En 1872 la economía de los Estados Unidos iba viento en popa. Era un nación joven en proceso de industrialización. El país seguía expandiéndose hacia el oeste, parecía imparable hasta que en otoño todo quedó paralizado.
La economía se desplomó, así como la vida social. El país sufrió una crisis energética sin precedentes. No era escasez de petróleo, gas o carbón. Fue una crisis energética de índole biológica.
Al igual que en la crisis actual el agente en 1872 fue un virus. No afectó a las personas sino a una de sus bases energéticas, con la que aún hoy seguimos midiendo la potencia de nuestros coches. El virus afectó a los caballos.
Se expandió tan rápido que en pocos meses cayeron enfermos caballos y mulas desde Canada hasta Centroamérica. La energía principal de la sociedad se apagó.
Los caballos afectados empezaron a tener tos, conjuntivitis, fiebres y mucosidades. Estaban agotados, incapaces de llevar a cabo los trabajos que se les exigían. Su enfermedad paralizó la economía.
En una sociedad que dependía de los caballos para casi todo, la incapacidad de los animales a trabajar sería equivalente a si hoy dejase de haber suministro de petróleo.
Lo que estaba afectando a los caballos era la gripe equina o influenza equina, una forma vírica que afecta las vías respiratorias de los caballos. Aquel fue el primer brote moderno conocido y de grandes dimensiones.
Pero el virus lleva circulando entre los caballos toda la historia. Apsirto, no el mitológico, sino un veterinario griego describió una enfermedad que afectaba a los caballos hace 1.800 años cuyos síntomas cuadran con los de la gripe.
En 1299 una epidemia afectó a las caballerizas de media Europa. Los registros españoles apuntan que “el caballo llevaba la cabeza gacha, no comía, se le salían los ojos y se golpeaba los flancos. Ese año murieron unos mil caballos”.
A lo largo de la Edad Media hay testimonios de otros brotes en caballos pero los síntomas no permiten siempre diagnosticar si realmente se trataba de gripe equina o fue otra enfermedad.
La de 1972 está claro. El brote inicial tuvo lugar a las afueras de Toronto, en Canada. En pocos días animales de distintos establos empezaron a mostrar síntomas y dolencias. Como una gota de aceite el brote se fue expandiendo por el territorio.
Estados Unidos hizo un amago de prohibir los caballos canadienses en un intento de detener la epidemia. Eran una fuerza energética demasiado importante para la economía como para vetar su paso y comercio de mercancías.
Para cuando quiso poner restricciones duras ya era demasiado tarde… Nos suena verdad. “Hay que salvar el verano” “Hay que salvar la Navidad”…. Lo que pase luego ya si eso.
En algo más de un mes la epidemia corría a sus anchas por la frontera y la costa atlántica de Estados Unidos. Se movía tan rápido, de hecho el virus galopaba, que a principios de 1873 ya había alcanzado el Golfo de México.
La “enfermedad de los caballos canadiense” como la bautizaron los medios estadounidenses estaba fuera de control. Miles caballos andaban exhaustos, con fiebres, mocos y las cejas caídas.
Muchos murieron se estima que un 2% de los ocho millones de caballos estadounidenses perecieron durante esos meses. Los que no murieron enfermaron durante semanas, en las cuales no podían trabajar.
No se sabía cómo tratar a los animales. De hecho, no se sabía ni que se trataba de un virus, aún quedaban unos años para que se describiera el primer virus en las plantas de tabaco.
En realidad, la comunidad científica de la época aún seguía debatiendo sobre la teoría germinal o microbiana de las enfermedades infecciosas. Pese a las pruebas de las últimas décadas no todos estaban convencidos.
John Snow había localizado en 1854 el brote de cólera en el barrio londinense del Soho, identificando el beber agua de un pozo con la transmisión de la enfermedad.
Louis Pasteur entre 1860 y 1864 probó que la fermentación y el desarrollo de microorganismos no eran producto de la generación espontánea. La teoría germinal proponía que las enfermedades infecciosas tenían su causa en un germen externo.
Y que este se propagaba entre las personas igual que hongos y bacteria podían contaminar y dar lugar a fermentaciones en los caldos de cultivo de los laboratorios.
La comunidad científica seguía debatiéndose a favor o en contra de una teoría que más tarde daría lugar a la salud pública, la higiene de los ambientes para evitar los contagios, así como el desarrollo de vacunas.
Pero aún faltaba para todo eso en 1872 y 1873 cuando los caballos americanos agonizaban y con ellos la economía de los países afectados. Miraban de cuidarlos en los establos y cubrirlos con mantas.
Algunos veterinarios optaron por recomendar el uso de jengibre y gin-tonic, es decir tónica que no era más que agua carbonatada con quinina para combatir la malaria. Quizás funcionase con la gripe equina.
Obviamente no lo hizo porque se trataba de enfermedades completamente distintas. Los remedios de jengibres y las dosis de arsénico ayudaron tanto como los rezos y plegarias: nada.
Las ciudades llevaban décadas sufriendo brotes de cólera, disentería y fiebre amarilla, así que la gente empezó a preocuparse. ¿Sufrirían la enfermedad de los caballos? Eso no sucedió pero se resintió su economía.
Con la principal fuerza de trabajo de baja, las minas se detuvieron. Se podían trabajar, pero no se podía transportar el carbón hasta las fábricas o los hogares de las ciudades.
Una una “hambruna de carbón” que disparó su precio. Los alimentos no podían transportase del campo a la ciudad, lo que llegaba en barco se quedaba acumulado en los muelles sin que nada pudiese repartirlo.
La caída de los caballos hizo colapsar muchos aspectos de la vida cotidiana y la economía del continente. Apenas podía cargarse con los muertos hasta los cementerios en las grandes ciudades.
La humanidad dependía de los caballos y estos apenas podían trabajar. El incendio que se llevó el casco antiguo de Boston se atribuye a la falta de caballos en el cuerpo de bomberos.
Aquel desastre fue uno más de los incentivos para separa al hombre del caballo, sustituir la fuerza animal por la fuerza mecánica de las máquinas, tractores y automóviles. No fue un cambio fácil.
Una transición lenta en la que a mediados del siglo XX los automóviles y maquinas superaron en número al caballo como medio de transporte.
Pero justo antes de eso, en 1872, cuando tuvo lugar la epidemia, la humanidad dependía más que nunca de los caballos: agricultura, transporte, ejercito, fuerza y energía.
Al final, la humanidad decidió poner fin al vínculo que había mantenido con los caballos desde hacía miles de años, y seguir caminos separados. Donde el humano ya no depende del caballo.

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