, después de esto, aparecerá papel higiénico acá.
Miro la musculosa que tengo entre los dedos. (+)
–¿Hacemos el pase? –pregunto segura de que lo de antes fue una joda.
(+)
–¿No escuchaste que ya está? –responde el petiso.
–Sí, y también que alguien en bolas preguntaba por mí, pero no lo veo bailándome el unga-unga –contesto.
–¿Unga-unga? ¿Unga-unga dijo? ¿De verdad? –se ríe la pelirroja.
El ruludo se suma al gaste.
(+)
Yo me levanto y avanzo hacia los consultorios: no les creo que solo hay un paciente. Ellos siguen en lo suyo. Me asomo al primero. Una mujer de setenta y largos con suero puesto ronca como si estuviera en su casa. Voy para el segundo: nadie. Sigo por el tercero, el cuarto y(+
–La calma antes de la tormenta –escucho desde atrás mío.
Giro y me encuentro con el ruludo con las comisuras de la boca estiradas y apenas para arriba. Se me paran otra vez los pelos de la nuca, ahora acompañados de los de los brazos, (+)
–Da miedo, ¿no? –me saca las palabras de la boca.
Bajo la cabeza despacio y entrecierro los ojos.
–Disfrutémoslo mientras dure –propone y quiero decirle que no lo enyete, pero no logro pronunciarlo.
(+)
–Autorizaron los N95 –sentencia con tono victorioso.
(+)
–Van a tener uno cada dos semanas –sigue.
Pienso en que yo en dos semanas hago cinco o seis guardias y que esos barbijos no deberían usarse más de ocho horas de corrido. (+)
–¿Y para los que hacemos más de una guardia? –pregunta.
–Uno cada dos semanas –reitera el jefe.
Se hace silencio. Todos nos miramos.
(+)
–Es lo que tenemos y hay que cuidarlo, porque si no, después no va a haber –agrega.
–¿Y camisolines nos van a dar? –se mete el petiso.
–Por supuesto, hay dos para los que vean a los pacientes respiratorios –dice el jefe orgulloso.
(+)
–¿Los respiratorios que hasta ahora vienen siendo unos seis a ocho por guardia? –pregunta filosa la pelirroja y me dan ganas de aplaudirla.
El ruludo hace un ruido con la boca que asumo que fue una risa ahogada. Yo aprieto las muelas, cierro los puños y me clavo las uñas (+)
–Como les dije. Es lo que tenemos, porque si no, después no va a alcanzar.
–O sea que mientras le pasamos el virus del enfermo al sano… –sigue la pelirroja.
–Bueno, bueno. A ver. Puedo tratar de conseguir dos más, pero no más que eso, porque (+)
–Perfecto, entonces habría que poner un cartel de que se atienden cuatro respiratorios por guardia –remata ella.
–Así no vamos a ningún lado –levanta las manos el jefe–. Tenemos que trabajar en equipo con lo que hay.
(+)
–Es que lo que hay es poco –insiste la pelirroja.
Nadie dice nada.
–¿Poco? ¿Poco me decís? Para ustedes hay una máscara, antiparras, dos camisolines, un lugar donde atender, les dejo un termómetro. Hay lugares que atienden con bolsas de residuos como camisolines, (+)
–Si empezamos así… –murmura la pelirroja.
La miro con cara de que basta, porque esto realmente no va a ningún lado.
(+)
–Antes no teníamos N95, ahora tenemos. Hay que confiar en que vamos a tener las cosas –sigue él.
Yo miro el piso. Son las nueve, limpiaron a las ocho y ya está bastante sucio. Miro nuestras sillas de tapizado azul (+)
–¿Quedó todo claro? –pregunta finalmente sin preguntar y todos nos levantamos para ver si hay pacientes.
La pelirroja dice que no piensa ver los posibles covid porque ya le tocó ayer como reemplazo y se cagó de calor.(+)
–Lindo momento para caerse –agrega el ruludo.
(+)
Miro al techo y ruego porque mi abuela no se vaya a tropezar.
Entre los tres que quedamos, hacemos piedra papel o tijera. A los varones le tocan los respiratorios y yo largo despacio el aire que venía manteniendo adentro.
–Un poco de paz para ustedes –sonríe el ruludo que(+
Me siento culpable por unos segundos hasta que el enfermero alto me llama para suturar.
–¿Qué es? –le pregunto mientras lo sigo.
–La cara y no sé si algo más. Está des-tru-i-da –sentencia.
(+)
Llego. La miro desde la puerta mientras me pongo el barbijo quirúgico (el N95 se supone que sólo tenemos que usarlo para ver los respiratorios, (+)
–Mi mujer está muy angustiada –toma la palabra–. Pasa que se cayó por las escaleras y se dio flor de porrazo –sonríe.
No me gusta su sonrisa y no es por su paleta izquierda torcida hacia adentro.
(+)
–¿Y a usted? ¿Qué le pasó? –le pregunto a él mientras le señalo la nariz.
–Una pavada. Por tratar de agarrarla me di de lleno contra la puerta de la alacena –mantiene la sonrisa.
No le creo mucho.
(+)
–Pasa que ella tiene Parkinson –agrega–. Se lo diagnosticaron hace unos meses y estamos en la lucha, de médico en médico… Es la primera caída.
Me siento una hija de puta por haber pensado mal. Bajo la cabeza, la subo, les pido que aguarden un segundo, (+)
–¿Qué necesita, doc? –se acerca enseguida.
Le pido que llame a mi compañera para que le arregle la nariz al hombre mientras yo me ocupo de la mujer. Él se va a buscarla, vuelve y me informa que viene en un rato, que está con (+)
(+)
Hago la orden para la placa del hombre, se la entrego y le explico dónde queda rayos. Él mira a su mujer y le acaricia el hombro.
–Si no le molesta, me gustaría hacerle compañía. Siempre le dieron resquemor las agujas –sonríe y agrega–. Voy apenas termine.
(+)
Asiento y pienso en lo mucho que me gustaría un amor así.
Justo entra el enfermero y se ofrece a asistirme. Le digo que no hace falta, pero insiste y acepto feliz. De a poco limpiamos la cara de la mujer y encontramos otro corte en el pómulo opuesto a la ceja. (+)
(+)
Arranco por la ceja –que queda de mi lado– y le pongo todas las ganas de las que soy capaz. El hombre no despega la vista de lo que hago y aplaude cuando termino.
–¿Ya está? –pregunta la mujer.
–Falta poco –le informa el marido aún sonriente.
Ella cierra los ojos.
(+)
Pienso en separar la camilla de la pared para suturarla más cómoda, pero el enfermero salió un momento y me da fiaca sacarme los guantes y mover todo yo sola. Le explico a la mujer que voy a pasar por encima de su cara y que por favor se quede quieta y arranco (+)
–Ni la pinché todavía. Vamos, no me afloje –me río.
Recién ahí noto que se agarra el hombro donde apoyé –muy suavemente– mi codo para estar un poco más cómoda en la maniobra.
(+)
–¿Le duele? –pregunto.
–No es nada –sentencia y mira al marido que le acaricia la cabeza.
–Después lo vemos –contesto y sigo con lo mío.
Procedo a la curación y, una vez finalizada, le pido que se siente mientras me lavo las manos. (+)
–¿Ahí también se golpeó? –indago.
–No –responde el marido–, viene medio medio de la garganta, pero nada, seguro unas anginas.
(+)
La mujer no aporta nada más.
–¿Desde cuándo que le duele? –profundizo.
–Ayer o anteayer –contesta él.
–¿Y tuvo fiebre?
–Sí –dice ella.
–No –sentencia él al mismo tiempo.
–¿Cuánto tuvo? –me dirijo exclusivamente a la paciente.
–Treinta y ocho y medio –responde.
(+)
–Eso fue la otra semana, mi vida, estás confundida –la corrige el marido.
Lo miro y vuelvo a mirarla a ella.
–¿Tuvo fiebre? –le pregunto una vez más.
–Debe ser como dice él –contesta finalmente.
Giro hacia el hombre.
–Le hago la orden para la placa –le digo mientras escribo+
Siento que tengo que sacarlo un momento por lo menos de ahí.
Él se saca el repasador de la nariz.
–¿Para qué? Mire. Ya no sangra más –sonríe.
–Para que veamos si está rota.
–Prefiero no andar por el hospital exponiéndome, total, ¿qué me van a hacer si está rota? ¿Me van(+)
Le digo que está bien, que como quiera y vuelvo con la mujer.
–¿Miramos ese hombro? –propongo.
–No es nada. Se golpeó hace una semana con una biblioteca y ya nos dijeron que no estaba roto –se mete el marido.
(+)
–¿Está segura que no quiere que lo vea? –le hablo a ella.
Ella posa la vista en su esposo.
–No es nada –dice finalmente y se le escapa algo de tos seca que trata de ocultar con el pliegue del codo.
Me quedo mirándola.
–Debe ser el aire acondicionado –sonríe él.
(+)
–¿Anda con tos? –lo ignoro y le pregunto a ella.
–Apenitas –contesta sin dejar de mirarlo.
–Casi nada –acota él.
Maldigo por no haber ido a buscar mi barbijo power. Me alejo dos metros y giro hacia la puerta rogando que aparezca el enfermero o alguno de mis compañeros. (+)
Les pido que me aguarden un momento, (+)
–Por supuesto. Muchas gracias –contesta el hombre sonriente.
(+)
Salgo y busco al enfermero. Está reanimando un paro con el emergentólogo y unos cuantos más. Voy para los consultorios. La pelirroja está palpando el abdomen de un chico que parece de doce, pero que debe tener dieciséis, porque si no lo verían los pediatras.
(+)
–Suturé a una que no sé si no es covid y encima con tema de género.
Abre grandes los ojos. Se queda callada unos segundos por primera vez en mucho tiempo y, finalmente, pregunta si me protegí. Hago que no con la cabeza.
(+)
–Es que era una sutura nomás. Y no me dijo nada. Ni siquiera sé bien si tuvo fiebre –le explico.
–Igual, consultalo con el jefe. O mejor llamá a infecto. ¿Ya se fue la paciente?
Niego. No puedo ni pensar.
–Mejor. Que la hisopen. ¿Y lo de género? –sigue ella.
(+)
–No sé. Algo no me cierra. Pero tal vez no sea nada y exagero –resoplo.
–No creo. Me parece que tenés buen olfato. Yo llamaría a la cana.
–Sí –contesto despacio, pero no puedo moverme.
(+)
Ella se saca los guantes, se pone alcohol en gel que trae en una botellita naranja tamaño XS, la guarda en un bolsillo de la chaqueta y saca el celular del otro
–Yo llamo, dejá, vos dame los datos y anda a hablar por lo tuyo.
Asiento sin poder siquiera agradecerle, se los(+)
–Doc –lo freno–. Creo que estuve con un caso sospechoso sin protección.
(+)
–¿Y por qué no te cuidaste? –me increpa mientras esconde el desodorante detrás de su espalda.
–Es que no sabía que lo era…
–¿Pero no usaste guantes? ¿Barbijo? ¿Nada?
–Guantes sí, barbijo también, pero no N95…
(+)
–Yo se los consigo y ustedes no los usan –me reta.
Quiero gritarle que no lo usé porque supuestamente era una sutura nomás, que él no consiguió nada porque seguro que el dictamen vino de infecto, que tendríamos que tener disponibles para usar todo el tiempo (+)
–Seguro que no es nada. Tranquila –me dice finalmente y no sé si lo piensa de verdad o si lo dice para que no deje la guardia con uno menos.
Le pido que me firme la orden para retirar mi N95, (+)
–¿Perdiste algo? –se ríe como siempre.
–A mi paciente, una que le suturé la cara, que estaba con el esposo.
(+)
–Viene siempre, sí. Se fueron hace un rato. Es oooobvio que la faja –prolonga la “o” del principio de “obvio”.
Me siento una tarada porque para mí no lo fue, porque me comí lo del Parkinson y hasta sentí pena por el hombre. (+)
–Hola –escucho del otro lado. Es la voz de una chica joven y no tiene idea de quién es la paciente ni por qué(+
Me disculpo y corto.
–Siempre da datos falsos. Un día se llama Marta, otro Julia y otro Marcela –me cuenta el ruludo que apareció otra vez al lado mío.
Yo cada vez me siento peor.
(+)
Se ve que lo nota en mi cara, porque enseguida me dice:
–Tranquila, se nos pasó a todos. Igual, ella no quiere hacer nada.
Lo miro. No logro formular palabra alguna, aunque quiero, entre otras cosas, sacudirlo y llorar. Llegan los policías. (+)
–No puede ser que no haya alcohol –puteo–. ¿Hasta eso se afanan? Estamos en el fondo del mar.
Él me hace que sí con la cabeza mientras me pregunta qué pasó.
–Pasa que soy una idiota. Eso pasa.
–No, doc. Eso no. Nosotros somos de los buenos –afirma.
(+)
Pienso que hoy de buena no tengo nada. Aprieto las muelas y contengo las lágrimas. Me lavo las manos mientras canto “que los pumplas felí” como canta mi ahijado. Termina y vuelvo a arrancar. El enfermero me pasa la mano por delante de los ojos para sacarme del trance. (+)