–Disculpe –lo freno–. No se ofenda, pero por favor, ¿podría ponerse el tapabocas?
–Acá lo tengo –se señala el cuello y sigue manejando.
–Claro, pero tenerlo ahí es lo mismo que nada –le respondo después de contar hasta cinco.
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–No sirve de nada en ningún lado. Este virus no existe y esto es teatro –ladra.
–Mire, lo voy a tener que contradecir. Soy médica y he visto gente morirse por este virus, así que nuevamente le voy a tener que pedir que se lo ponga, al menos mientras me lleva a mí.
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–Ni mamado lo uso. Me ahoga.
–Le juro que no, es molesto, pero es una precaución necesaria –insisto.
Revuelvo la mochila en busca de mi N95. Encuentro el sobre en el que lo guardé y miro la fecha: está vencido y hoy toca cambiarlo.
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–Es todo por paranoia –me larga–. Ustedes están locos y nos están volviendo locos al resto. Son unos atorrantes, cómplices de un gobierno mentiroso. No les voy a seguir el juego. No señor. Así que le pido que no me moleste más con eso, y si no se me baja del auto ya mismo.(+)
Miro alrededor. Estoy en medio de una avenida demasiado transitada como para abrir la puerta.
–Sí, vamos a hacer eso –le contesto–. Le pido que se arrime al cordón así me bajo.
El hombre resopla. Pega un volantazo y un par de autos le tocan bocina.
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Apenas estaciona, se larga a toser. En medio de su tos desbarbijada, toca el celular y murmura que le debo setenta pesos. Quiero gritarle que no le debo nada, que me puso en riesgo y que encima voy a llegar más tarde todavía por buscar otro coche, (+)
–Loca –me grita–. Mejor quedate en tu casa que nos vas a matar a todos.
(+)
Respiro hondo y no le contesto. Cierro la puerta y se va a los trotes. Otro auto le toca bocina y él le contesta con un bocinazo. Recién cuando se aleja se aflojan un poco los músculos de mi cuello y hombros.
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Saco el celular y aviso mi retraso a mis compañeros. Extiendo la mano y freno un taxi. Abro la puerta y miro con detenimiento. No subo hasta comprobar que tiene plástico divisor y tapabocas donde va.