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Estuve 17 días en Caracas luego de dos años sin ir. Quiero comenzar por lo bueno: todos los afectos con los que tuve tiempo de compartir siguen de pie, luchando por no perder sus espacios de cordura, creación y leve disfrute. Abro hilo ---->
Caracas no es en la actualidad una ciudad como cualquier otra. En medio de los conflictos típicos de cualquier capital latinoamericana fue amplia, variada y vital, pero hoy no vive, sobrevive. Y lo hace a duras penas...
Los servicios básicos de luz y agua, así como los sistemas de transporte y salud, se soportan sobre una estructura que ya era insuficiente hace 20 años, y que al término de la segunda década del siglo XXI son sumamente precarios. Se nota la decadencia...
La capital de la llamada revolución bolivariana es el ejemplo más claro de los peores males que le señalan con justa razón al capitalismo salvaje: un ínfimo porcentaje de la población puede pagar lo que necesita, pero la gran mayoría vive en una pobreza tremenda. Doloroso.
Esa fiesta Caribe y tropical de la que Caracas fuera protagonista en los setenta, ochenta y noventa, incluso hasta el 2010, hoy no existe. Ya no hay luz en la noche y los negocios cierran temprano por miedo a la delincuencia. Es una ciudad que se encierra por miedo.
A pesar de la enorme cantidad de oficiales uniformados con armas (PNB, GNB, Sebin, Faes, etc.), en Caracas se respiran la hostilidad cotidiana y la violencia criminal. Sus calles y barrios populares están tomados por la indolencia y la delincuencia.
El descalabro financiero es tal que, cuando llegué, el 26 de diciembre, el dólar negro, que marca la economía cotidiana, estaba en 750 bolívares soberanos. Menos de tres semanas después había llegado a 3000. En medio mes casi todo costaba cuatro veces más.
En una sociedad poco bancarizada, además, no hay efectivo. Los bancos y los cajeros automáticos son un mal chiste. El salario mínimo equivale a seis o siete combos de dos empanadas más un jugo en el local más barato del centro de la ciudad.
Valga decir, para quienes no sepan, que desde el 2008 el gobierno chavista le ha quitado ocho ceros a la moneda. O sea, lo que hace una década costaba 10 bolívares, hoy vale 1.000.000.000. Los adultos mayores viven sacando cuentas sin entender a cabalidad lo que era y lo que es.
Para esas reconversiones monetarias el chavismo decidió apelar al apellido. A la moneda, que se llama bolívar, primero le pusieron "fuerte". Después "soberano". Pero ni uno ni otro. La catástrofe se palpa en diario en cada intercambio, en cada compra, en cada mercado.
Los dictadores han pretendido imponer el falso relato de una guerra económica teledirigida por el gobierno de Estados Unidos para justificar una hiperinflación sin precedentes, pero no pienso perder el tiempo para desmentir tamaña idiotez. Que le pregunten a Evo Morales.
Lo cierto es que la gente que se mueve en transporte público y se muere en hospitales, esos que cuentan semanalmente lo poco que tienen para comprar algo de comida, deben recurrir a la extorsión del gobierno a través de sus mecanismos de control.
La comida que la dictadora determina que debes consumir como su rehén llega en cajas a precios subsidiados. Alimentos insuficientes y a veces en mal estado a precios irreales, por debajo del costo del mercado. Para eso necesitas un carnet, y por ahí te presionan.
Esto alimenta a las mafias que controlan las importaciones. Esas mafias están dominadas por los militares, que son prácticamente dueños de las fronteras, aduanas, puertos, aeropuertos y el transporte de productos. Es un gran negocio para el microtráfico de alimentos subsidiados
Mientras tanto, la gente común, que no tiene choferes ni escoltas, que no cura sus enfermedades en clínicas del extranjero, invierte su tiempo en sobrevivir como puede. Algunos hacen colas. Otros, con más recursos, se rebelan o se evaden para sufrir menos.
De allí que protestar sea tan urgente como complejo. Ni hablar de disfrutar, crear, celebrar o compartir. Hay quienes lo logran, por supuesto. Y no todos son criminales ni corruptos. Renunciar del todo al placer es humanamente imposible.
Caracas, como capital, aún ofrece espacios de encuentro y desarrollo, de contemplación o resistencia maravillosa, y saldrá adelante como lo han hecho antes otras ciudades apresadas por regímenes dictatoriales.
Pero en sus calles la pobreza, el empuje, la rabia y la esperanza se mezclan a diario, de forma constante, en medio de una catástrofe ciudadana. Mi sensación, luego de estos días, es más o menos la misma que tenía cuando me fui.
Nos domina la incertidumbre, pero así como no todos salen a batallar con fuerza, tampoco son todos los que bajan los brazos. Y aunque esto tiene algo que ver con los que se van y los que se quedan, no es para mí solo un tema geográfico espacial, sino de foco energético.
Porque de alguna forma quienes vivimos y venimos de allí estamos hechos de un tiempo que siempre cambia pero tiene, al mismo tiempo, una fuerza inmutable. El peso estructural de la dictadura y los daños que ha generado es incuestionable. Pero una ciudad así nunca muere del todo.
Voy a agregar un par de anécdotas que dejé por fuera del hilo mientras lo escribía: 1) Una tarde de la primera semana de enero invité al cine a dos sobrinos. En la sala éramos solamente seis personas. Ir al cine es verdaderamente un lujo, incluso para la llamada clase media.
2) El 11-E, mientras me tomaba un café, una anciana me pidió dinero. Cuando le dije que no tenía, sacó de un morral viejo un vaso de plástico, me pidió un poco de café. Hablamos 20 minutos. Fue una charla jodidamente esclarecedora sobre el padecimiento de los pobres en Venezuela.
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