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Esta mañana al regresar del hospital, #SalienteDeGuardia, he vuelto a pasar por delante del quiosco de prensa que véis en la fotografía.
Está cerrado y no he podido evitar pararme a pensar sobre qué significa la normalidad.
El día que se inició el estado de alarma, sábado 14 de marzo, caminé también frente a esa estructura metálica.
Lo hacía pensando en que aquello no era una pausa. Más bien era un punto y seguido al que le quedaba muy lejos el párrafo de continuación.
Nos iba a costar pasar página.
El quiosco estaba abierto y dentro, muy seria, se encontraba su propietaria.
Mujer de aspecto cansado, mayor, de esas personas en las que adivinas entereza bajo una imagen tranquila y dulce.
Era dueña de aquel espacio desde no hacía demasiado tiempo.
Un par de años quizá.
Su timidez le hizo difícil hacerse hacerse un hueco entre clientes.
Me detuve a mirar los periódicos de aquel día.
No sé si recordáis las portadas.
Ella me observó parapetada detrás de cajas de cromos y sobres brillantes llenos de juguetes.
Sabía cual era mi profesión.
Enseguida percibí que en sus ojos no solo latía la curiosidad por saber si compraba.
De forma inesperada desapareció y surgió de uno de los laterales.
Tenía las manos cruzadas, como haciendo un nudo.
Estaban envueltas en unos guantes de latex transparentes que la convertían en una especie de cirujana fuera de contexto.
Me sonreía quedándose quieta.
Tardó poco en separar los labios.
- ¿Te puedo preguntar?
La relación que uno establece con un quiosquero es más importante de lo que creemos.
Termina por adivinarnos.
Prensa deportiva.
Generalista.
Revistas de cultura, cine o teatro.
Intuirá si tenemos hijos o sobrinos.
Se crea una confianza robusta ya que somos lo que compramos.
Aguardó la respuesta pacientemente.
- Claro - respondí.
Dio un pequeño paso al frente y luego regresó al lugar en el que estaba. Distancia social antes de volver a hablar.
- Pienso que debo cerrar el quiosco, aunque no me obliguen, ¿crees que esto irá a peor o mejorará?
En aquellos momentos cualquier sanitario en Madrid sabía que los días previos habían sido un espejismo.
La sensación en los hospitales era la de universo paralelo. Las paredes de esos edificios repletos de enfermos eran un campo de fuerza.
Dentro el caos.
Fuera calma perversa.
Así que fui sincero. La confianza mutua era antídoto para cualquier mentira piadosa.
- No lo puedo asegurar, pero creo que irá a peor. Ya estamos mal.
Ella no se inmutó.
Éramos muchos los sanitarios los que pasábamos por allí.
Quizá yo era uno más y aquello era en una encuesta.
- No quiero correr riesgos - comenzó a decir. - Tengo una enfermedad en las articulaciones y tomo medicinas para las defensas. Lo que os escucho no me gusta, me da miedo.
Transcurrieron unos segundos en los que el silencio dio muchas respuestas.
- Te entiendo - le dije.
- Es que no me merece la pena. Madrugo demasiado y por aquí pasa mucha gente.
- Sí, una multitud a veces - le dije. - Creo que es normal que pienses que no debes abrir. Tienes que cuidarte, piensa en ti y en lo que es importante. Nada más.
Ella, estoy seguro, tenía ya la decisión tomada.
Puede que tan solo estuviera buscando argumentos para la conciencia. Le había costado mucho consolidar la clientela y un periodo largo de cierre podía diluirla. Hay competencia en el barrio. Perder el sitio podía ser perderlo todo.
- Probablemente mañana sea el último día que abra hasta que termine esto.
Asentí.
No hacia falta más.
Cuando uno da o recibe determinadas noticias lo mejor es no decir nada si no hay nada que decir.
Ella regresó a su ventana al otro lado.
Al llegar me devolvió una ligera sonrisa.
Compré varios periódicos y una revista infantil de las que traen un juguete.
Me hizo un gesto para indicarme dónde debía dejar el dinero.
Después nos despedimos.
- Mañana no pasaré, así que cuídate y nos vemos.
- En cuanto pueda regreso y abro, a ver si pasa rápido - me dijo.
Me di la vuelta y me marché.
Iba más cargado de lo necesario y al llegar a casa no tuve ánimo para leer los periódicos que había comprado.
Era extraña esa sensación de no necesitar que te cuenten una noticia que ya estás viviendo.
Un par de días más tarde, dirigiéndome al hospital, pasé junto al templete de metal.
Estaba cerrado.
Las calles ya estaban vacías y la estructura metálica era una parte más de ese decorado que nos ha estado acompañando en los últimos meses.
Madrid se rompió cada uno de esos días.
Con el caer lento y pegajoso del calendario se abrieron los negocios y las tiendas.
La calle goteó gente con mascarillas.
Todo recuperaba la velocidad con la excepción del quiosco que se mostraba en suspenso y sin cambios.
Hoy ha transcurrido más de un mes desde esa Fase Cero a la que nadie quiere regresar.
Casi tres meses desde aquella conversación.
El quiosco sigue siendo metal cerrado y, como dije al principio, no he podido evitar pararme a pensar sobre qué es la normalidad.
Porque ella aún no ha vuelto.
Y pienso en su miedo y en todo lo que ha podido pasar.
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